enero 26, 2013

El “Oficio” de Operador de Computador



Siempre me he preguntado que era exactamente un “Operador de Computador”. Concluí que de acuerdo a los ojos bisoños del público en general era un oficio. Es decir, una habilidad o “skill” que se aprendía como se aprende a ser tornero, electricista o mecánico. 

Pero así como en los años sesenta todo aquello relacionado con la aviación era considerado como una profesión con mucho “sex appeal”, en los setenta existía el mismo concepto para la industria de la información.

Y en esos años IBM era ella sola mayor que el resto de la industria junta. Así que bastaba decir “yo trabajo en IBM” para que la gente pensara que el aludido era un genio, miembro de una nueva generación con un cambio cualitativo importante en la evolución de la especie.

Sinceramente, así me sentía cuando entre a IBM. Y confieso que el orgullo que sienten todos aquellos que trabajaron allí es inmenso.

Pero al final, todos los seres humanos somos iguales. Tenemos similares características y actitudes. Si existiera un Mr. Spock, sin duda seria un paria y probablemente estaría preso, Tenemos virtudes, defectos y actitudes de lo más variadas e impredecibles.

Cuando tenía 20 años, descubrí que cuando me sentía intimidado por alguien, si lo imaginaba en calzoncillos, con medias y zapatos haciendo caca, me era mucho más fácil vencer el temor. Es una técnica que hasta hoy funciona. Con las mujeres no funciona.
Como sea todas tienen siempre cierto atractivo y con algunas me salio el tiro por la culata al trata de aplicar mi técnica. Será por eso que soy tan tímido con las mujeres.

Si estamos de acuerdo que la miseria humana es igual para todos, será más fácil leer este relato.

El operador era la persona encargada de hacer funcionar una computadora gigantesca con muy poca capacidad de recursos y memoria, pero monstruosos para la época. Había que saber dos o más sistemas operativos, conocer de los lenguajes de control, y hacer funcionar impresoras, unidades de cintas y discos magnéticos, lectora de cintas de papel (odioso aparatejo) y otros dispositivos, cada uno de los cuales tenía su “truquito”. Había que trabajar como mula y resolver cualquier problema de los clientes internos y externos, pelearse con los ingenieros de sistemas y los vendedores, que también eran ingenieros y que eran los reyes de IBM.

Ya sea una profesión u oficio, es una especie en extinción. Ya casi no existen y no son necesarios. La tecnología ha logrado que todo sea “no atendido”. En una palabra, los seres humanos ya no son necesarios a ese nivel.

Pero esos años que pasé como Operador y en Producción son de los más ricos de mi vida. Cada día era un desafío, una lucha contra las máquinas y contra un grupo de inteligencias jóvenes, brillantes, ambiciosas y con todas las gamas de tomar el mundo al menor descuido. Casi todos mis grandes amigos y compañeros del Centro de Cómputo han tenido trayectorias estupendas, extraordinarias y sumamente exitosas, tanto dentro como fuera de IBM.

Por alguna misteriosa razón, me gusta pensar que el éxito de todos se debe a todos. Cada día nos desafiábamos entre nosotros y las ansias de competir y ganar, hacían de este ambiente una especie de selva donde la ley de la inteligencia más brillante y la voluntad más fuerte eran los valores primarios. Sin este exhaustivo proceso diario, no hubieran llegado a donde llegaron, de eso no me cabe duda.

¡Pero cómo nos divertíamos! Dentro y fuera de la oficina, andábamos juntos, y muchos de ellos son amigos para toda la vida. Los éxitos y los fracasos eran sentidos y apreciados por la gran mayoría, y nos sentíamos orgullosos de ser parte de IBM, pero en especial, del Centro de Cómputo. Salimos campeones de fulbito y peleábamos todo. En una palabra, había toda una mística dentro de IBM para los “operadores”. Lentamente tomaron control de toda la IBM, incluso a nivel latinoamericano.

Si mal no recuerdo, los últimos 3 Gerentes Generales vinieron de Operaciones.

Lo que pretendo es de una manera muy humilde y personal, recordar algunas breves anécdotas de varios de los que pasamos por ahí. Por razones de prudencia e integridad física, no mencionaré ninguna mía. En fin, aquí vamos.

Quiero recordar al inefable Pepe, que un día lo encontré con un taladro, perforándose la muela, porque tenía caries y no tenía plata. Había puesto en el escritorio unos espejitos que se usaban para chequear los discos y se guiaba por ellos para taladrar. A mi alarmante observación, simplemente me dijo, “No jodas, no tengo plata y me duele, ¿OK?” Se perforó la muela, se puso un analgésico y cera dental y estoicamente, siguió trabajando. Todo un personaje.

Había un muchacho llamado Javier, inteligentísimo, excéntrico, original y amante de cualquier modificador de conducta. Casi siempre trabajaba el turno de noche de 11:00 PM a 8:00 AM. Una noche que me quedé tarde, vi que se sacaba los zapatos, y el overol que llevaba puesto, se puso pantuflas y para sorpresa mía, ¡estaba en pijama! Su respuesta a mi pregunta obvia tenía una lógica irreductible: “¿Cuñadito, que hora es? – Las 11 de la noche - ¿Y que hace la gente a las 11 de la noche? – Se va a dormir - ¿Y para dormir se ponen pijama, no es cierto? – Bueno, si, pero… - ¡Que pero ni nada, yo hago lo que hace la mayoría, me pongo pijama!

