octubre 20, 2015

¡Ah, Las Mujeres!


Para nadie es un secreto que mi sexo favorito es el femenino…

Acabo de percatarme que escribir esta nota va a ser un poco complicado, así que trataré de ser más claro y directo; lo que quiero decir es que las mujeres me gustan más que los hombres…

La última frase (lo he notado ahora mismo) sigue sin aclarar lo que quiero decir. Alguien puede pensar que implica cierta atracción, menor, pero atracción al fin y al cabo a los seres humanos de sexo masculino. No. No es así. Y si lo fuera, honestamente no lo negaría. A estas alturas y en el mundo en que vivimos, no causaría ningún revuelo y a mí al menos no me importaría.

Empecemos de nuevo. De los seres humanos, los de sexo femenino me gustan más porque me parecen más humanos y más seres que los de sexo masculino.

Quizás estoy sufriendo el síndrome de Estocolmo, al haber estado secuestrado por mujeres los últimos cuarenta años de mi vida. Es una teoría con muchos argumentos a favor. He tenido solo hijas, nieta, cuñadas, tías y hasta mucamas viviendo en mi casa desde que tengo memoria. He tenido más jefes mujeres que hombres y creo que en el buen sentido de la palabra, me han querido más mujeres que hombres.

En mi familia paterna, donde la testosterona parece haber sido repartida con mucha más generosidad que en cualquier otra que yo conozca, esta opinión causará cierto revuelo. Insisto en la palabra “parece”, pues a mí no me consta, ya que ignoro cuál es la dosis correcta de dicha hormona, pero algunos de mis parientes lo creen firmemente y otros aún circulan por ahí demostrándolo con hechos irrefutables.

Pero lo confieso, como diría aquel maestro de la comicidad, Pepe Biondi, en su caracterización de Narciso Bello: ¡Las amo a todas! Y no por las razones que muchos varones deben tener en mente en este momento. Los hombres somos el sexo afortunado porque las mujeres lo hacen así para nosotros.

Si miramos a la Historia, los grandes líderes, pensadores, guerreros y poetas han sido hombres. Desde Homero, Aristóteles y Platón hasta Jesucristo, Napoleón, Einstein y Gandhi. Últimamente, personajes que están cambiando el mundo son también varones como Gates, Jobs y Zuckerberg. Melinda, Laureen y Priscilla son unas ilustres desconocidas, esposas de los anteriores que han guardado un honroso anonimato o por lo menos una imagen pública de perfil muy bajo.

Las mujeres parecerían no haber destacado en absoluto. Y me viene a la memoria una graciosa historia que leí sobre la soltería de Cristóbal Colón y que gracias a ella pudo descubrir América. Si hubiera estado casado, hubiera tenido que luchar contra estos poderosos argumentos femeninos, entre otros:

-¿Y por qué no mandan a otro?
-No va a pasar nada si el mundo sigue plano.
-¿Y sólo van a viajar hombres? – ¿Me crees tonta?
-¿Y por qué no puedo ir yo si tú eres el jefe?
-Qué la Reina Isabel va a vender sus joyas para que viajes… ¿Me crees tonta o qué? ¿Qué tienes que ver con esa vieja?

Bromas aparte, esta cadena de pensamientos ha venido rondando mi vida ya hace un buen tiempo. Creo que se debe a la suerte de haber conocido a muchas mujeres extraordinarias en mi vida.

Y estas mujeres son en un sentido absolutamente sublimado de la palabra, más hombres que muchos y voy más lejos aún; tienen unos testículos virtuales más grandes que muchos hombres. Una vez más, en el sentido figurado en que se usa el cliché. Cuando hablamos de alguien que demuestra un valor tremendo, o un carácter de lucha indomable contra la adversidad, se suele decir: “El sí que tiene huevos” o “¡Que tales huevos!”. Y es así como las llamo en la intimidad de una gran amistad: “Mujeres con huevos”.

