Domingo. 6:30 de
la mañana. Tomándome un café bien cargado disfrutando el amanecer en el jardín
de mi casa. No importa donde sea, ni que estación es, un amanecer es siempre
algo maravilloso. Si el día va a ser soleado o nublado, no importa. Importa
después, pero no al amanecer. La luz que empieza a iluminar todo suave,
delicadamente, imperceptible pero implacable, destruye todos los misterios de
la oscuridad, esas siluetas que se adivinan y que alimentan la imaginación de
cualquiera que simplemente desee observar este diario y magno acontecimiento.
Todo el mundo se despierta, los pájaros vuelan en todas direcciones, otros
cantan, las hormigas empiezan su esclavizante
jornada de 14 horas, sin sindicato ni pliego de reclamos y con una
motivación mas allá de sus cortas vidas, los perros ladran, veo a los venados
atrás de la cerca de mi jardín. Siempre salen en grupos de 8 a 10, a tomar el
rocío de la hierba. Junto a ellos, las ardillas, y otros mamíferos pequeños
también empiezan a aparecer. Los gatos, los búhos, los mapaches y las
zarigüeyas se retiran a dormir…
En realidad, todo
el mundo se despierta, menos mi mujer. Ella todavía conserva esa bendición de
poder dormir más allá de las 9 de la mañana sin problemas, cuando sus
obligaciones se lo permiten. Yo creo que abusé de esa bendición de una manera
tal que me ha sido negada hace ya varios años. Muchos amigos y compañeros de
estudio y trabajo pueden dar testimonio de lo que digo. Si ahora logro dormir 4
horas seguidas, soy feliz. Y si después de despertarme por primera vez en la
noche puedo dormir 2 o 3 horas mas, llego al nirvana onírico.
Por tanto, y dado
que invariablemente voy a estar
despierto muy temprano, decidí hace tiempo que lo iba a disfrutar, y casi
siempre lo hago.
Este domingo era
especial. Ultimo día de vacaciones, en las que habíamos pensado ir a Lima, pero
circunstancias imprevistas nos obligaron a posponer el viaje hasta el próximo
año, y nos fuimos a Wichita a visitar a
mi hija menor Jenny, mi espíritu libre y
la artista de la familia. Independiente
y con opiniones claramente definidas sobre todo lo que hay en este
mundo. Es una versión actualizada de Marita con el añadido de todas mis taras y
defectos, que en ella parecen ser encantadores.
En Wichita
también viven mis dos cuñadas, Gladys y Carmen Rosa, hermanas de Marita. Ambas
son un poco peculiares, por decir lo menos. Mientras Gladys es un torbellino
que no para y que quiere hacer mil cosas a la vez, todas conmigo acompañándola
y llevándome al límite del agotamiento,
Carmen Rosa me vuelve loco con problemas de personalidad múltiple en su
PC. Siempre que reviso su PC, encuentro todo normal y funcionando
perfectamente. Corro todas las pruebas que puedo y no falla en nada. Apenas me
voy, me llama para contarme que su máquina se apaga, se cuelga, que los iconos
desaparecen y que no puede hacer nada con esa máquina. He llegado a la
conclusión que apenas la dejo sola, la PC deja de ser el Dr. Jekyll y se
convierte en Mr. Hyde. No hay otra explicación.
Tengo también un
par de primos hermanos, sobrinos, sobrinos nietos, así que aunque Wichita no es
un paraíso turístico, hay razones poderosas para ir por lo menos una vez al
año.
En resumidas
cuentas, lo pasamos estupendamente. Nos invitaron todos los parientes a comer,
los casi suegros de Jenny, mis primos,
sobrinos y por supuesto, Gladys y Carmen Rosa.
Sumido en estos
pensamientos y disfrutando el momento, caminaba lentamente en mi terraza, sin
zapatos, como siempre. Eso de andar sin zapatos es una reafirmación infantil de
mi rebeldía. Desde que tengo memoria, recuerdo a mi abuela y a mi mamá
gritándome: ¡No camines sin zapatos, que te vas a resfriar! Creo que esa frase
junto con ¡Anda a bañarte!, fueron las que más escuché de chico. No recuerdo
haberme resfriado jamás por andar sin zapatos, e inventé mil métodos para
engañar a los adultos y evitar bañarme.