Este personaje solo usaba el baño de mujeres, porque era “mas limpio”. Y cuando quería dormir, ya sea porque no hubiera trabajo pendiente o porque estaba “cansado”, subía a la oficina de Gerencia General y se dormía en el sofá, para él, “el mejor colchón de toda la IBM”. Otra vez la lógica.

Una vez lo pescaron en la cafetería a las tres de la mañana. El piso de la cafetería tenía el ascensor bloqueado fuera de horas de oficina, pero él encontró una manera de abrirlo con media puerta a nivel del piso. Cuando el vigilante lo encuentra, en pijama, saqueando la refrigeradora, le pregunta “¿Y usted, que hace aquí? - ¿Yo? He venido a comprarme una gaseosa, pues.”

En una ocasión, el Ejército vino a usar una de las computadoras para correr sus procesos, y trajeron a un cabo, o sargento, al que pusieron a supervisar la impresión de reportes, que era sumamente confidencial. Este joven, por así decirlo, estaba uniformado, y la tela parecía tocuyo o diablo fuerte, pero lo más destacable era el olor a sobaco que desbordaba el ambiente. Ni los moros de Málaga olían tan fuerte como él.

Javier empezó a preguntar a todos los que estaban en la sala de máquinas, uno por uno: “¿Cuñadito, tu te bañas todos los días?” El sargento fue el último, y todos contestaron que sí, obviamente. Entonces, frente al culpable de la pestilencia, Javier suelta la pregunta, a todo pulmón: “¿Y porqué apesta a mierda, ah?”

¡Cómo olvidar a mi amigo Gino, el incomparable Gino! Mi compañero tenía ciertas habilidades extraordinariamente desarrolladas. Resumiendo, tenía una imaginación incomparable para mentir.

Lo tuve en Producción por 3 meses y cada vez que venía un usuario para pedir algún reporte que había cancelado, o que no habíamos enviado a proceso, Gino salía con excusas como que una rata apagó la mitad del Centro de Cómputo porque se comió un cable (lo cual ocurre a veces) o porque el “canal” de las impresoras no funcionaba. Los usuarios no tenían idea de cuál cable era o que diablos era un “canal”. Técnicamente, son hechos factibles, pero el detalle es que no eran ciertos.

Invariablemente Gino les decía que ya había sido enviado a proceso y que en cualquier momento iba a estar listo y que él los iba a llamar. Invariablemente también, esto era falso, y Gino nunca los llamaba.

Un día, ya escamado con el problema, le dije, “Gino, no me importa que mientas, pero cuando mientas, avísame, para ser consistente en la mentira, por favor. – Si, gordo, no te preocupes, cualquier “mecida”, yo te cuento”. Ese mismo día, salíamos ya y le pregunte, “¿Gino, dejaste a procesar el reporte de Don Pepe? – Si, gordo, por supuesto”

Al día siguiente, el reporte no estaba listo y le dije, “¿Te acuerdas de lo que hablamos ayer? Y al toque me mientes de nuevo… - Gordo, yo juraba…” Me place decir que es hoy Gerente de Sistemas en Inglaterra de un grupo muy grande de compañías.

Según sus palabras, la madurez le llegó a los 40. Pero era imposible molestarse con él. Cada vez que se le increpaba por algo apoyaba su cabecita en el hombro del increpante. Y nos hizo cagar de risa por años con sus ocurrencias.

Lo que llamábamos mudanza del Centro de Cómputo era una reubicación de las máquinas para acomodar a un nuevo procesador central, o por adición de diferentes dispositivos. Cada dispositivo, en el mejor de los casos tenía las dimensiones de un ropero de medio cuerpo. En algunos casos podían ser roperos de cuatro cuerpos. Moverlos era fácil, pero conectarlos por abajo del falso piso era otra cosa. Los cables para conectar estos roperos son del grosor de una lata de cerveza, para usar una medida universal.

Hay que trabajar como enanos durante un fin de semana largo para que todo esté listo. Y digo enanos, porque hay que ser enano para poder buscar los cables debajo del falso piso, pero con dedos largos de gárgola para poder llegar a los conectores, fuerza de titán para cargar lo que hay que cargar y jalar y resistencia de puente colgante para poder hacerlo por todo un fin de semana.

Eran requisitos indispensables también poder estar despierto 48 horas y poder tragar como desquiciado volúmenes inmensos de comida chatarra.

