abril 19, 2015

Mis Primeros Amigos


Esta es una historia sencilla. Yo soy de la generación del 50, cuando se iba al colegio a los cinco años y no existían las guarderías infantiles o los nidos de pre-escolar. Los jardines de la infancia aparecieron cuando yo era ya adolescente. En esa época, la interacción social de un niño era mínima y usualmente limitada a los hermanos, uno que otro vecino de la misma edad y las eventuales visitas a y de los primos.























Aquellos que han crecido en familias con numerosos hermanos saben que la relación con ellos en los primeros años tiene más de lucha y conflicto que de sentimiento. Para mi hermano Eduardo, al que le llevo un año, cuatro meses y quince días, al que quiero con toda mi alma, y para mí, la palabra "amigo" no encerraba un significado concreto, pero era claro que podíamos ser cualquier cosa, menos eso. Fueron varios años de peleas diarias, interminables, en una rutina perpetua de golpes, moretones y chichones. Creo que sólo éramos solidarios cuando íbamos a cometer alguna travesura que involucrara a ambos, con un sólo mandamiento: "No acusarás". Jamás cedimos y quedábamos siempre a merced del criterio del adulto encargado de disciplinarnos. La verdad es que Eduardo era quien llevaba la peor parte la mayoría de las veces, por su reputación de palomilla y travieso, que la mantenía sin mucho esfuerzo, la verdad.

Muchas veces sin embargo, el autor intelectual era yo, y confieso que jamás asumí la responsabilidad voluntariamente. Acuseta no, pero estúpido tampoco. Si los mayores le echaban a él la culpa, ¿quién era yo para contradecirlos? No, eso era cosa de ellos, mientras yo, mudo espectador, observaba los correazos, latigazos, palmazos, cachetadas y patadas que mi hermano recibía, sabiendo que en la siguiente yo podría ser la víctima.

Eduardo, conocido como "El Gordo", debido a que era considerablemente más robusto que yo, nunca me delató tampoco. Quién sabe si alguna vez musitamos contritamente "yo no he sido, tío" o "mami, yo no he hecho nada", pero ese era el límite impasable al que llegábamos. .

Nuestro padre, cuando éramos ya un poco más grandes, tomó la sabia decisión de pegarnos a los dos. Así no quedarían culpables impunes. El viejo era cojonudo, vehemente y de genio fuerte. Pero Eduardo siguió siendo el más golpeado. Cuando éramos chicos, solía darnos pellizcones en los brazos cuando no manejábamos su mismo ritmo.

En esos días, en el colegio estaba de moda un juego en el cual se sorteaban diferentes roles entre los participantes y era sorprendentemente simple y violento. Entre los cuatro jugadores, se distribuían los roles de Juez, Fiscal, Verdugo y Acusado. Al recibir cada uno su rol, el Acusado era definido por el Fiscal como inocente o culpable y si lo era, recomendaba la pena. El Juez podía confirmar la pena, o modificarla, y el Verdugo era el encargado de ejecutarla. Las sentencias solían ser algo así como dos rojos y tres verdes, lo que significaba dos puñetazos fuertes en el brazo y tres discretamente suaves. La gama de colores iba del morado, rojo, verde y amarillo, de acuerdo a la severidad del golpe. El juego era tan rápido que en menos de una hora, los cuatro jugadores ya tenían ambos brazos morados de tanto golpe. Era perfecto para jugarlo en el ómnibus del colegio, de regreso a casa.

Un día, después de un pellizcón del viejo totalmente injustificado, fui donde mi mamá, y ensenándole el brazo morado, le dije: "Mira como me ha puesto el brazo mi papá". Eduardo, que también jugaba lo mismo, tenía moretones similares, así que nuestra madre tomo cartas en el asunto y nunca más fuimos pellizcados. Pasaron más de dos años antes de emigrar a los correazos.

Yo escuché muchos "¿Dios mío, qué he hecho para merecer esto?", "¡Desahuévate, carajo!", "¿Cuándo vas a aprender?", "¡No escarmientas nunca!", y el clásico de mi mamamita: "Yyyyyy.... ¡Veausteso!". Yo pensaba que era un conjuro mágico no muy efectivo, pues lo escuchaba dos o tres veces al día y nada cambiaba. Tiempo después, entendí que era "Vea usted eso" haciendo referencia a alguna barbaridad que hubiéramos cometido y que parecería digna de verse.

Tenía una regla de unos veinte centímetros que usaba para propinar uno que otro varazo a las empleadas y a nosotros. Le duró poco porque le era muy difícil alcanzarnos. Finalmente, al igual que tantos otros adultos, se dio por vencida.

Mi abuelo, español castizo, solía exclamar "Madre mía, ¿qué negocio es éste?", o "¡Sois unos gamberros!" pronunciados en las mismas circunstancias y con la misma angustia y desesperación en la voz que la mamamita.

Yo no sé si sería porque desde un principio tomamos el castigo físico como parte natural de nuestra infancia o porque preferíamos mil veces una paliza a quedarnos castigados en la casa sin poder salir por un día o más; no recuerdo algún trauma infantil o condicionamiento en nuestro comportamiento a causa de esto.

En el colegio las cosas no eran diferentes. Desde el famoso "ángulo recto" hasta las cachetadas, patadas, puñetazos, varazos y demás. Creo que todos aceptábamos estoicamente cualquier castigo físico, a excepción de las oprobiosas cachetadas. Y siempre había algún cretino, cura o no, que las usaba con el único fin de humillar a la víctima.

No lo justifico y a mis hijas nunca les he pegado, pero me parece mucho menos dañino que el castigo psicológico que se aplica con mucha frecuencia ahora, en que se ataca el auto estima y la dignidad del niño.

"No sirves para nada", "Es que tú no has nacido para estudiar", "Estoy segura que Dios te ha dado otras cualidades, pero la inteligencia no es una de ellas", "Te lo digo por tu bien: acepta que eres torpe, y que nunca vas a poder jugar por el equipo de tu clase", "Inútil", "Ni lo intentes" y muchos más.