Marita se las
sabe todas y rara vez logro engañarla y no bañarme, pero eso de caminar sin
zapatos, sigue siendo parte del escaso terreno que logro controlar. De nada han
servido las innumerables pantuflas, zapatillas y otros aditamentos. Sigo
andando sin zapatos cada vez que puedo. Me he roto como 5 veces algún dedo del
pie, por patear una silla, mesa e incluso el marco de una puerta. Este
último fue horroroso. Ahora, la razón
por la que ella no quiere que ande sin zapatos es porque ensucio las medias
blancas, que son las que mas uso y las dejo inusables en menos de dos meses.
Como que les crece suela o algo así.
Volviendo al
tema, hacía ya un tiempo que mi rodilla izquierda me molestaba al momento de
levantarme y empezar a caminar. Una vez que caminaba, el dolor desaparecía,
pero inevitablemente regresaba la siguiente vez que me levantaba. Me tomaron
radiografías y el diagnóstico fue falta de líquido sinovial. Es decir, la
articulación no tenía el lubricante necesario para funcionar adecuadamente.
Cuando le pregunté al médico, me mandó
al especialista. En este país es así. A no ser que sea una gripe o algo
sencillo, lo mandan a uno a hacerse análisis y en función al resultado, lo
derivan a un especialista. El médico general es una especie de administrador
que centraliza todo lo que otros diagnostican y hacen.
Al principio era
chocante para mí, pero uno se acostumbra a todo. Las primeras citas que tuve
con mi médico, todas fueron idénticas. Primero esperaba unos 45 minutos, luego
me llamaban y una enfermera me pesaba, me tomaba la presión, la
temperatura y me preguntaba la razón de
mi visita. Apuntaba todo en un folder que terminó siendo muy voluminoso, y me
llevaba a una salita con sillas y una camilla. Me llamó la atención ver
revistas pero después entendí: Había que pasar en esa salita otros 30 minutos
antes que el doctor apareciera. Una vez que el doctor, o doctora llegaba, ni
hola, ni disculpas ni nada, simplemente ¿Qué lo trae por acá? Me provocaba
decirle que estaba practicando mis ejercicios de tolerancia, pero decidí que no
era una buena idea. Uno explica lo que tiene, el médico toma nota e
invariablemente me mandaba a hacerme análisis de sangre, orina, y algún otro.
Aprendí a ir sin desayuno para no tener que regresar otro día. Una pastilla
para los síntomas inmediatos y regrese en una semana para ver los resultados de
los análisis. Ni me tocaron. Ni me abrieron la boca o me auscultaron con el
estetoscopio. ¡Ni la mano me dieron! Ver un estetoscopio en uso tomó más de 6
meses y la primera vez que me miraron las orejas, que se me tapan con
frecuencia fue casi al año. Finalmente aprendí a sacarme el toffee yo solito.
Conseguir una
cita con una semana de anticipación es un poco aventurado. Usualmente toma dos
o tres semanas conseguir la siguiente cita. Considerando que la primera vez ya
uno esperó un par de semanas por lo menos, cuando los análisis están listos,
uno se ha muerto o se ha curado. Para los gringos el sistema funciona perfecto.
Llaman, concertan la primera cita, esperan pacientemente, se hacen los
análisis, viene la segunda cita que anotan concienzudamente en su agenda
mientras archivan los recibos del médico y la farmacia, van a la segunda cita,
y de ahí si es necesario 3 semanas después, al especialista que mandará mas
análisis (mas específicos, obviamente) y esperar otras 3 semanas para conseguir
otra cita. Aparentemente las enfermedades entran también al proceso de
suspensión animada en la agenda. Nunca tuve una así, y ningún gringo me ha
querido dar el secreto.
Como yo no tengo
agenda desde hace ya unos años, voy al instinto y confiando en la memoria, que
cada vez están peor. El instinto me dice cuando pierdo mi tiempo y la memoria
mas o menos cuando tengo que acordarme de ir a una cita. Ambos andan medio
deteriorados por los años, así que es casi como jugar a la tómbola o quien sabe
a la ruleta rusa. Pero la verdad, me subleva tener que esperar 3 o 4 meses para
tener un diagnóstico.