Y en cuanto a comida, la cosa era seria. Una noche de sábado el Gerente del Centro de Cómputo, se apareció para ver como iba la “mudanza”, y no tuvo mejor idea que llevar a comer al grupo. Creo que hasta hoy se debe estar lamentando. Apenas sentados, Percy, como siempre, hace la primera pregunta: "¿Y podemos pedir lo que sea? ¿Hay algún límite?" Julio, que no sabía donde se estaba metiendo, dice “No, ninguno. Pidan lo que quieran muchachos”. Inmediatamente Percy pidió el más caro y grande de los platos, uno que era para dos o cuatro personas. Aldo le siguió de inmediato. Repentinamente, Jose, Raúl, Jaime y Juan Carlos hicieron lo mismo. Se propagó como una epidemia. Luego postres, repetir postres, galones de gaseosas, completaban la epicúrea y costosa comida.

La cara de alarma y asombro de Julio era impresionante. Estaba estupefacto. Jamás hubiera pensado que existiera un solo ser humano que comiera todo lo que cada uno de ellos comió. Creo que el asombro era equiparable solo a su preocupación de cómo justificar el costo de esta pantagruélica comida.

En una de esas mudanzas, terminada exitosamente en tiempo record, recuerdo haberle dicho a Gino, “Gino, todo está funcionando, pero el cable que va a la primera unidad de control de terminales, está un poco forzado. ¿Puedes conseguir un cable mas largo y cambiarlo? - Sí, gordo, no te preocupes, yo me encargo”. Me olvidé del asunto. Pasamos 3 días tratando de descubrir porque todo el sistema fallaba intermitentemente.

Finalmente descubrimos que el dichoso cable, al estar forzado, se desconectaba por momentos. Ginito se había olvidado por completo de cambiarlo. Cuando le explique la gravedad del caso, con cara muy seria, se acercó, y puso su cabeza en mi hombro.

Un buen día ingresó un operador llamado Juan. Inmediatamente nos pidió que le dijéramos “Fifo”, que era su apodo, y así se le conocía. Un día le dieron un premio y tenía que ser publicado en los boletines, así que la secretaria de Personal lo llamo y le pregunto: “¿Fifo, como quieres que ponga tu nombre, como Juan o Juan Antonio? – Pon Fifo, por favor – No pues, tiene que ser algo mas formal – OK, entonces pon Señor Fifo”. De esas, una diaria, por lo menos.

En todos mis años de historia laboral, dentro y fuera de IBM, no he encontrado un ambiente más competitivo, agresivo y dinámico como el del Centro de Cómputo. Tampoco he encontrado otro más atractivo e interesante.

Definitivamente no era para cardíacos, y si uno no estaba atento, le pasaban por encima como tropel de elefantes. Era la ley de la Selva, vivir o morir. Los que no se ajustaron, duraron poco. El resto siguió luchando, con la adrenalina al cien por ciento, y listo para entrar a cualquier reto mental que se le pusiera enfrente. No pudo haber habido mejor escuela para ejecutivos, o técnicos o lo que se quiera llamar a las Maestrías o Post-grados.

La motivación, el reto, el placer de ganar y la desesperación por no perder crearon la mayor promoción de ejecutivos exitosos en IBM, y que siguieron creciendo en otras compañías.

Para concluir, el “oficio” de Operador de Computador, si así se le pudiera llamar, es en realidad la “Profesión” de Especialista de Sistemas con mención en Hardware, Software, Telecomunicaciones, Recursos Humanos y Liderazgo.

No es una sorpresa que esté en extinción. ¿Se imaginan el costo de entrenar una persona para llegar a ese nivel?

enero 07, 2013

Los Tíos Peruanos de San Fernando


En primer lugar, el título no se refiere a mí. Aunque quisiera, no podría ser santo. Mi carne y mi voluntad son muy débiles ante las tentaciones.

San Fernando es una calle de Miraflores, en la zona cercana al Malecón de Armendáriz y muy cerca a la iglesia de Fátima. Es también conocida porque en los años 60 y 70 tuvo probablemente el barrio más grande de todo Miraflores. Concurrentes activos al Ovalo Cervantes, donde confluían las calles Aljovín, Núñez de Balboa y San Fernando, eran de acuerdo a un censo verbal que hicimos alguna vez, 53. Esto sin contar los ocasionales visitantes y los miembros del barrio de generaciones menores y mayores, que también solían visitarlo. Los grupos se reunían ya sea frente al zapatero “Chamba” en Aljovín, o al frente, en la bodega de “Itanki”, una pobre mujer china que tuvo que soportarnos por años. En las noches, nos  mudábamos a la esquina de San Fernando y Juan Fanning. Habían muros para sentarse y siempre había alguien en alguno de estos 3 lugares, incluso de madrugada.

Pero San Fernando era también la calle donde vivían mis tíos Ricardo y Concho. En diferentes épocas de mi vida, tuve la suerte de vivir con ellos, y esta historia trata un poco de esas épocas.

Debo empezar con mi padre. Como ya lo he mencionado en otros relatos, mi padre tuvo que empezar de menos cero a los 28 años, con mujer y dos hijos a cuestas. A mí me cuesta mucho hablar de mi padre, porque teníamos personalidades muy opuestas, y nos enfrentamos varias veces. Baste decir solo dos cosas: antes de morir y sin saberlo por supuesto, nos reconciliamos en circunstancias muy difíciles para ambos, y pudimos abrazarnos y decirnos cuanto nos queríamos el uno al otro. Luego viajó a España, ese mismo día, y murió en menos de dos semanas. Lo segundo, es que cuanto más viejo me pongo, más lo comprendo y más lo respeto. Era un gran hombre, cabal en todo el sentido de la palabra, y que a pesar de morir a los 44 años, sufrió, gozó y vivió intensamente.