Creo que es mucho peor hablarle así a un niño, por dulce que sea el tono o por cariñosa que sea la voz que lo dice. Una amiga de mi hija menor, cuando eran adolescentes, me dijo un día,

  • –Cuando termine el colegio, voy a empezar a trabajar a tiempo completo.
  • –¿No piensas ir a la Universidad?
  • –No, es que soy tonta.
  • –¿Por qué dices eso?
  • –Es lo que mi mama me dice todos los días porque no puedo terminar la tarea.
  • –¿Y no te ayuda? ¿Tu papá que dice?
  • –No, ella sabe menos que yo y mi papá está siempre trabajando.
Quise salir de la casa, buscar a la madre y decirle que era además de tonta, cruel, pero en este país hay que callarse la boca, porque la "privacidad" de los demás es sagrada y me hubiera metido en problemas, incluso con la ley.

La vi hace poco, y es efectivamente, tonta. Fue esa la actitud que su madre le desarrolló, y eso es lo que ella terminó esperando ser. Debería ser un crimen castigado con años de cárcel. ¡Qué fácil es destruir una vida!

Volviendo al tema, tener amigos en esa época antes de los cinco años era difícil e improbable. Los primos los domingos, que además eran hombres y mujeres, no era lo mismo y durante la semana, siempre alerta porque el hermano de uno estaba siempre al acecho para quebrar la tranquilidad del hogar o viceversa, por supuesto.


Crecimos en una casa antigua y vetusta, a tres cuadras de la Plaza Dos de Mayo, a la cual nos llevaban eventualmente por una hora una vez por semana, me imagino para que no se nos olvidara el cielo siempre gris y las flores, pues en la casa no había ni una maceta. Lo que había eran muchos rincones oscuros y misteriosos y armarios gigantescos que sugerían personajes de pesadilla en la penumbra de las seis de la tarde en adelante. No pocas veces me desperté en medio de la noche para visualizar horrorizado a un cadáver colgando a pocos metros delante de mí, siendo uno de los sobretodos de mis tíos colgado a un lado del armario más grande y amenazante que recuerdo en mi vida.
Nunca tuvimos una pequeña lamparita con una tenue luz. La escasa luz que se filtraba nos llegaba por la ventana proveniente del poste de alumbrado público que se encontraba en la calle. Y la puerta abierta de los cuartos en la noche estaba prohibida. Cerrarla para dormir era sagrado, sobre todo si habían dos niños incorregibles e insoportables dispuestos a despertarse al menor ruido y ansiosos de fugarse de la habitación al menor descuido.
Yo desde niño tuve características sumamente contradictorias. Era tímido mas allá de lo normal o aceptable, introvertido, nervioso, extremadamente sensible, muy observador y por otro lado era curioso hasta la imprudencia, tozudo, no terco, amante de la gente y con una necesidad desesperada de amigos y gente que me quiera, además de impulsivo, impaciente, obsesivo y compulsivo. La gran mayoría de estos rasgos de mi personalidad aún permanecen conmigo y me ha costado mucho tiempo y trabajo aceptarlos y tratar de entender como ha sido posible llegar a esta edad con este arroz con mango interno. Aún estoy en la tarea casi a tiempo completo de entender quién soy. Dudo que logre desenmarañar este enredado ovillo de musarañas algún día.

No recuerdo desde cuándo, pero ciertamente fue muy poco después que empecé a hablar, que tenía más preguntas en mi mente que respuestas disponibles a mi alrededor. Mi hermano, mi primer confidente, veía en mis preguntas oportunidades para elaborar alguna trama o por el contrario, sentía que yo lo quería embaucar con alguna. No le faltaba razón, pero nunca pude sacar nada en claro de esas confidencias en nuestros primeros años.
¿Y los adultos? Era un mundo complicado para mí, pero me quedaba muy claro que habían dos tipos de adultos con los que me podía relacionar: los de la familia y las empleadas. A todos los demás, ni las buenas tardes. A todas luces eran diferentes. Muy pronto me di cuenta que podía pedir y ser obedecido sólo por las empleadas. Los adultos de la familia, me daban largas con frases como. "No". "No hay", "Mas tarde", "Cuando tenga tiempo" y el más usado por mis tíos varones" "Ya anda vete, no molestes, oye".

Cuando les hacía preguntas, algunos me miraban como marciano, otros se preocupaban y las comentaban con los demás a la hora de almuerzo. Una tía abuela soltera, la tía Matilde, a la que quería mucho, me miraba con detenimiento y a veces sentía que estaba buscando algo dentro de mi cabeza. Con los ojos vacíos y sin vida y una sonrisa a lo Mona Lisa, nunca me contestó. En todo lo demás era perfectamente normal.

No tardé mucho en comprender que mis únicas fuentes de información serían las empleadas. En mi breve entendimiento, sabía que me tenían que contestar. Es así que mis primeras dudas fueron respondidas con leyendas y anécdotas de la costa y la sierra del Norte, de donde provenían la mayoría de nuestras empleadas, pues la familia de mi madre era de Chiclayo y alrededores. Llenas de misterios, ánimas, tumbas y toneladas de saber popular e ignorancia, fueron convertidas por mí en monstruos imaginarios que hasta hoy no abandonan algunas de mis fantasías.

Y hubiera seguido por ese camino, pero un día llego a mis manos un "chiste". Creo que hasta hoy se les llama así a los "comics" o revistas de historietas en el Perú. Recuerdo que era de "La Pequeña Lulú" y me causó tal impacto que obligué a la María, la empleada de turno a que me leyera el chiste una y otra vez. Entonces descubrí que podía pedirle a los tíos y tías y a mi mamá, que me compraran chistes. Luego encontré el kiosco de periódicos a una cuadra de la casa, cuando me llevaban a la bodega a comprar y ¡vi que podía comprarlos yo! Dejé de pedir chistes y empecé a pedir plata. La pobre María ya estaba harta, pues la obligaba a que me leyera los chistes por horas. Recuerdo las quejas que le daba a mi madre. Pero yo, inconmovible, seguía exigiendo la obligada lectura de chistes cada día, una y otra vez. Solo la dejaba tranquila a la hora de escuchar las radionovelas, como a las seis de la tarde. Eran treinta minutos de "Poncho Negro", treinta de "El Cisco Kid" y una hora de "El Derecho de Nacer" con el malvado Rafael del Junco y el atribulado Albertico Limonta. Las dos primeras eran argentinas y la última era cubana.