Los remedios son
otra aventura. En primer lugar, para poder afrontar los gastos que significan
las 4 citas, los 2 juegos de análisis, y los remedios, hay que tener seguro.
Sin seguro médico, no hay manera de cubrir todos estos gastos, así que es
importante que la compañía para la que uno trabaja tenga seguro médico.
Nosotros pagamos solo 350 dólares mensuales por el seguro de Marita y mío. Es
barato en este medio. Por supuesto, los remedios tienen que ordenarse de un
mayorista, nombrado por la compañía de seguros, y los médicos también tienen
que estar en “La Lista”.
Hace como 4 años
tuve un problema con una costilla por estirarme demasiado para entornillar una
madera de la última repisa de mi hija menor, para que ella pudiera colocar su
par de zapatos numero 400. Ella tenía por entonces 21 o 22 años. Yo en 60 años
no creo haber tenido ni 40… Medias si, como 2,000.
Me llevaron a
emergencia, me dieron una pastilla para el dolor, unos desinflamantes, y
radiografías, y me cargaron 2,800 dólares.
Al llenar los
formularios, el seguro me exigía que identificara al causante del accidente,
que no era otro que yo. Aparentemente, alguien tiene que ser el culpable, y no
yo. Debe ser la idiosincrasia americana, o quizás que no son tan torpes como
yo. Tanto insistieron que terminé
echándole la culpa a una Ford Explorer blanca cuyos últimos números de
placa eran 22. Y el que manejaba era negro. Paso tan rápido a mi lado mientras
yo iba por la vereda, que me aventó una andanada de nieve, con lo que perdí el
equilibrio y caí.
Gracias al
seguro, solo pagué 50 dólares y el día que agarren al negro, lo voy a enjuiciar
por irresponsable.
Volviendo a mi
jardín, estaba mirando el amanecer, tomándome un delicioso café, y pensando en
que la vida es bella, caminando lentamente, cuando repentinamente, escucho un
sonoro crujido a mi lado izquierdo y siento en cámara lenta que me desplazo
hacia el suelo. El dolor es agudo y profundo, y yo como un imbécil, me preocupo
de la taza de café. No porque se vaya a romper, porque hace ya tiempo que uso
uno de esos semitermos de acero, sino porque voy a tener que servirme otro.
Como tiene tapita, logro ponerlo derecho antes de que se derrame todo. Durante
estos escasos diez segundos, el dolor de la rodilla me llega al cerebro con
intensidad brutal. Es uno de esos momentos en que pienso “ahora si me cagué”,
es decir, se atraviesa el umbral de lo tolerable, y uno sabe que la cosa es
seria.
Como macho que se
respeta, decido hacer lo que un hombre debe hacer en momentos como este: buscar
el teléfono para llamar a mi mujer. Ella está en el segundo piso y me contesta
con su voz de dormida: ¿Alooo…? En total control de la situación, lo mas
varonil y calmadamente posible, le digo: “Amor, creo que me he roto la pierna y
estoy tirado como costal de papas en el jardín”. Lo que mas me molesta es que
después, cuando recuerdo esto, siento que si ella no tuviera el corazón de
leona, ya la habría matado de un infarto.
Cuando teníamos
dos años de casados, me vino un dolor al pecho, y lo primero que se me ocurrió
es firmarle un talonario de cheques en
blanco, “por si acaso”. ¡Que bestia!
Durante nuestro matrimonio, su coraje y mi
hipocondría han tenido muchos encuentros, algunos de ellos muy amargos. Soy
especial, lo admito: he tenido
enfermedades extinguidas, como la verruga peruana, o quistes pilonidales, donde
empieza la raya (rarísimos, por lo menos del tamaño que era este) y un
trastorno nervioso que me convertía en una batería gigante. No es broma, fue
detectado por el viejito Garrido Lecca en la Clínica Americana. En los tiempos
de escasez de agua en Lima, instalé una ducha eléctrica en el baño de abajo de
la casa, y me bañaba ahí todos los días. (Bueno, casi) El único problema es que
la instalación era un poco defectuosa y yo hacia tierra cada vez que me bañaba.