El trabajo que mi padre consiguió fue como ingeniero de caminos en el Ministerio de Fomento y Obras Públicas de la época. Construyó varias carreteras en la sierra de la Libertad y su jefe vivía en Trujillo. Este señor se llamaba Ricardo y había estudiado en el Colegio de Ingenieros y tenia un par de postgrados en los Estados Unidos. Un tipo muy brillante y exigente, de acuerdo a lo que mi padre me decía.

Recuerdo que cuando lo conocí, yo tenía escasamente 6 años y era un niño introvertido, al que solo le gustaba leer, ver películas y cuestionar todo simplemente por el placer de oponerse a los deseos de los demás. Como a mi padre le costaba mucho trabajo y esfuerzo ir a vernos a Lima tanto como él hubiera querido, en las vacaciones nos llevaba al Norte a pasar con él unas dos o tres semanas. Muy rara vez a los dos hermanos juntos. Primero uno y después el otro. Esto no debería ser sorpresa para nadie.

A los seis años, yo no tenía derecho a intervenir en las conversaciones de los grandes, así que en las reuniones de trabajo, en las camionetas o en el campo, me sentaba calladito a escuchar con interés pues sabia que iba a aprender “malas palabras”. Aprendí toditas. De regreso al barrio me convertí en autoridad semántica.

La rutina no  variaba mucho cuando estábamos en Trujillo. Nos hospedábamos en el hotel “Grau”, en la calle del mismo nombre, tomábamos desayuno en el “Chileno” y nos íbamos a trabajar. Yo aprovechaba para pedirle un par de chistes a mi papá. Casi siempre me los daba, pero a veces no estaba de muy buen humor y me daba el periódico, diciéndome, lee noticias, para que sepas lo que pasa en el mundo. Yo la verdad, leía los avisos, incluso los clasificados de perritos. Eso sí, en el Dominical del Comercio, no me perdía al “Super Cholo”. Era bestial.

Almorzábamos por ahí, y yo me la pasaba leyendo en algún banco, o si estábamos en alguna obra, después de mirar las máquinas y lo que hubiera de interés, me sentaba a leer en alguna piedra.

Comíamos en el chifa “El Gallo Rojo”, abajo del hotel, y de vez en cuando me llevaba a ver una película de Jorge Negrete o Pedro Infante. No es que le gustaran mucho, pero casi todas las películas americanas y europeas eran para mayores de 14. Así conocí a los ya mencionados, a Sarita Garcia, María Félix, Pedro Armendáriz, entre otros.

Un día, después de comer, me dice “Tengo que ir a conversar con mi jefe. Quiero que te portes educadamente, saluda, y no hagas sonseras”. Decirme eso a mí, incluso a esa edad, era mas bien un desafío. ¡Sonseras! Recuerdo que pensé “Muy bien. No voy a hacer sonseras ni nada. Es más, no voy a hacer nada.” Decidido a parecerme lo más posible a un tótem indio, hacia las oficinas nos dirigimos.

Recuerdo que llegaron a la oficina mi papá y el tótem, que no habló todo el camino. Nos recibió un hombre joven, delgado, muy cálido. No encuentro la palabra para decir que era una persona que se veía “en armonía”. Nada estaba fuera de lugar. Se levantó, y muy efusivamente estrechó la mano de mi papa, y este dijo, aquí le he traído a mi hijo mayor. Para sorpresa mía, el tótem estrechó la mano que se le ofrecía y dijo “mucho gusto, ingeniero”. Porque así era como le decía mi papa. Recuerdo borrosamente que le hizo algunas preguntas al tótem, y que yo me negué a contestar, pero el tótem me ignoraba totalmente. Solamente recuerdo que al final de la reunión, le hizo un comentario a mi padre: “Lo felicito Fernando. Su hijo es todo un caballerito”  ¿Quién, yo? ¿Cómo explicar este raro fenómeno?

Así fue que conocí a mi tío Ricardo. Años después me di cuenta que aunque tenía un genio fregado, las personas sentían esa disposición a abrirse y sentirse cómodas con él. Cualidad muy útil y muy difícil de encontrar...

Mi padre se sintió muy orgulloso y yo lo vi tan contento, que me puse contento también. En esos años mi padre sonreía poco. El tótem aparecería después en muy esporádicas ocasiones.

A los 6 años, todos los amigos de los padres son llamados tíos. Es una ventaja, porque se puede tratar de tú a un adulto y lograr cierta familiaridad con estas personas, con lo cual podemos pedirles propina para comprar chistes. Muchas de ellas no las volvemos a ver en la vida. Y se les llama “tíos de cariño”. Cada niño cuenta con decenas de estos tíos, si no es más. Pero en realidad son muy pocos los que se ganan este derecho. Mi tío Pepe, mi tía Luz, mi tío Ricardo, mi tía Concho, son para mí “tíos de corazón”. Es decir, fueron, son y serán tus tíos hasta que te mueras. Hay otros, evidentemente, pero estos son los que mas recuerdo.