El ser humano parece tener una pasión por las historias, cuentos, fábulas o cualquier acontecimiento ocurrido a un semejante. Ignoro por qué, pero desde su origen hasta el día de hoy, el hombre escucha con interés y repite con entusiasmo. Algunos de mis amigos lo llamarían chisme y sí, lo confieso, soy extremadamente chismoso y curioso. Debe ser mi naturaleza humana. Siempre que escucho alguna conversación en susurros, me acerco de inmediato y pregunto casi con angustia: ¿Qué pasa?, ¿A quién, y con quién?, y ese tipo de preguntas.

Baste decir por ahora que encontraba cada historieta fascinante. El Pájaro Loco, el Conejo de la Suerte, el Super Ratón, la Zorra y el Cuervo, Periquita, la Pequeña Lulú, el Pato Donald y todos los personajes anexos eran mis ídolos y fueron ellos mis primeros amigos. Sin saber leer, revisaba cada viñeta hasta la exasperación, esperando que me diera una pista mas para entender con el mayor detalle la trama de la historia.
Poco a poco y a fuerza de leer y releer cada historieta, me fui aprendiendo algunas de las letras, y algunas de las palabras cortas. Fue así que aprendí algunas como "Epa", "¡Oh no!", "Zambomba", pero lo que más me ayudo fueron las exclamaciones. Descubrí que "mmmmmmm..." era una sola letra repetida y que significaba que alguien estaba pensando. Claro que María me lo leía como "eme-eme-eme-eme-eme-eme..." porque nunca había escuchado a nadie emitir ese sonido ni yo tampoco, pero la "m" fue la primera letra que aprendí. Luego siguieron las vocales, y aún recuerdo el día que abrí el periódico (porque a los cuatro años ya no perdonaba ningún papel impreso) y súbitamente un anuncio de un jabón de lavar, "Maravilla", iluminó mi mente y entendí exactamente lo que decía. Nunca supe cómo, pero si hubiera sido mayor y creyente hubiera afirmado que vi la luz.

Me di cuenta que la palabra escrita ya no sería un misterio. Recuerdo también que sentí que nada iba a ser igual de allí en adelante. Y ese es el problema con el saber. Una vez que sabes, ya no se olvida del todo y que mi vida cambiaría. Nunca me imaginé cuánto.

Para mí y mis escasos cuatro años, esta experiencia fue una adicción inmediata. Leí todo lo que pude y lo que no debía también con un apetito pantagruélico. Y los libros empezaron a dejar atrás a mis primeros amigos de infancia. Zorri, Bugs, Porky, Balón y Balín, el gran Tobi y su primo Chobi, apodo con el que me bautizaron en la Universidad, Andy Panda, Donald, Mickey, en fin, tantos y tantos con los que compartí aventuras de barrio, aversión por las niñas y tomaduras de pelo a los otros personajes. Dejé de aborrecer a Pete el Negro y a los Chicos Malos, vi con nostalgia a Elmer Gruñón persiguiendo a Bugs y al Pirata Sam tratando de desplumar al Pato Lucas, sintiendo que aunque nada parecía haber cambiado, todo era distinto. ¡Estaba dejando atrás a mis primeros y mejores amigos!


Pronto cabalgaba con Ben-Hur en el Coliseo Romano mientras estudiaba en Turín con Edmundo de Amicis escribiendo Corazón y jugaba con el primo Charlie de Luisa May Alcott en las tardes de primavera de Massachusetts, pasaba las noches en la selva africana al lado de Bomba, el joven protagonista de la saga de Roy Rockwood. En una palabra, estaba ocupadísimo y no tenía tiempo para amigos infantiles así que poco a poco los fui dejando a un lado.

Cambié los chistes por libros y aunque los visitaba ocasionalmente, mis amigos de los chistes me miraban siempre con tristeza, como diciéndome que no debí haberlos dejado tan pronto. Ellos todavía tenían mucho que enseñarme.

¡Tenían tanta razón!

abril 01, 2015

De Toque a Toque



Alvaro no se sentía bien ese día. Era jueves en la mañana y cumplía 24 años. En el cuarto que alquilaba, concluyó que no era justo sentirse tan solo en un día que debería celebrar con todo el entusiasmo de su edad.
En la oficina nadie lo saludaría porque la lista de cumpleaños por alguna oscura razón, se publicaba siempre un día después. El cumplía años el primero del mes así que los saludos vendrían al día siguiente y ya no era lo mismo. Era como tener comida del día anterior. O como decía la famosa canción de salsa en  esos días: "Tu amor es un periódico de ayer"

Pero había que levantarse para ir a trabajar. En el baño que compartía con las dos hermanas, ambas mayores de 70 años que le habían rentado el cuarto, pensaba con quien podría ir a tomarse unos tragos esa noche y buscar unas pocas aventuras. La cosa no pintaba bien porque era la época del gobierno militar y una vez más, habían declarado el toque de queda a la una de la mañana debido a las protestas por el alza de pasajes, que había causado ya varios muertos.

Carajo, parecía que los cachacos no sabían de qué otra manera impartir el orden. Cada vez que había una protesta, una manifestación o una marcha por las calles, decretaban el toque de queda, con orden de disparar a cualquiera que se atreviera a salir después de la hora.

Alvaro, a quien le importaba un comino el alza de pasajes o la huelga de maestros, tomaba en forma muy personal su rechazo y desprecio a la dictadura. En primer lugar, como personaje habituado a la noche, el toque de queda le afectaba directamente.

Pero esta no era la razón principal de su silenciosa y solitaria protesta. Aborrecía profundamente todo aquello que limitara su libre albedrio. Cualquier imposición, incluso a cosas que ni soñaría hacer, le causaba una reacción inmediata de rebeldía y odio a la autoridad responsable. Con él, bastaba que alguien le dijera que no podía hacer algo para que se le grabara como idea fija la firme determinación de hacerlo.