Omar Torres sabe cuantas laptops malogré en esa época. Me bastaba con tocarlas.
Pero también he
sufrido síntomas imaginarios de cáncer al estomago, infartos múltiples, tumores
a la cabeza, parálisis de miembros, demencia senil, amén de úlceras (que sí
tuve, pero no tantas como yo pensaba), septicemias, un poco de todo, la verdad.
Esto aparte de la bipolaridad y la depresión. Baste imaginar lo que es vivir
con alguien así: aterrador pero entretenido. Por eso la quiero tanto. Debo
aclarar que nunca se ha aburrido con esos incidentes.
El dolor ha
bajado de intensidad, y lentamente con ayuda de Marita, logro incorporarme y
entrar a la casa con mi café. Es evidente que tengo que ir a emergencia, pero
mi hija ha quedado en traer a Abigail temprano, así que me tomo unas pastillas
para el dolor, y decidimos esperar. Todo es cuestión de prioridades y yo no
había visto a mi nieta en dos semanas. 3 horas después, es evidente que Mónica
no va a venir, así que enrumbamos al hospital.
Al llegar,
paramos en la puerta y me bajo mientras Marita va a cuadrar el auto. Cuando no,
puerta equivocada. Tengo que caminar como 100 metros. Rápidamente, hago un
escenario mental de muebles y paredes para poder llegar sin arrastrarme. Suena
como una buena idea, pero no lo es. A los 10 metros, estoy parado como flamenco
gordo, en una pata, y sin saber a donde ir. Decido avanzar, pasito a paso, muy
lentamente. Cada paso es un ramalazo de dolor, y dolor serio. No hay un alma a
la vista…
A estas alturas,
hasta con un enano me conformo. Dios, la vida o alguien, ha decidido que mi
vida debe ser un chiste, o mejor aun, una comedia de humor negro.
No he terminado
de pensar desesperadamente en el enano, y se aparece un enfermero gigantesco,
una especie de Hulk, pero rosado. Se ofrece a ayudarme, y me carga del lado
derecho. Le grito “al otro lado, al otro lado”, con lágrimas en los ojos y me
llevó prácticamente cargado a emergencia. La recepcionista, no muy brillante
ella, me da una tableta con papeles para llenar y me indica que tome asiento.
Para tomar asiento tengo que caminar, y no puedo. La miro, con esa mirada
crítica a alguien que no tiene muchas luces, pero no surte efecto. Su cara
vacía y sus ojos perdidos en la inmensidad del monitor. Es inmune. Felizmente,
llega Marita, y me lleva a una silla. Ya son casi las 11 cuando termino de
llenar los papeles, y a esperar se ha dicho. Hay una sola persona en
emergencia, y que no parece estar en una. Una señora mayor, muy compuestita.
Me pongo a ver
televisión, resignado a esperar y sin ganas de pensar u observar a nadie. Solo
quiero que me pase el dolor y echarme. Pero está visto que no va a pasar lo que
yo deseo, al menos no en un futuro cercano.
Escucho un
alarido espantoso, y veo que afuera, en la entrada, hay un negro vomitando en
el basurero. Una negrita entra corriendo y le dice a cara vacía que atienda a
su negro. Cara vacía pregunta textualmente si el puede ingresar a emergencia
por si solo. La negra dice que si y le ordena que lo lleve a recepción para
llenar sus datos. Mientras tanto, el negro sigue gritando y vomitando afuera.
No me parece que fuera a entrar y llenar sus papeles educadamente, como yo sí
lo hice, y la viejita también.
La imagen de esta
pareja es curiosa. Estatura mediana, morenos claros, zarrapastrosos, flacos,
flacos, flacos, y con aspecto rasta. El short de él estaba por debajo de las
nalgas y felizmente el calzoncillo no era blanco, o al menos, eso parecía. Ella
parecía estar en pijama, y ambos tenían el pelo largo, enrulado en innumerables
trencitas. Parecían jamaiquinos, pero
puedo equivocarme. Por la actitud, parecían más de New York.