Con los años, y a pesar de ambos cambiar de trabajos y progresar, mi tío Ricardo y mi padre se convirtieron en amigos para toda la vida. Ese tipo de amistad que traspasa fronteras familiares y emocionales, y que crea lazos a veces más fuertes que la sangre misma.

Cuando mi madre enfermó, y con mi padre trabajando en Chimbote, los primeros en ofrecerse a tenernos en su casa fueron mis tíos Alberto y Maruja y Ricardo y Concho. Dado que Ricardo era como un hermano para mi padre, fuimos a dar a su casa, como dos hijos más.

En esa casa, jamás me sentí un extraño ni un intruso. Con mis primos, de corazón también, Puchi, Ricardo y Eddie, éramos cinco hermanos. Cuesta trabajo pensar lo difícil que debe haber sido para los tíos lidiar con nosotros. Ya lo he contado antes, pero no exagero al decir que éramos terribles. Le robábamos un helado a la china Itanki cada día, hacíamos barbaridad y media, descuajeringábamos juguetes ajenos, los chistes quedaban destrozados, rompimos cuanto había por romper y mas.

Esto en una casa que era el orden y la limpieza personificada. Todo estaba siempre en su sitio, y asombrosamente, ¡cada cosa tenia un sitio! Comer era un arte que tuvimos que aprender. Nos ponían siete cubiertos rodeando el plato. Sí, siete. Jamás había comido postre con dos cubiertos e ignoraba que la servilleta había que ponérsela en las piernas. Pero aprendimos, y nos sirvió de mucho.

Nunca perdieron la paciencia, nos corregían casi todos los días, en especial la tía Concho, que tenía la casi imposible tarea de lograr que nos portáramos bien. Nunca un grito. Se ponía muy seria, pero trataba de ser justa y no dejarse llevar por los sentimientos. Me imagino que sabría la pena de cárcel que había por asesinar a un niño, pues estoy seguro que ganas no le faltaron.

Cuando murió mi madre, estábamos ahí, y sufrieron con nosotros el dolor de la pérdida. La tía Concho estuvo pendiente de nosotros todos esos días que no nos dejaron ir al colegio.

Pasaron los años y terminé la media en Trujillo. Me fui a Lima, a una pensión a la que iba a ir un gran amigo mío, Miguel, y con el cual ya había compartido otra pensión en Trujillo. Me metí a una Academia, “La Sorbona”, y de puro sobrado, decidí presentarme solo a Cayetano Heredia. Eran 1,200 postulantes, y las vacantes eran 65. Sin embargo, yo tenía mi teoría de por qué iba a ingresar: “De los 1,200, 600 son brutos, de los 600 que quedan, 300 van a estudiar por su cuenta y no en Academia. De esos 300, 150 no van a estudiar nada. Y de los 150 restantes, hay que ser muy piña para no estar entre los primeros 65. Así que ya estoy adentro.”

Quedé en el puesto 148. Huelgan más comentarios.

Ya estaba yo haciendo mis planes para ir a una pensión más cercana a Miraflores para prepararme todo el año, preguntándole a mis amigos de Trujillo. Los que no estaban con algún tío, estaban en una pensión y a ellos les pregunté. Sin embargo, mis tíos nos visitaron para pasar unos días en Pisco, donde vivíamos frente al mar, y pasábamos unos veranos estupendos.

Increíblemente, y para mi asombro total, el tío Ricardo se ofreció voluntariamente para tenerme en su casa todo ese año. No podía dar crédito a lo que escuchaba. ¿Es que no se acordaba la pesadilla que debió haber sido tenernos esos 4 o 5 meses? Pensé que sufría un caso severo de arterioesclerosis, y que la tía Concho impondría alguna moderación ante este imprevisto, espontáneo y terriblemente audaz ofrecimiento. Pero no. Se apresuró a decir, “En el cuarto de los chicos tenemos sitio de sobra, y nos encantaría tener a Fernan de nuevo”. Ella siempre me decía Fernan.

Mi padre opuso una débil resistencia. Como el profesor Jirafales diciéndole a doña Florinda ¿No será mucha molestia? La suerte estaba echada. Pasaría prácticamente un año con mis tíos.

Si la primera temporada fue difícil para ellos, la segunda fue espantosa. Lidiar con un adolescente de 16 años le hace perder la paciencia a cualquiera, sobre todo si era un rebelde solo por serlo, que leía mucho, fanático del cine, y curioso impenitente. Además desordenado, ocioso, obsesivo y pasivo-agresivo, sin contar con esos cambios de humor que ni yo mismo podía explicar.

Por su parte, mi padre, que era también obsesivo y compulsivo, pero del tipo agresivo, decidió no matricularme en una Academia, sino en dos. Por las mañanas iría al Instituto de Ciencias Matemáticas y por las tardes a la Cayetano Heredia, de donde la mayor parte de ingresantes provenía. Algo así como el 90%. Situación por demás injusta y ante la cual me rebelé silenciosamente. Muchos días, en vez de ir a la Academia, me iba a caminar por el centro de Lima, o por el Parque de la Reserva, que me encantaba. En las tardes, me iba al cine, varios días a la semana.