Un día un amigo le recomendó que no cruzara la calle en medio de la cuadra, pues a él lo habían atropellado por hacerlo. Desde ese día, Alvaro tomó como consigna cruzar la calle de esa manera. A ver si alguien se atrevía a atropellarlo.

Después de la rutinaria  evacuación matutina, siempre con un cigarro, buena lectura y la consiguiente ducha, se sentía de mejor ánimo. Como siempre, estaba tarde y reafirmándose en su absurda rebeldía, tomaba el aseo y arreglo personal con una calma exasperante. Internamente sentía el placer del desafío, ese "a ver que hacen cuando se den cuenta que vuelvo a llegar tarde, carajo"
  
Caminando las escasas cuatro cuadras para llegar al colectivo de la Avenida Arequipa que lo dejaría casi en la puerta de la oficina, seguía pensando qué haría esa noche. Aunque lo había hecho más de una vez, no quería tomarse unos tragos sólo. El necesitaba salir con alguien que no pensara en el trabajo al día siguiente, ni en el toque de queda y menos en el qué van a decir en mi casa.

Era difícil, pues casi nadie era tan desconectado del resto de sus semejantes como él. Alvaro no tenía que preocuparse por nada ni por nadie, y mucho menos darle explicaciones a nadie. Era totalmente libre. Y totalmente solitario, le recordó su conciencia amargamente.

Siempre esperaba un colectivo que tuviera asientos disponibles adelante y en la ventana. A no ser que fuera urgente, nunca subía en el asiento de atrás. Había inventado un juego para mantener sus alborotados y locos pensamientos a raya, y consistía en contar el número de mujeres atractivas en el camino al trabajo. Las reglas para participar eran muy simples: sin límite de edad, raza o vestimenta. Bastaba con que fueran atractivas de alguna manera: sonrisa, ojos, cara, piernas, en fin. El sentía que mantenía una gran amplitud de criterio en este asunto. El objetivo diario era llegar a 14. El 13 era su número de mala suerte. A veces llegaba a contar 35 o 40 y otras no llegaba ni a 5. Era inexplicable lo cual hacía que él creyera cada vez más en las cábalas y augurios paranormales.

Muchas mujeres eran sinónimo de un buen día. Pocas, con seguridad harían un día de mierda. Ese día fue regularón nomás, pero superó las 13 mujeres con lo cual sintió que las cosas no iban a ir tan mal. Nunca se dio cuenta que los números subían y bajaban de acuerdo a su estado de ánimo.

Al entrar a la oficina con casi una hora de atraso, encontró que todo estaba fuera de control. Su único asistente, Toribio, que era en realidad un conserje con más luces de las habituales, estaba contestando llamada tras llamada. Parecía que los procesos nocturnos habían cancelado todos y los usuarios no podían trabajar al no tener información disponible. Acostumbrado a vivir en crisis, Alvaro no se inmutó y empezó a lidiar con el monstruo diario de a pocos.

Su compañero de trabajo, Pepe Lucho, llegaba incluso más tarde que él. Pero había una sutil diferencia. Mientras Pepe Lucho llegaría siempre un poco antes del mediodía y siempre se iría un poco antes de la media noche, Alvaro podía llegar a la madrugada, a media mañana, al medio día o no ir del todo, y dejar la oficina también a cualquier hora o varios días después...

En cuanto al trabajo, Pepe Lucho era casi un genio y no parecía haber problema técnico alguno que no pudiera resolver. Alvaro era una mula de carga que podía soportar jornadas de 48 y 72 horas, casi sin dormir. Claro que después desaparecería dos o tres días sin que nadie supiera de su paradero.

Pepe Lucho llegó previsiblemente casi al medio día cuando la situación se había estabilizado y Alvaro ya respiraba tranquilo. Como era de esperar, la lista de cumpleaños no estaba publicada. Felizmente había hecho tanta mala sangre previamente, que al darse cuenta solo sintió una especie de agria satisfacción por tener razón.

Empezó entonces a tantear si alguien estaba dispuesto a salir de farra ese jueves, con muy poco éxito. Finalmente logró convencer a uno de sus amigos, Tato, para salir a tomar unas cervezas.

A diferencia de él, Tato era un tipo enormemente popular. Todos lo conocían y lo trataban amistosamente con el apodo que había tenido desde niño. Simpático, entrador, muy buen conversador y con cierto atractivo físico que él explotaba al máximo.
Tato era un galán innato. A pesar de tener enamorada, parecía que sus genes lo obligaban a estar permanentemente a la caza de especímenes femeninos. Probablemente algún atavismo que se podía remontar a millones de años atrás. El único problema para Alvaro era el riesgo que a mitad de la noche Tato se fuera con alguna mujer a la que había conquistado. No sería la primera vez, ni tampoco la última, concluyó.

Después de todo, Tato era espléndido, generoso y alegre, así que pasaría unas horas de genuina diversión. Y estaba el toque de queda, lo cual haría difícil que la cacería se prolongara. Estaba decidido: la juerga sería con Tato.

Casi al finalizar el día, y comentando adonde irían, Coco, que tenía menos tiempo que Alvaro en la compañía, preguntó si podía ir con ellos. Parecía un poco extraño porque él  era mas bien tranquilo y tomaba poco, de acuerdo a los estándares de Tato y Alvaro. Era una persona de buen llevar, andar cansino y un tono casi infantil en su conversación. Quizás más que infantil, elemental y básico en sus temas y conceptos. Pero aceptaron, por supuesto. Nunca se le niega a alguien el derecho de salir con gente de la oficina a relajarse un poco. ¡Faltaría más!

Se dirigieron al "Rey Chico", bar cercano, para calentar motores. Era ideal para ello, pues la cerveza era barata y quedaba muy cerca. Alvaro se proponía ir a alguna peña criolla, pero era aún temprano y el "Rey Mago"  era perfecto para empezar. Poco a poco y como siempre, la conversación empezó a girar en torno a la oficina. Por supuesto, siempre había mucho de qué hablar y cada uno tenía la solución a todos los problemas diarios. Después de todo, se sentían muy inteligentes y capaces.