Una vez dentro,
el negro se tira al piso. Yo pensé que lo iban a poner en una camilla, pero no,
lo dejaron ahí tirado mientras gritaba como si se estuviera muriendo. Aquí en
Texas, a los neoyorquinos no los miran muy bien, pero me parecía demasiado que
no atendieran al pobre hombre. La negrita llenaba los papeles, y el seguía
revolcándose de dolor. Una vez que terminó, se los dio a él, y el negro se
levantó y muy circunspectamente, fue a recepción, entregó los papeles y
preguntó, con un tono de voz muy normal: “¿Me pueden atender pronto? Me siento
mal del estómago”. La respuesta invariable de cara vacía: tome asiento. Ya lo
llamaremos.
En vez de tomar
asiento, caminó lentamente al fondo y se volvió a tirar al suelo a gritar como
primerizo de parto. Repitió esta rutina cada 15 minutos por 2 horas. Al cabo,
todos sabíamos que no se iba a morir y solo queríamos que dejara de gritar.
Finalmente se lo llevaron y desde afuera podían escucharse sus gritos. Parecían
seguir el mismo ritmo. Mientras tanto, la viejita ya había entrado también, y
había muchas mas gente esperando. El dolor no me dejaba tranquilo, así que me
acerqué a cara vacía y le dije que no me importaba esperar, pero si me podían
dar algo para el dolor. Una pequeñísima luz apareció en sus pupilas, como si
pudiera reaccionar a algún estímulo externo, pero se extinguió de inmediato. Me
dijo que tenía que ir a la farmacia. Le dije que para que me dieran algo en la
farmacia necesitaba una receta del médico.
Volvimos a la frase del día: tome
asiento. Ya lo llamaremos. Dentro de la aparentemente simple estructura mental
de esta persona, hay algo extraordinario y sumamente complejo: la capacidad
innata de volver siempre al principio con 2 o menos respuestas. La siguiente
respuesta es sin duda, tome asiento. Ya lo llamaremos.
Desafío a
cualquiera a tener una conversación en la cual después de dos argumentos, pueda
uno encontrase iniciando el ciclo nuevamente y así ad infinitum. No, no es fácil.
¡Me toca, me
toca! Me sientan en mi silla de ruedas, hablo con una doctora mexicana que
insiste en hablar en ingles, con una pronunciación espantosa. Es la única sin
uniforme. Ella tiene bata. Parece que la bata significa algo así como Mercedes
o BMW en el mundo de los hospitales. Todos los demás tienen uniforme, a
excepción de cara vacía, que aparentemente, no tiene carro. Anota todos mis
datos, trato de explicarle lo que ha pasado y cómo, en ingles y en español pero
ella no me contesta y sigue llenando la pantalla. Habría que suponer que cara
vacía ya puso la información en el sistema, pero después comprendo; es una
tarea muy compleja para ella.
Veo como la
doctora disfruta cruelmente con el speakerphone con el que llama siempre a un
tal Jason: ¡Jason, limpia la habitación
5!, ¡Jason trae una camilla para acá!, ¿Jason, verificaste las sábanas
que han llegado de la lavandería? Jason, que como yo, no le entiende una
palabra en inglés, llega para escucharla personalmente. No se cual se odia mas,
pero se nota. Jason esta de guinda, sin mangas. Debe ser una Ford F150, del 98.
Sin mangas parece ser el nivel mas bajo del hospital. Se aparece otra
enfermera, chiquita, gordita y con cara de chiste. Uniforme guinda también,
pero con mangas. Se me antoja un VW escarabajo, de esos chiquitos y bonitos.
Entablo conversación con ella al escuchar los gritos del negro nuevamente. Le
pregunto que tan mal está, si se ha envenenado, sobredosis, en fin. Me contesta
muy profesionalmente que no puede darme ninguna información pues atentaría
contra la privacidad de los pacientes. ¿A usted no le gustaría que yo ande
divulgando su información con otros pacientes, correcto? Le dije que si, que me
gustaría, y sobre todo que le diga al negro que sus gritos hacen que me moleste
más mi dolor. Me mira, se queda pensando y me dice “No es nada serio”. Decido
odiar a este negro con todas mis fuerzas para calmar mi dolor.
Me meten en un
cuartito con televisión. Marita, la pobre, siempre allí. ¡Que tal lotería la
mía! Entra otro auto más al cuarto. Este es beige y debe ser una Van de
distribución, Dodge, para mas detalles porque me da 2 pastillas y un vaso de
agua, y se va.