Logré sin embargo, mantener un promedio de notas aceptable. Lamento haber influido en otros postulantes a medicina, a los que arrastraba para que me acompañaran al cine, y que desgraciadamente, no ingresaron.  

Con el tío Ricardo, que se mantenía al tanto de mis ausencias académicas, tenía cada cierto tiempo, conversaciones largas y a las cuales yo asentía en silencio. Pero seguía manteniendo mi actitud. Mi padre estaba histérico, y no sabía que hacer. El tío Ricardo, me consta, lo calmaba y las cosas mantenían cierto nivel aceptable.

Sin embargo, cuanto más se acercaban las fechas de los exámenes de ingreso, mas desesperado se ponía mi padre, y más terco me ponía yo. Mi tozudez llego al extremo de a pesar de haber sido inscrito también en Medicina para la San Marcos, me negué a dar el examen de ingreso, y no lo di.

Unos pocos días antes de los exámenes a Cayetano, mi padre y el tío Ricardo tuvieron una conversación telefónica de la que pude escuchar solo unos fragmentos y en la que mi tío tranquilizaba a mi viejo. A los dos días, me llegó un sobre del viejo, que decía: “Hijo, estoy orgulloso de ti. No importa cuales sean los resultados, te quiero con toda el alma y te deseo mucha suerte en tus exámenes”. Lo que más me tocó en ese momento, es que sabía que era cierto, pero a mi padre le costaba mucho expresar estos sentimientos. Me imaginé el esfuerzo que tuvo que hace por el amor a su hijo.

Esa noche, y todas las noches siguientes, estudié sin parar. Logré revisar todo el contenido del Syllabus para el examen de ingreso, tema por tema.

Cuando llegó el examen, cada uno de ellos, porque eran 3, lo terminé segundos antes de que el tiempo programado se cumpliera. Sentía una confianza y tranquilidad muy reconfortantes. Ingresé en el puesto 37. Recuerdo que uno de mis cinemeros amigos salió en el puesto 1000 redondo…

Hice dos años en la Cayetano Heredia. Vivía, ahora sí, en una pensión. Pero cada vez estudiaba menos y me metía mas en temas sociales, además de vivir la vida loca, de la cual ya contaré algunas  anécdotas. Tenía auto, que mi viejo me había dado, y me había asignado un estipendio muy razonable para mis gastos mensuales.

Logré batir el record, que debe ser histórico hasta ahora, de aprobar más exámenes de aplazados o sustitutorios en la Universidad. De los que recuerdo, me jalaron en Matemáticas I y II, Física I y II, Biología I y II, Filosofía, Psicología, y Química I y II. Siempre pasé, hasta que al final, el Secretario General de la Universidad, que también era amigo de mi padre, ordenó que no pasara. (No es joda, es cierto. El se lo dijo a mi padre después). Saque 8.48 de promedio en el final de Química II. Necesitaba 8.5 para ir al sustitutorio. No lo culpo. Probablemente yo habría hecho lo mismo ahora.

Al final del cuarto ciclo, tuve un enfrentamiento serio con mi padre, y decidió enviarme a España a estudiar. Pasé un año allá y marcó mi vida por muchas razones, pero al final tuve que regresar, cuando lograron encontrarme. Yo andaba perdido casi como 3 meses, en los que nadie sabía nada de mí. No estaba precisamente haciendo obras de caridad y por supuesto, no estudié nada. Fui a la Universidad un día, y termine preso por un día por laberintoso y despotricador de la dictadura franquista. Pero eso es otra historia...

El asunto es que regresé, y las cosas con mi padre fueron de mal en peor. Mi padre alquiló una casa en Lima y toda la familia se mudó a Lima, yo incluido. Un día en que se me había insistido que llegara temprano, llegué tardísimo y ebrio, por usar un eufemismo. Al tratar de abrir la puerta, estaba con tranca puesta. Mi padre estaba en Chimbote, y mi madrastra, por instrucciones del viejo, la había puesto, a ver si así aprendía. Ilusos ellos…

Recuerdo que me dije “Si pasas una noche en la calle, pierdes. Tienes que entrar a toda costa.” Toqué el timbre, pateé la puerta, pero nada. Las ventanas eran muy chicas como para romperlas y meterme por ahí, así que elaboré un plan que sin duda tenía algunos vapores etílicos en sus componentes.

Decidí treparme por un murito que llegaba hasta el segundo piso y de éste, agarrarme de los bordes de la ventana y encaramarme a la azotea. Una vez dentro, no me importaba dormir en el jardín o la azotea, pero el mensaje quedaría claro: no dormiría en la calle. Sobrio hubiera sido muy difícil, ebrio, imposible.

Me desperté en mi cama, con el tío Ricardo a mi lado, que había estado tratando de despertarme. Yo estaba con una camisa blanca de rayas rojas y recuerdo que mi primer pensamiento fue “¡Gané! Miré hacia abajo y me di cuenta que en mi camisa había desaparecido el color blanco y era toda roja.