Y es que el proceso de selección de personal era muy exigente lo cual garantizaba que los empleados tuvieran una inteligencia superior al promedio, pero en donde parecía fallar era en las personalidades. Desde personajes completamente antisociales hasta extrovertidos imposibles, sentidos del humor como plomazos hasta los ironizantes más finos. Personajes muy sencillos algunos y otros infinitamente torturados. Hubiera sido un paraíso para cualquier sicoanalista. Quizás en eso se centraba el placer que sentía de trabajar allí.

Alvaro sabía en su fuero interno que él no era como los demás. Había dejado de usar la palabra normal para catalogar a las personas, pero sentía que tenía algo diferente con respecto a otros seres humanos. Siempre estaba pensando que quisiera ser como aquel, o como el otro, o el de mas allá, sabiendo que no estaba dispuesto a cambiar. Curiosa paradoja que jamás supo explicar ni aceptar.

Finalmente a una hora razonable, pidieron la cuenta. Como siempre, especificaron recibo sin fecha, y que el mozo pusiera platos de comida en vez de cerveza. De esa manera podrían pasar la cuenta a la compañía, escogiendo algún día que se quedaran a trabajar hasta tarde, lo cual era usual, pero pasaban los minutos y la cuenta no llegaba. Alvaro se levantó a ver qué pasaba y encontró al mozo aun haciendo cálculos para cuadrar los precios de los platos contra el número de cervezas consumidas. Había llegado casi al final y orgullosamente le presentó su trabajo a Alvaro.

Lo primero que pudo leer fue "Doce Empanadas", seguido de "Siete Porciones de Papas", y así por el estilo. No supo si reírse o gritarle por bruto. Le explicó al pobre hombre que era físicamente imposible que tres personas comieran tan abundante y monótono menú, pero se dio cuenta que sus palabras no llegaban a transmitir el mensaje. El mozo estaba intelectualmente destruido. Tanto tiempo usando su aritmética de secundaria, y el máximo de su creatividad para que el cliente le dijera que estaba todo mal. Pensó en dejar este trabajo y dedicarse a algo más simple.

Alvaro pagó y regresó a la mesa con muy buen humor. El ánimo ya estaba a punto y además tenía una buena anécdota para contar.

Y empezó la jornada. Recorrieron varias peñas criollas y terminaron en un nuevo local que habían abierto en Miraflores.

A pesar que en todos los locales se presentaban cantantes y artistas de cierto prestigio, estaban prácticamente vacíos. Era imposible pedirle a los bohemios que empezaran su nocturno recorrido a las ocho de la noche. Pero el toque de queda había obligado a que aquellos encontraran alguna otra manera de pasar la noche. Alvaro se preguntaba cuáles serían. Sabía que había clubs criollos en los que los parroquianos permanecían dentro hasta las cinco de la mañana, pero había que ser miembro y aunque lo había intentado, no lo había logrado. Fue socio fundador de "Los Michis" en Barranco, pero fue expulsado cuando en una terrible noche le metió la mano a la mujer de Alberto, el dueño, una morena algo entrada en carnes, pero exuberante y sensual. Lo peor es que nunca supo hasta donde llegó esa aventura ya que las lagunas mentales solo le habían dejado unas cuantas instantáneas en el recuerdo. Tuvo que confiar en las referencias de los amigos y los insultos de Alberto.

Al llegar al último local, solo había 3 mesas ocupadas. Quedaban aun dos horas de libertad, y Alvaro decidió que tenían que terminar la noche allí. Basta de perder tiempo yendo de un local a otro. No había tiempo.

Coco había logrado mantener un ritmo de consumo alcohólico bastante aceptable, aunque Tato y Alvaro le llevaban la delantera, pero estaban pasando un buen rato. Alvaro se alegró que no hubieran tenido ningún incidente y que Tato no se había ido a ninguna mesa con mujeres, porque afortunadamente, no las había. ¡Qué bien se sentía con Tato! Habían desarrollado una estupenda relación, abrigada por la secreta admiración que Alvaro sentía por él. Cada vez que habían salido juntos, Alvaro se percataba de esta química que hacía que los atendieran mejor, que las conversaciones fluyeran  agradablemente y que ambos sintieran esa mutua confianza que otorga la buena amistad.

De repente, el presentador anuncia que entre el "honorable público asistente",  se encontraba una dama que era poeta y que había decidido regalarles una poesía de "su inspiración". Los mozos (entrenados para estos casos) y los escasos comensales aplaudieron y subió al escenario una señora de aproximadamente 45 años, aunque muy guapa y ciertamente con un cuerpo muy sensual. Alvaro pensó que el aspecto se debía mas a los ceñidos 'jeans" y a una blusa de seda muy ajustada, pero admitió que la señora estaba de muy buen ver.

Al empezar a hablar, la señora explicó que era una poesía que le había escrito a su hija que cumplía 15 años. Inmediatamente, Alvaro se percató que algo iba a ocurrir. No sabía por qué, ni qué sería, pero la premonición era clara. Empezó a mirar alrededor y lo primero que vio fue al marido de la señora, sentado frente a ella y con un vaso de whisky en la mano. No le costó mucho trabajo deducir que el tipo bebía en exceso. De rostro colorado y la nariz en un matiz más vivo del mismo color, la cara hinchada, el sobrepeso y los ojos salidos e inyectados, asemejaba un sapo despellejado. Su aspecto era repelente y despreciable.


Coco parecía disfrutar del poema y Tato había adoptado la actitud de cazador frente a su presa, lo cual intranquilizó un poco a Alvaro, pero concluyó que aunque la mujer era atractiva, sin duda Tato no se animaría pues estaba con su marido.

Para cuando terminó el poema, estaba seguro que dos personas no habían entendido una sola palabra: Tato y él. Mientras trataba de buscar un tema de conversación desesperadamente, Tato había sacado su lapicero y estaba juntando unas servilletas. Con un escalofrió observó cómo Tato se acercaba a la mesa de la pareja a conversar con ellos, con ese estilo tan amigable y entrador que tenía.