La puerta está
abierta, así que puedo disfrutar del trajín de emergencia. Habiendo visto ER, y
otras series relacionadas con emergencias medicas, no puedo menos que concluir
que la chismografía, por lo menos, es cierta. Conversan animadamente cada vez
que se cruzan, se ríen, vuelven a hablar, y así. Eso si, nadie se apura. No hay
nadie gritando, ni un solo policía, ni semáforos, ni camillas corriendo a toda
velocidad. Mas bien se transpira una calma chicha, un semi sopor que contagia
todo lo que toca y uniformes de todos los colores. Me doy cuenta que no me han
tocado ni el rojo, ni el azul eléctrico, ni el de florcitas. Lo mío no debe ser
tan grave.
Ahora le toca el
turno a una viejita. Este es un clásico. De color verde Nilo, debe ser una
Chevrolet Station Wagon del 63, con
aplicaciones de madera en los costados. Llega con unos papeles que debo firmar
y con un brazalete que tiene un código de barras con mi nombre. Me ponen el
brazalete, y listo, soy parte del sistema. Mi nombre y seguro social se
propagarán a todos los hospitales, médicos, oficinas federales y compañías de
seguros registrando mi ingreso a emergencias por una rodilla fregada. En realidad
la privacidad americana se basa en que a nadie le interesa tu información
personal, hasta que te toca. Un buen día empiezas a recibir llamadas, cartas de
cobranza y una deuda de 15,000 dólares que no sabes de donde viene, que nunca
has usado y que tienes que pagar… Solo te queda mirar al cielo y decir ¿Por qué
a mí?...
Bueno, ya me
duele menos. Tengo un control remoto en la mano y me es más fácil esperar.
Ahora entra una rubia de amarillo, guapa, un Mustang automático, para verificar
que mi código de barras funciona y firmar otro disclaimer y si soy alérgico a
alguna medicina. Casi de inmediato se aparece un volquete verde oscuro, uno de
esos Mack, para tomarme radiografías. La maquina se mueve en todas direcciones
y toma varias placas. Yo me sigo preguntando dos cosas: primero, porqué cada
uno tiene un color diferente. ¿Es un tema de modas? ¿El verde me queda mejor
que el azul? ¿O es un tema de rangos y especialidades? La otra pregunta es
¿porqué tiene que haber tanta gente haciendo trabajos tan simples? Me imagino
que a una tarea tan complicada como la de firmar papeles se le puede añadir la
de darme pastillas y ponerme una banda en la muñeca, ¿no? ¿O será por el juicio
de Malpractice que les puede caer? Me quedo
con las dudas, porque todos parecen tan ocupados y casi abrumados por sus
tareas.
Finalmente llega un Honda Accord, blanco. Médico joven,
amigable, interno probablemente, me toca la rodilla, me hace saltar un par de
veces y me empieza a explicar lo que puede ser. Aunque es hasta medianamente
bromista, las noticias no son buenas: uno de los meniscos parece una hostia y
el otro es virtualmente inexistente. Me he desgarrado los ligamentos cruzados
que van atrás de la rodilla, y los ligamentos medios que van a los costados también tienen problemas.
Me traen una
prótesis que va casi desde el tobillo hasta el muslo, unas muletas, y me mandan
a descansar con un par de recetas. Como siempre, que llame al especialista al
día siguiente. El VW escarabajo es el encargado de escoltarme a la salida. Es la
que mejor impresión me ha dado de todo el hospital. Son las 4:30 de la tarde y
no he visto a mi nieta. A mi hija si, que es mas nerviosa que su mama y se le
ve muy preocupada.
Llamo al
especialista al día siguiente, y como cosa urgente logro cita al martes
siguiente: 8 días después. Esa semana ha sido particularmente desagradable. Se
me acabaron las pepitas para el dolor, los antiinflamatorios, y hay que ir a
trabajar con muletas, subir escaleras, manejar…
Al mal tiempo,
buena cara y decidí escribir este relato de un infortunado individuo que se
cayó en su jardín una vez y que sigue tratando de explicarse como funcionan las
cosas en este país. Sigo sin entender un carajo.
¡Que mala pata!
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