Ahí sí me asusté, y dejé que me llevaran al hospital, pues inicialmente me negaba a dejar mi cama y solo quería que me dejaran tranquilo. Me había roto el brazo y la mandíbula en dos pedazos que vagaban libremente en la parte inferior de mi cara.

Después de unas cuantas curaciones de emergencia, y mientras se preparaban para operarme, tuve ocasión de hablar largo y tendido con el tío Ricardo. El escuchaba, y hacía una que otra pregunta, pero tuvo el buen tino de dejarme hablar y solté el vómito negro que tenía ya hace muchos años. No dijo nada y me deseó suerte cuando me llevaron a la sala de operaciones.

Cuando recuperé la conciencia, mi padre estaba delante mío, con una cara en la que transmitía un “ya he perdido todas las esperanzas contigo.” Sentí mucho dolor, pero desgraciadamente el orgullo estaba primero y no dije nada.

El tampoco. Me volvió a mirar y se fue.

No volví a ver a mi padre hasta que me dieron de alta, dos días después. Me desperté con un beso de mi padre en la frente. Recuerdo sus palabras y hasta el tono de su voz. “Hijo, perdóname, las cosas van a cambiar de aquí en adelante. Te adoro y eres mi hijo querido. No te preocupes por nada.” Al principio no atiné a nada, pero mientras me vestía, se me empezaron a salir lágrimas silenciosas. No hay duda que la juventud viene con una dosis incalculable de imbecilidad. Las oculté para que mi padre no me viera llorar.

Saliendo del hospital, sentí esa conexión padre-hijo que hacia muchísimos años que no sentía. Mi corazón se llenaba de alegría, y muchas emociones luchaban por salir a flote. En un momento en el pasillo, nos detuvimos y nos abrazamos larga y fuertemente. Ambos teníamos, y ahora sí, sin ocultarlo, los ojos húmedos.

Interiormente, le agradecí al tío Ricardo. El era el artífice de esta reconciliación, y como siempre, permanecía silencioso y detrás de escena. Si no hubiera sido por él, mi padre hubiera muerto con una dolorosa herida en el pecho, y yo la hubiera llevado abierta toda mi vida.

Ese día fuimos al aeropuerto, despedimos a mi padre, mi madrastra y  mi hermana y yo regresé, por tercera vez, a la casa de San Fernando. Gracias a mi amigo Jaime, conseguí un trabajo al día siguiente, y lo hacia con gusto aunque era realmente pesado.

Dos semanas después, mi viejo murió repentinamente. Quien me dio la noticia, en el mismo lugar donde recibí la de la muerte de mi madre, fue el tío Ricardo, cuando yo regresaba de trabajar, muy contento por cierto. Por eso hasta ahora, le temo a los momentos en que me siento muy bien. Fue ahí cuando decidí, en una reacción lógica, pero tremendamente infantil, mandar todo a la mierda... El resto es historia.

Ayer se cumplieron 40 años de la muerte de mi padre. Y dos días atrás, mi aniversario de matrimonio número 33, que publique en Facebook. El saludo que más me emocionó, fue el del tío Ricardo y la tía Concho, “los tíos peruanos”, como ellos mismos dicen, y que son 2 jovencitos de 87 años que aun se conservan activos y saludables.

Esta combinación de eventos me inspiró para escribir este relato. Creo que ellos nunca supieron cuánto y de qué manera afectaron tan positivamente la vida de mi hermano y la mía.

Pero realmente lo que quiero decir va más allá de las palabras, más allá del aprecio y mucho más allá del agradecimiento. Ellos son para mí un ejemplo de amor gratuito y sincero, que nace del hecho de una amistad muy grande. ¿Como se puede agradecer tanto esfuerzo y sacrificio? Es más, ¿Cómo se puede comprender?

Quien sabe por eso valoro tanto la amistad. Porque he visto lo grande que puede ser un amigo, y cuan lejos esta dispuesto a llegar por esa amistad.

¡Queridos tíos, los quiero mucho!

enero 05, 2013

¿Como que no te acuerdas?



No hay nada más frágil que un recuerdo. Los recuerdos son efímeros, elusivos, abstractos, gaseosos y completamente irreales.

Sin embargo, ahí están. Acumulamos en la mente miles de recuerdos cada día y tenemos suerte si al día siguiente alguno vuelve a visitar la memoria. La mayoría, como los “lemmings” se tiran al abismo desde el acantilado de la “memoria de corto plazo” al océano de la “memoria de largo plazo”. 

Muy pocos sobreviven y logran encontrar refugio ya sea en un tablón producto de algún naufragio mental o encaramados en una roca traumática. Están los que encuentran alguna cueva y se esconden allí, en ocasiones para siempre.

Pero los sobrevivientes, ¡regresan! Claro, ya no son los mismos; han tenido que convivir con otros, luchar, agonizar, nadar, trepar, caerse y levantarse innumerables veces. Algunos incluso han podido encontrar un lugar cálido y confortable donde pasarán casi todo el resto de nuestras vidas y morirán con nosotros. 