En ese momento le dijo a Coco,

-         Ya nos jodimos. Vamos a tener que buscar un taxi ahora mismo.
-         ¿Pero por qué? No me digas que Tato nos va a dejar botados. ¡Pero si somos sus patas!
-         Mira Coco, no hay tiempo para explicarte, pero créeme. No sé cómo pero nos vamos a quedar botados en pleno toque de queda. Y tú sabes que los soldaditos disparan primero y después preguntan.
-         No, Alvaro, te equivocas. Vas a ver que ahorita regresa y todos tan tranquilos.

No había terminado la frase cuando Tato les hizo señas para acercarse a la mesa. Para sus adentros, Alvaro decidió obedecer. ¡Tato tenía tanto que enseñar!   

Antes de haber llegado, Tato ya había acomodado sillas para ambos y ni bien se sentaron les presento a la peculiar pareja:

-         Muchachos, les presento a esta simpática parejita, Laurita y Ramiro. Han tenido la amabilidad de invitarnos a su mesa mientras yo copio el hermosísimo poema de Laurita. Es tan bello, que le he pedido permiso para compartirlo cuando mi hija cumpla 15 años.

 Alvaro no podía creer lo que estaba escuchando. ¡La parejita casi les doblaba la edad y este huevón ni siquiera tenía hijos! ¿Cómo podía no sólo fingir, sino imaginar una situación en la que le recitaría a su no nacida hija un poema obtenido hace más de 15 años?

Resignado a su suerte, llenó su vaso de cerveza, mientras Tato seguía escribiendo el poema, sentado peligrosamente cerca de Laurita y Coco había entablado una animada conversación con Ramiro. La disyuntiva que se le presentaba era alarmante pues no sabía que podía ser peor, si los avances de Tato o la repentina e ingenua amistad de Coco con Ramiro. Habían empezado a hablar de autos y motores y entusiastamente compartían inútil información sobre cilindradas y caballajes, que marginaron a Alvaro por completo de la conversación, pues eran temas que desconocía casi en absoluto. El uso de términos como torque, octanaje, alternador y otros terminaron de convencerlo que estaba frente a dos expertos mecánicos y que en su condición de lego total, poco podría aportar a tan técnica y árida conversación. 

Se limitó a observar pensando en cuál sería la mejor manera de llegar a su cuarto. Quedaban escasos 45 minutos y la peña ya estaba cerrando. Decidió cortar por lo sano y despedirse antes que fuera demasiado tarde.

-         Bueno, mañana hay que trabajar. Además, está el toque de queda. Me despido.
-         No, Alvarito, ¿cómo te vas a ir? - Tato replicó - Todavía es temprano. Yo te llevo, no te preocupes.
-         No, hermano, gracias. Yo consigo un taxi sin problemas. Te vas a complicar si me llevas.

La mirada de Coco era de gran desilusión. Parecía aferrarse a su nueva amistad con Ramiro como si hubiera encontrado un alma gemela. Alvaro se estremeció pensando que habían salido de farra con un individuo con la edad mental de un adolescente. Eso jamás era bueno y siempre impredecible.
Pero Ramiro, que parecía estar pasándolo muy bien a pesar que las intenciones de Tato eran cada vez más obvias, y probablemente conmovido por la tristeza de Coco, dijo:

-         No se preocupen. Vamos a mi casa. Ahí tengo unas botellas de vodka y podemos quedarnos hasta las 5 de la mañana. Total, esta tertulia es tan agradable que no vale la pena interrumpirla.

Con los ojos vidriosos y visiblemente emocionado, Coco aceptó de inmediato, secundado entusiastamente por la nueva parejita de tórtolos.
Y así, se prepararon todos para ir a la casa de Laurita y Ramiro.

Al salir, Laurita dijo

-         Ramiro, yo mejor me voy con Tato y tú con ellos dos, no vaya a ser que se pierdan. Tú sabes que es un poco complicado el camino a la casa.

Con la suerte echada, Coco y Alvaro se dirigieron al carro de Ramiro, un vetusto Hillman de unos 20 años de edad. Coco se acomodó confortablemente en el asiento de adelante con una alegría que contrastaba con el sombrío talante de Alvaro, silenciosa y oscuramente sentado en el asiento de atrás.

Al encender el auto, un sonido extraño salió del motor. Ramiro simplemente dijo - otra vez la batería de mierda - y se quedó en silencio.

El inefable Coco se puso nervioso y pronunció la frase de la noche:

-         Y ahora, ¿qué hacemos?

A su lado, Einstein replicó:

-         No se preocupen. Ya me ha pasado antes. Vamos a esperar un poquito.

Alvaro sentía que la situación era muy peculiar, por decir lo menos, y le daba muy mala espina. No podía creer que en poco más de una hora, hubiera pasado de divertirse sanamente con sus amigos a estar recluido en el asiento trasero de una reliquia histórica rodante acompañado de Einstein y Newton,  par de genios que se la habían pasado hablando de mecánica y super motores y no sabían qué hacer cuando un auto no arrancaba, con el agravante que ya no había un alma en la calle y en 10 minutos saldrían las rondas militares a patrullar la ciudad.


Y además, ¡la mujer de Einstein se había marchado con Tato en un auto que sí funcionaba!
Ramiro parecía más hinchado y con venas más gruesas en la cara y Coco empezaba a mostrar signos de histeria.

-         ¡Haz algo Ramiro! ¡No nos podemos quedar acá sentados!
-         ¿Qué quieres que haga? Si el carro no arranca, no arranca, pues.
-         ¡Pero vamos a estar a merced de la tropa! ¿Por qué no sales y buscas a un oficial y le explicas la  situación? Esto le puede pasar a cualquiera.
-         No seas graciosito Coco, ¿por qué no sales tú, a ver?
-         Es que tú eres más viejo, a tí te van a hacer caso. A mí no.