Cuando veo a una gran señora llevar a su hija al altar el día de su boda, porque hizo el papel de padre y madre, contra todos los reparos y criticas de romper con una tradición inmemorial – Debió haber sido algún tío por lo menos – Pero si yo he visto al papá por allá – ¿Cómo es posible? – yo me siento orgulloso de ser su amigo. Y eso en cualquier lenguaje se llama “tener huevos”

O cuando una gran mujer, de tamaño llaverito y menos de 45 kilos de peso, saca adelante a 3 hijos varones haciendo movilidad escolar y privándose de todo por ellos, ¿qué se puede sentir? Orgullo y humildad, por lo menos. Orgullo, porque me honro en ser su amigo y humildad porque no le llego ni a los talones. Honestamente, y con el corazón en la mano, yo hubiera sido incapaz. Habría fracasado sin duda. Esta mujer tiene por lo menos un par ocupando ese lugar en que muchos hombres alojan un tímido y esmirriado apéndice.

Conozco una dama que tiene 88 años de edad. Esta señora tiene el derecho de hacer lo que la da la gana en la vida. Madre excelente, mujer extraordinaria, estupenda esposa y muy guapa hasta hoy, no se queja jamás. ¿Y que hace? ¿A que dedica su bien ganado tiempo de ocio? A pensar en su viejo de 90. Lo engríe, se preocupa por cualquier nimiedad o tontería que pudiera alterar la tranquilidad de su esposo. Luchó toda su vida por su familia, su marido y hasta por mí.

Otra señora a la que quiero muchísimo, ha criado hijos, hermanos, sobrinos, vecinos y hasta sinvergüenzas como yo. Como todas estas mujeres, se levanta antes que todos, siempre empujando, animando y alentando a todos los que la rodean. De genio muy vivo, no tuvo nunca reparo en usar una chancleta para sosegar a una horda de salvajes que vivíamos en su casa. Me consta en carne propia. ¿Su edad? Solo 92 añitos y ahí sigue, dándole y dándole.

Pero creo que me adelanto. Es preciso explicar cuál es mi corriente de pensamiento y porque he llegado a la conclusión de mis inusuales preferencias.

Nosotros los hombres estamos diseñados para ser agresivos. Es una característica atávica de nuestra especie. Luchamos y competimos para ser el más fuerte, el más hábil, el más inteligente y el más valiente, en resumen, el mejor. Nacemos así. Si vemos otras especies animales, vemos que los machos tienen ese mismo condicionamiento genético. Y me imagino que es parte de lo que era necesario para preservar a la especie. Los alces, los leones, los búfalos y gorilas solo por mencionar algunos. Y el más fuerte se convierte en el líder y es el responsable de proteger a todos los demás. Es decir, de proteger a la especie en lo que le toca.

En cambio, las mujeres están hechas de otra manera que me resulta muy difícil explicar. Porque lo manifiesto con humildad y perplejidad, aunque trato, he tratado y seguiré tratando, me es claro que jamás lograré entenderlas.

Pero bajo el mismo marco de pensamiento, necesitan ser las más fértiles, las más prolíficas y las más fuertes, pues son ellas y no los machos las que realmente perpetúan la especie.

Pongamos un hipotético caso en que tengamos una manada de leones que por alguna extraña razón, haya sido diezmada y haya 10 leones y una leona. Lo más probable es que los machos luchen entre si hasta morir y el sobreviviente quedara tan maltrecho que le será imposible fecundar a la leona. La manada sin duda desaparecerá.
Veamos el caso inverso. Un león y diez leonas. No quiero hacer comparaciones sociales ni mucho menos. Son simplemente mecanismos inherentes a esta especie. El león fecundará a muchas de las leonas y en poco tiempo la manada habrá recuperado su equilibrio ecológico normal. Mejor ni hablar de la crueldad de otras especies como las abejas o la famosa “Viuda Negra”.

Los hombres podremos gobernar el mundo, destrozarnos, masacrarnos o construir edificios y puentes impresionantes, inventar maravillas, escribir como los dioses, ser increíbles fuentes de inspiración espiritual pero la realidad, simple y desnuda es que el futuro está en manos de ellas y no en las nuestras.