Otros vivirán solamente unos meses o años. Hay también los de minutos o segundos, condenados a una vida muy corta, porque además están los depredadores que se alimentan de ellos, desde el suicidio de una pequeña neurona a un tiburón como el Alzheimer o el Cáncer.

Aquellos que regresan, vienen ataviados con trajes diferentes, mezclados con otros o en una incomprensible simbiosis en que recuerdos de 20 años atrás conviven con otros más recientes o antiquísimos.  

Quizás esta sea la clave para poder escribir un relato. Y quizás sea también la razón por la que algunas personas desean hacerlo. Algunos recuerdos regresan, en grupo o solos, alterados, desesperados por poder encontrar un lugar donde descansar, pues la memoria no es un lugar cómodo para ellos. 

Yo me imagino a mi mente como una ciudad con millones de habitantes, algunos, por supuesto, muy ricos y que albergan los recuerdos que tienen con ver con mis vicios y virtudes mayores o los conceptos básicos de supervivencia, como por ejemplo, “El fuego me quema, cuidado”; una clase media, que se pierde en el anonimato, pero vital, la que me recuerda “Tienes trabajo mañana”. Debe ser la zona donde viven las ideas generales de las cosas, pero la gran mayoría vive en zonas completamente tugurizadas, donde se encuentran todas esas cosas que uno no comprende y que le vienen a la cabeza sin ton ni son. Mendigos con vestimentas robadas y hechas harapos, loquitos deambulando, ladronzuelos en busca de algo de que alimentarse…

Como en cualquier ciudad, uno evita acercarse a las zonas pobres. Se sabe que la tasa muy alta de crimen, los limosneros, los vendedores ambulantes o solo la vista de esas partes de la ciudad, no son recomendables. En la mente estos son los asaltos en que uno repentinamente recuerda algo que hizo (o no hizo); o las depresiones y esos momentos en que uno no quiere hacer nada. 

Lo que ha pasado es que sin saber cómo, se ha terminado en los barrios bajos. 

Las mentes de otras personas deben ser sumamente organizadas y limpias. No lo sé. La mía está completamente tugurizada y tiene todos los componentes de una gran metrópoli de país subdesarrollado, con los problemas exagerados y descontrolados.

En resumen, debo concluir que es imposible obtener una imagen fiel de la realidad. La absoluta seguridad que tenemos de recordar algo tal cual, es una quimera. Una de esas mentiras universales que terminamos creyendo a pies juntillas, sobre todo porque estamos segurísimos que así fue que paso. 

Por eso, no creo en los testigos presenciales. Empezando por mí. Mis relatos nacen de mis recuerdos, y no puede haber ni siquiera lo que se llamaría “realidad poética narrativa”, en la que uno justifica lo que no se acuerda por embellecer la historia. 

No. Yo hablo de lo que uno recuerda. Con absoluta certidumbre, no ocurrió como uno lo recuerda.

Creo que la finalidad del recuerdo no es reproducir fielmente la realidad. Por el contrario, creo que su intención es crear una imagen en que sólo lo que importa debe figurar. Y esto porque su finalidad es otra; es traer a la mente y al cuerpo uno o más sentimientos, de pasión, tristeza, alegría, terror, compasión, ternura, dulzura, amargura y otros en cualquier orden o combinación y en cualquier dosis de cada uno.

Necesitamos de los sentimientos tanto como del aire, al agua o la comida. Sin ellos, no seríamos humanos. La inteligencia, la rapidez mental, la agudeza intelectual, la capacidad de abstracción son características del hombre, y son importantísimas. Pero no son las que hacen al ser humano.

El habla, la escritura, la música, la pintura y todas las artes, la tecnología y la ciencia, son manifestaciones del hombre.

Pero lo único que distingue realmente al ser humano está en su nombre: humanidad. Se es hombre antes de ser músico, antes de ser científico, antes de todo. Y quiérase o no, la humanidad es el comportamiento nuestro ante la realidad que se percibe y que regresa en forma de sentimiento vestido de recuerdo. 

Por eso, ante la misma circunstancia, las personas no reaccionan igual. Sus recuerdos y por tanto sus sentimientos, son diferentes y de ahí que actúen de diversas maneras. 

Ante la misma realidad, sin duda habrá alguien que mate y alguien que muera. Es así de duro, pero es así de simple…

Quería escribir esto que difiere del contenido normal de mis relatos y crónicas, porque necesito aclarar enfáticamente que mis recuerdos son recuerdos y no realidades fieles. 

Mi memoria puede tener mucho espacio, pero no conserva fidelidad en modo alguno, y me juega malas pasadas terribles. Es más, lo diré claramente: 

“Mi mente es un caos absoluto y total, con un toque de alegre ironía, uno de amargura y otro de tristeza”.

Obviamente, lo que albergo en la memoria no son muchos recuerdos, sino muchos, muchísimos sentimientos. Pero creo que es importante para mí compartir estos sentimientos que muchas veces no puedo controlar.

Y eso es lo que trato de poner en mis relatos. Sean verdad o no.