Era patético ver a estas dos enciclopedias vivientes de mecánica automotriz discutir opciones sin ni siquiera pensar en abrir el capó del auto o insinuar alguna teoría técnica de solución. Alvaro agradeció a Dios no tener una pistola pues los hubiera acribillado a los dos. Solamente dijo

-         Por favor, cállense la boca. Si tenemos que pasar la noche acá, les sugiero que se acomoden bien y traten de dormir dentro del auto. Con suerte no nos verán, y si nos ven, no nos dispararán, pues se darán cuenta de la situación. - Mirando con disgusto a Coco, añadió  
-         Tú que pareces saber tanto de mecánica, ¿por qué no le das una mirada al motor?
-         No hermano,  yo soy mecánico de taller y mandil blanco. Necesitaría mi instrumental y por lo menos un auxiliar.
-         ¿Y tú, Ramiro?
-         Yo sufro de artritis. No puedo ayudar en estas circunstancias.

Ese fue el momento en que Alvaro concluyó que jamás serían amigos y que al día siguiente empezaría a evitar a este cretino por todos los medios posibles.
Tras un pesadísimo silencio, Ramiro intentó encender el auto nuevamente, y para sorpresa de Coco y Alvaro, el auto arrancó. Tosió un poco, escupió un poquito más y por fin tembló consistentemente, arrancando un concierto de piezas mal ajustadas en la carrocería.

Inmediatamente, empezaron a recorrer el camino a la casa de Ramiro, mientras Coco decía - Ya sabía que San Martincito no me iba a fallar. ¡Mi negro lindo! - a lo cual, ya con el talante cambiado, Ramiro respondió - No hermano, ¡si yo conozco a mi carro! A veces se planta así, pero al final, es respondón, como su dueño.
Y volvieron a ser los grandes amigos de toda la vida que se habían conocido menos de dos horas atrás.

Llegar a la casa tomó menos de 10 minutos y Alvaro se sorprendió que no fuera lo intrincado que había mencionado Laurita. Pensó que esas cosas podían ser complicadas para las mujeres así que no le dio mayor importancia.

Cuando estaban estacionando el auto, Alvaro no pudo encontrar el de Tato. Se suponía que ya tenían que haber llegado, pero no había nadie en la puerta de la casa, y las luces estaban apagadas.

Ramiro dijo

-         No deben tardar. Seguro que han ido a comprar cigarros.
-         No sé, Ramiro, no sé... Me parece que ya deberían estar aquí. Nos hemos demorado como 15 minutos. Tiempo suficiente para que compren y regresen. Me pone nervioso estar afuera a esta hora - Sin duda, Coco no podía ser acertado ni sutil en sus comentarios.
-         Ahorita llegan, no te preocupes.

Sin embargo, Alvaro se preocupó. Mucho. Estaba seguro que la peor de sus sospechas era cierta. Solo trataba de imaginar donde podrían estar Laurita y Tato reconfortándose mutuamente. Permaneció en silencio, pensando febrilmente en qué salida tendría esta malhadada celebración de cumpleaños.

Una vez más, maldijo su mala suerte y le vino a la mente su lamento favorito: "¡Sólo a mí me pasan estas cosas, carajo!". ¿Por qué, por qué? ¡Si sólo quería pasar un rato agradable! No sintió que hubiera forzado la situación sino que por el contrario, trató de evitarla, pero su karma, su sino, su nube negra no podían abandonarlo ni siquiera en un día como éste.

Después de un lapso razonable, mientras Ramiro miraba el reloj compulsivamente, Coco murmuró:

-         Ramiro, esto ya está un poco raro. ¿No les habrá pasado algo? Digo, un accidente, que los hayan detenido, o algo así...
-         Sí, es lo que estoy pensando. Porque Laurita no es así.
-         Así, ¿cómo? - Coco no daba una.
-         Bueno, me refiero que a lo mejor su amigo no la ha querido traer a casa y está tratando de seducirla, o peor aún, de violarla.
-         ¡Ah, no! ¡Me ofendes Ramiro! ¿Cómo puedes creer que un amigo nuestro haría esas cosas?  ¡Haz de saber que Tato es una persona muy decente, incapaz de algo así!
-         No te alteres, hermano. No he tratado de ofenderte ni mucho menos. Estamos tratando de analizar todas las opciones, y esa es una de ellas.
-         Bueno, pero es descabellada. ¡No puedes dudar así de un amigo como Tato, un caballero a carta cabal!

Alvaro no podía entender cómo se encontraba envuelto en esta situación. Un marido cornudo, consciente de su cornudez, un compañero de trabajo, inconsciente de su candidez, una mujer conocedora de su encanto y un amigo ignorante de su mayor debilidad. Y le reventaba que lo incluyeran en la conversación. ¡No quería formar parte de este entuerto! Pero allí estaba. Silencioso espectador desde la cazuela.

Este no era su mundo. Él había sido acólito de chico, el primero de su clase, sobresaliente en conducta y le encantaba la lectura y la vida contemplativa. ¿Qué pasó? ¿Por qué se sentía como un espectador aislado de una escena absurda en la que no tenía lugar ni rol?

Después recordó la atracción irresistible a la vida bohemia, la música, la jarana y tantas cosas propias de la noche. Ni que decir de sus apetitos desmedidos en lo que se le presentara delante. Concluyó que su combinación de genes era muy contradictoria y explosiva. Como si hubieran mezclado a partes iguales al doctor Jekyll y al señor Hyde.

Se preguntó que habría sido de él si hubiera escogido el sacerdocio, como lo pensó más de una vez. Al revisar todas sus inclinaciones mundanas, reformuló su pregunta mentalmente: ¿Qué habría sido de los demás si hubiera llegado a serlo?

El tiempo seguía pasando. Los silencios se hacían cada vez más largos y los diálogos eran cada vez más cortos. Alvaro había decidido guardar silencio. Sabía que cualquier frase que dijera iba a avivar las brasas innecesariamente.

Atrás habían quedado las especulaciones sobre las razones del retraso. Interiormente todos estaban convencidos que lo que nadie quería decir era exactamente lo que estaba pasando.

