Así como las flores son endulzadas por el sol y el rocío, este viejo mundo es más brillante por las vidas de seres como tú.
Poema en la lápida de Bonnie and Clyde
La
noche tenía esa frescura propia del rocío, el viento y la tenue lluvia. La
temperatura era ideal, templada y húmeda. Pálidamente, la luna alumbraba con
suavidad la tierra. En ese instante, Jacobo, el roble rojo, entendió con
alegría lo que sucedía.
A corta distancia de Jacobo, vivía Juan Diego, hombre
maduro y adusto, en una pequeña y humilde casa. Pintor por vocación y
silencioso por naturaleza, vivía alejado de la ciudad, en el Sur de
Texas. Miró la pradera por la ventana y sus árboles, a corta
distancia. Ante la plácida vista, Juan Diego experimentó la misma sensación que
Jacobo y por la misma razón. Escalofríos de alegría recorrieron su cuerpo, y el
alma salió a celebrar el acontecimiento.
¡Había llegado la primavera! La brisa hacía vibrar al
bosque entero. La energía que brotaba del suelo, los cantos de los pájaros en
los más diversos tonos, las ardillas que se aventuraban a salir de sus
refugios, eran todas maravillas que la Naturaleza regalaba en cada estación
primaveral.
Para Jacobo, un roble rojo del sur de Texas con más de
ochenta años y treinta metros de altura, aquello le decía que tendría un año
más de vida. El invierno había sido duro, con temperaturas por debajo de los
índices normales, ventiscas arrasadoras, y tormentas de nieve y granizo. Cada
vez parecía mas frio y cruel. En esta ocasión había causado la muerte de muchos
rosales, y flores silvestres que ya no volverían a brotar.
Jacobo no podía saber si era joven o viejo, y la
verdad, no le interesaba. Sólo pensaba en sus nuevas hojas, en las bellotas que
colgarían de sus ramas, y en los miles de aves que regresarían para la
primavera. Sus ramas se verían llenas de nidos de gorriones, zorzales, colibríes, ruiseñores y sus trinos generarían
las melodías más hermosas que jamás pudieran escucharse.
Podría sentir la sombra de las águilas en lo alto,
navegando despacio y con elegancia por encima de la llanura. Los gavilanes, más
pequeños y menos audaces, harían lo mismo a menor altura y a prudente
distancia.
En
alguna parte de sus frondosas raíces, Jacobo guardaba memorias de temporadas
pasadas y tenía la mortificante sensación de que los inviernos eran más fríos y
los veranos, casi mortales.
Juan Diego, con intereses diferentes, pensaba en aquellas
tardes primaverales en las que, como siempre, disfrutaría a la sombra de su
árbol. Muchos hermosos recuerdos dormían a la sombra de Jacobo, el roble rojo
de Texas y su entrañable compañero.
Cuando el nació, muchos años atrás, Jacobo era ya un
hermoso y frondoso roble rojo que pasaba desapercibido en la espesa vegetación.
Siempre sintió un lazo especial que los unía.
Apenas le fue posible, escapó a la pradera y marchó hacia
Jacobo. No supo nunca cómo ni porqué, pero su corazón se había apropiado del
roble en una relación que duraría toda su vida.
Jacobo vio los primeros pasos de Juan Diego, sus primeros
juegos, sus inútiles esfuerzos por treparlo, y fue el quien lo bautizó como
Jacobo, Su primer romance y sus primeras pinturas ocurrieron a la sombra de él.
Vio la transformación de Juan Diego de un niño vivaz y travieso a un joven
positivo y entusiasta que siempre se hacía cargo de él y de toda la vegetación
de la pequeña finca. Al tiempo, sus padres fallecieron y su hermana se fue a
vivir a Kansas, por lo que se quedó solo en la cabaña. No se casó y fue siempre
un hombre digno, amigable y sobre todo con un gran amor por la naturaleza.
La primavera transcurrió como siempre, luminosa y
demostrando ser un homenaje a la vida.
Tan feliz como la primera vez, vio sus verdes hojas nacer y
crecer, a las aves construir sus nidos y cuidar a sus pichones. Todos los días,
con la templada temperatura de la primavera miraba con amor a sus árboles
cercanos y disfrutaba del cielo azul y el sol radiante que cubría con su luz y
calor todo lo que le rodeaba. En resumen, fue una primavera plena y
tonificante. Pero poco a poco, el calor aumentaba y el verano amenazaba con una
estación dura y calurosa. Jacobo, acostumbrado ya a las ínfulas e inclemencias
del verano, no se preocupaba mucho. Ya había vivido muchos años con él, y
sentía que podría enfrentarlo sin problema alguno.
Cuando empezó a subir la temperatura a un ritmo acelerado,
sintió que este verano sería diferente, más difícil de soportar para mucha de
la flora y fauna de la región. Cada día era peor que el anterior. No llovía y
veía secarse las plantas y flores con rapidez y a las aves y animales, emigrar
antes de tiempo para buscar lugares más frescos donde pudieran sobrevivir.
Notó que sus hojas se estaban volviendo amarillentas más
que anaranjadas y rojizas, como era usual cada año.
Luego vio
que empezaban a secarse y vio a sus ramas perder la flexibilidad que las
caracterizaba. Algunas incluso se rompieron y cayeron al suelo con estruendo
Sus nidos fueron abandonados, y comenzó a sentir una
debilidad extraña, algo así como una mayor fragilidad. Cada día, la temperatura
aumentaba y sus hojas disminuían. Él sabía que no era normal, pero decidió
mantener su fortaleza y espíritu de vida como lo había hecho por tantos años.
Pero los días transcurrían cada vez más calurosos y secos,
y la naturaleza sufría de forma evidente. Al bosque entero se le veía perder
cada día un poco más de vida y alegría. El verde natural se había transformado
en un marrón amarillento y hosco, desafiante y dispuesto a intensificar aún más
su presencia.
La lluvia permanecía ausente. Jacobo no sabía que estaba
pasando, pero su debilidad seguía en aumento. Afortunadamente, tenía raíces
profundas que le permitían soportar esta inclemente naturaleza. Juan Diego veía
el panorama con tristeza y preocupación.
Su árbol, su querido árbol, estaba muriendo y aunque el
trataba de llevarle la escasa agua disponible, era evidente que no era
suficiente. Pasaban los días y era cada vez mayor la debilidad de Jacobo y la
preocupación de Juan Diego. Nada parecía cambiar y el calor tenía mayor
intensidad. Jacobo llego al punto de inflexión, cuando entendió que la vida
terminaría pronto. Con dolorosa resignación, entendió la ley de la vida y
aceptó su destino. No se imaginó la desgracia que sería para todos su ausencia
y se abandonó a su suerte, impotente, pero agradecido a la vida por todo lo que
le dio.
Mientras el mundo entero se disputaba la verdad o falsedad
del calentamiento global, Jacobo expiró.
Cualesquiera
que fueran las acciones futuras, ya era demasiado tarde para él.