Lo que quiero decir es que a los sesenta años seguimos siendo niños jugando en los jardines de la vida, con juguetes más grandes, sofisticados y peligrosos. Las mujeres no. Ellas serán siempre prácticas, con pies en la tierra y enfocadas en las cosas pequeñas e insignificantes que son las que garantizan que la vida pueda continuar. En otras palabras, para que podamos seguir con nuestros juegos peligrosos e irresponsables, mientras ignoramos esas nimiedades que revisten tanta importancia para ellas.

Mi cuñada Gladys, a la que criamos como una hija y que me sacó tantas canas como las otras, tiene tres hijos ya grandes. Su marido, que vive alojado en la estratósfera, reconstruyendo interminables autos antiguos y escribiendo una novela más larga que el manto de Penélope, baja de vez en cuando para cambiarse los calzoncillos y las medias y aprovecha para dictar todas las reglas nuevas para la familia.

Ella me dio la frase exacta que define la dimensión precisa de millones de relaciones de parejas de nuestra especie:

-Ay Gordito, ya tú sabes, pues. Yo le digo que sí a todo lo que Tom quiere, menos a lo que de verdad importa.

Y esta candorosa e inapelable sencillez define genialmente la realidad. Ni Schopenhauer hubiera podido escribir una frase tan pura y poderosa. Así es como es. Y punto.

Para terminar con mi teoría, una prueba fehaciente que estamos construidos de esta manera para preservar la especie es la poligamia. Esta no viene de la mente de algún profeta inspirado (o loco, que muchas veces es lo mismo); es el resultado de los hombres jugando a las guerritas y matándose unos a otros desde la época de Caín y Abel. Por lo que recuerdo, ninguna mujer bíblica mató a otra con una quijada de burro, y las pocas que acabaron con alguien como Judith, fue a un varón, Holofernes en este caso. La biblia está llena de viudas que terminaron desposando al hermano o al tío para preservar la especie.
No hay una sola etnia que en sus inicios no haya sido poligámica, siempre en el mismo sentido, un hombre y varias mujeres.

Estoy seguro que algún iluso pensará que la vida de estos hombres polígamos fue idílica. Lamento “des-ilusarlos”: eso solo ocurre en los cuentos. La inmensa mayoría se debe haber lamentado muchas veces de tener que soportar estos trances. Créanme.

Sin embargo, estamos en el siglo XXI y con algunas excepciones, vivimos en una sociedad donde las condiciones de vida han variado mucho. Las mujeres han usurpado con un éxito extraordinario, lugares reservados exclusivamente para hombres. Son presidentas, doctoras, abogadas, militares, empresarias, poetas, pintoras y cualquier profesión que uno se pueda imaginar cuenta con mujeres. La mayoría lo hace mejor, pues precisa demostrar que puede competir y sobre todo, ganar. El hombre no. Muchos se acomodan en un nivel de confort que les asegure una vida tranquila y que les permita ver la mayor cantidad de deportes posible con la cerveza más agradable y que menos engorde.

Pero lo más importante es que mis amigas mujeres son mucho más interesantes que mis amigos hombres. Y me ha costado mucho darme cuenta. A pesar que mi vida ha sido muy intensa y diera la impresión que soy y he sido un individuo poco respetuoso de las normas sociales convencionales y más bien algo desvergonzado y con una lengua muy larga, lo cierto es que soy una persona muy tímida e introvertida. Ciertas características de mi personalidad vienen a ser como “sabores adquiridos”, necesarias para sobrevivir en este mundo.

Gracias a ello, he podido disfrutar inmensamente de las conversaciones con mujeres, y mientras veo que nosotros los hombres envejecemos y empezamos a limitar nuestros temas de conversación, las mujeres por el contrario parecen ampliar su espectro de temas y lo que nosotros perdemos en sensibilidad y capacidad de maravillarnos, es ganado por ellas. Es curioso. Y no me parece justo. Pero hace ya mucho tiempo que me di cuenta que la vida diaria y la justicia recorren caminos separados.