Pero Coco parecía tener la necesidad imperiosa de dar explicaciones a una situación que en ese momento ya no requería de ninguna.

-         Ramiro, tengo que pedirte disculpas...
-         ¿Por qué? ¿Qué pasa, Coco? - Ramiro, preocupado.
-         Es que me da mucha vergüenza lo que está pasando. Que esto ocurra con uno de nuestros amigos, justo cuando nos acabamos de conocer
-         Coco por favor, cállate la boca, y no te refieras a "nuestros amigos". Ese señor es un conocido mío. Nada más. - Alvaro trataba de salvar distancias desesperadamente
-         ¡Dios mío, que avergonzado que estoy! ¡No sé qué decir!
-         Entonces no digas nada. ¡La estás cagando, Coco!
-         No te preocupes, Coco, no es tu problema. Yo comprendo tu situación y no es tu culpa.
-         Gracias Ramiro. ¡Espero que esto no afecte nuestra reciente amistad, la cual me honra!
-         Tú tranquilo, Coco. Contigo no pasa nada.

Si hubiera podido, Alvaro los hubiera cacheteado a los dos. A estas alturas, cualquier cosa podía pasar. Esperanzado en que Ramiro no tuviera un arma, calculaba que la mejor opción sería que Tato al aparecer con Laurita, terminara con un ojo morado o la nariz rota, pero cualquier alternativa definitivamente implicaba que esa noche no se podría tomar un trago más y egoístamente pensó que era eso lo que más le molestaba.

-         ¿Comprenderán que cuando su amigo llegue, le voy a tener que sacar la mierda, no?
-         Insisto Ramiro, ese señor no es mi amigo. Es amigo de Coco. Yo trabajo con el nada más. - Alvaro se sintió aliviado, pues la frase implicaba que no le iba a disparar un tiro o algo así.
-         Bueno, me corrijo ¡le voy a sacar la mierda a Tato cuando llegue!
-         ¡Mátalo si quieres! A mí me importa un carajo.
-         ¡Alvaro, por Dios! ¿Cómo puedes decir esas cosas? Mira Ramiro, no pierdas la calma. Yo me siento responsable de lo que ha pasado y si es preciso que te la tomes con alguien para desahogarte, me ofrezco como el chivo expiatorio. Bajémonos del carro y pégame todas las trompadas que quieras, hasta que te sientas mejor. Yo creo que eso me va a hacer mucho bien a mí también, porque este sentimiento de culpabilidad me va a acompañar por el resto de mi vida. ¡Qué avergonzado me siento!
-         Coco tiene razón, Ramiro. Bájense del auto y pégale de alma. Así se van a sentir mejor los dos.

 Malignamente, Alvaro pensaba en ese momento que después de todo, Dios existía. Disfrutaría inmensamente de la paliza a Coco y hasta pensó en poner su granito de arena. Lo pensó mejor y se imaginó que el final más feliz seria con Coco y Tato llenos de moretones, chichones y ojos hinchados. Y él observando desde la cazuela, limpio y con una botellita de vodka.

El silencio regresó al automóvil. Desilusionado, Alvaro vio que Ramiro no le pegaría a Coco. Era ya evidente que el desenlace afectaría la dignidad y la imagen de todos los involucrados. No habría una salida en la que no salieran a relucir insultos, odios, prejuicios  y humillaciones mutuas. Además de las probables lesiones físicas.

Quien sabe solo Ramiro y Coco podrían conservar esa tierna y desinteresada amistad que parecía más el inicio de un romance que cualquier otra cosa. No sería la primera vez sin duda, pensó Alvaro. Y se resignó a esperar. No movería un dedo, no diría una palabra más y haría el más discreto mutis posible una vez que el entuerto hubiera concluido.

Unos minutos después, a dos cuadras de donde estaban estacionados, vieron prenderse las luces traseras de un automóvil, que lentamente empezó a retroceder hacia donde se encontraban. Todos reconocieron el auto de Tato, que se detuvo exactamente al lado del de Ramiro, de tal manera que todos los protagonistas estaban a la misma altura y Alvaro podía apreciar a los cuatro desde su asiento en la parte de atrás.

Laurita parecía soñolienta pero con una sutil sonrisa y un delator brillo en los ojos, mientras que Tato, con el pelo ligeramente alborotado, cual chiquillo travieso, mostraba una ingenuidad y un candor casi auténticos. Coco sollozaba sonoramente, con la cara entre las manos y respiraba un aire de vergüenza pegajoso. Ramiro, de color encarnado, los ojos desorbitados y las venas del cuello y la frente hinchadas y gruesas como gusanos de carne molida sobre la piel, parecía a punto de explotar.

-         ¡Se quedó dormida antes de llegar y se acaba de despertar! - Tal fue la frase mágica de Tato. El tono de su voz, la expresión de la cara, todo el lenguaje corporal impelía a creerle, o en todo caso a perdonarle. Alvaro volvió a pensar cuánto tenía que aprender de él.
-         Yo no sabía dónde quedaba la casa. ¡Mil disculpas, no vayan a pensar mal, por favor!

Alvaro ya había bajado del auto cuando Ramiro se acercó al de Tato, abrió la puerta lateral, sacó a Laurita bruscamente, y sin decir una palabra, se metieron a la casa. Una vez más, Tato había salido indemne y bien librado.

Alvaro y Coco subieron al auto de Tato silenciosamente. Sin mayores incidentes llegaron a su departamento. Ni un soldado, ni un policía, nadie en la calle.

Al día siguiente, Tato y Alvaro bromearon sobre el incidente, pero no en frente de Coco. Alvaro no le volvió a hablar y al poco tiempo se fue de la empresa. Curiosamente, fue despedido, no por incapaz, sino por deshonesto. Alvaro se imaginó que aunque le hubiera dado mucha vergüenza, no fue suficiente para hacer lo correcto. Jamás supo de él después de eso.

Los otros dos protagonistas terminaron marcando sus libros de aventuras y volvieron  a las andadas poco tiempo después. Pero siempre recordarían con sentimientos encontrados esta disparatada aventura de juventud.