Hace unos días, salimos a comer con un grupo de amigos que frecuentamos. Como era habitual, las mujeres se sentaron a un lado de la mesa y los hombres al otro.

-¿Qué calor de mierda hoy día, no?
-Felizmente ya llega un frente frio, Lo vi en el reporte del tiempo.
-Lo que necesitamos es que llueva. Mi jardín ya está casi seco,

-¿Viste el partido de los Cowboys?
-A Tony Romo deberían botarlo de una vez.
-Desde que Jerry Jones es el dueño, el equipo ya no es lo mismo. ¡Es un imbécil!

-¿Y Trump? ¿Viste sus últimas declaraciones?
-Lo peor sería que gane Bush. Ya mucho de lo mismo.
-Falta mucho todavía, muchachos…


En menos de una hora, la comida y la sobremesa han terminado. Éramos cinco varones maduros, incapaces de sostener una conversación, en medio de un silencio embarazoso, mientras de reojo miramos a las mujeres que parecen pasarlo en grande, conversando animadamente, con muchas risas y exclamaciones de alegría.

Se podía sentir entre los hombres un aire de envidia y desamparo. No pude evitar recordar mi infancia, cuando mi madre me llevaba a la casa de mis tías, y yo miraba con un sentimiento de abandono las largas y entretenidas conversaciones, esperando el momento en que iríamos a la biblioteca para escoger mis libros.

En una ocasión, me levanté de la silla y me senté entre ellas, harto, cansado de buscar lugares comunes y respuestas monosilábicas. Lo pasé en grande.
No busco conversaciones existenciales ni profundas, sino diálogos simples e interesantes, palabras fluidas, temas navegables en la conversación. Es un placer que creo siempre tuve a mi disposición y no supe apreciar en su totalidad.

Casi al final de esa comida, uno de mis amigos me dijo:

-Creo que te vamos a quitar el carnet del club de hombres…

¡Vaya, un tema interesante! Divertido y ansioso de polemizar, le contesté:

-¡No, por favor! ¿Qué me haría sin el carnet?
-Es tu culpa, por irte a conversar con las mujeres.
-Sí, eso lo sé, Pero lo que te pregunto es qué estoy perdiendo con el carnet.

Un leve desconcierto cruzó su frente. Pero reacciono rápidamente

-¿Cómo que qué? ¡Todo, pues!
-A eso voy. ¿Qué es todo? Dame algunos ejemplos, por favor. El asunto me preocupa de verdad. No quiero perder ningún privilegio ni prebenda propia del sexo masculino, como comprenderás.
-Bueno, para empezar, ya no serás el que manda en tu casa.
-¿Yo? ¿Mandar en mi casa? Si entiendo bien, estaría igual que tú. Porque es evidente que tú tampoco mandas en la tuya. Y eso lo sabemos todos. La única diferencia es que a mí no me importa admitirlo y a ti te da vergüenza.

Fui muy lejos. Mi amigo tenía un semblante demasiado serio para seguir horadando en la herida.

Pero empezamos amigablemente a enumerar los beneficios del club, y casi lo convencí de adoptar el matriarcado:

-¿Pagar todas las cuentas? Si ella quiere hacerlo, alégrate, ya no te vas a preocupar. Dormirás mejor y al final, la plata que sobra la puedes gastar si así lo deseas. El problema es que casi nunca queda…
-¿Que quiere manejar el auto cuando sale contigo? ¡Maravilloso! Te olvidarás de los “iiiiiiihhhhhh”, de sus zapatos a punto de perforar el piso del auto, de los interminables “¡cuidado!” “¡para!”, “¡Ay Dios mío!” y demás cuando ella no maneja. Podrás escuchar música, disfrutar el paisaje, usar tu iPhone, etc.

Y logramos compartir casi una hora de conversación interesante y divertida, al final de la cual, me dijo:

-Te regresamos tu carnet del club de hombres. He incluido una nota que dice “Se dan asesorías particulares”

En resumen, ¡adoro a las mujeres!

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Comment Form Message