Era casi de noche cuando Capanga, el zapatero ambulante
que trabajaba en la esquina, llegó en su triciclo con la noticia.
-
Quería avisarles
muchachos, porque ya me estoy recogiendo, pues. ¡Clavillazo se lanzó al
acantilado en el Paraíso de los Suicidas!
Capanga había trabajado en una de las esquinas del barrio
San Elmo de Miraflores por tanto tiempo que nadie recordaba desde cuándo.
Siempre con la misma ropa, un viejo uniforme militar caqui gastadísimo con
decenas de parches y zurcidos, llegaba religiosamente todos los días excepto
feriados a las seis de la mañana – los clientes empiezan a llegar temprano,
pues - y se ubicaba en su esquina por doce horas exactas.
De tez sanguínea y ojos verdes, bajo y macizo, llevaba un
bigotito muy delgado, abundante gomina para mantener el largo e hirsuto pelo
negro pegado al cráneo – hay que verse siempre bien limpio, pues – y sus rasgos
faciales le daban un aspecto canino. Era algo en la forma de los ojos, los
labios delgados y una amplia y agresiva sonrisa que daba paso a una gigantesca
dentadura, en la que brillaban dos dientes engastados en oro.
San Elmo era el lugar ideal para vivir en Lima. Familias
de clase media alta, miraflorinos antiguos y parte de una sociedad propia de un
pueblo más pequeño. Todos se conocían y el “quien es quien” era perfectamente
familiar para todos los vecinos. Un barrio tranquilo, con frondosas acacias y tipuanas
blancas y rosas, cercas de madera blanca, geranios de colores y calles
silenciosas donde solo se escuchaba el canto de miles de aves al atardecer.
Muchas familias vivían en la zona desde tiempos remotos y en muchos casos,
habían heredado la casa de sus padres.
El secreto de San Elmo empezaba muchísimos años atrás,
cuando a las costas de Miraflores llegó una lámpara misteriosa después de
flotar en el océano por unos cuantos siglos. Al tocar tierra, un buhonero
criollo la recogió y pensó que bien pulida, podría representarle un buen
ingreso. Tenía ojo clínico para esas cosas. Una vez en su covacha de esteras decidió
limpiarla a conciencia. No tenía caso el hacer un trabajo a medias, así que lo
primero que hizo fue tomar una lija muy fina y un poco de pulidor liquido de
metales.
Ignorante del futuro desenlace, se concentró en la tarea.
No podía saber que dentro habitaba un poderosísimo genio, Abdul Yinn, condenado
a los confines de la lámpara por un malvado mago chino llamado Quiang Kiang,
famoso por su crueldad. En una lucha de titanes, Yinn fue derrotado y
humillado, terminando cautivo en un minúsculo espacio por los siglos de los
siglos.
Con el rasguño consistente de la lija y el olor
penetrante del pulidor, Abdul Yinn despertó de un pésimo humor. Después de todo,
le estaban arañando la espalda y torturando la pituitaria, pero al mismo
tiempo, se estaba rompiendo el encanto que lo mantenía cautivo. Excitado y
encabronado, no salió de la lámpara, más bien la hizo reventar de la fuerza del
alarido que erizó hasta los pelos ocultos del pobre buhonero que salió
corriendo como alma que lleva al diablo hasta refugiarse en la Iglesia de San Julián,
mientras Abdul Yinn se corporizaba.
Libre y recuperando la compostura, miró a su alrededor
para ver a su salvador y concederle el deseo de rigor, pero no encontró a
nadie. El miserable y aterrorizado benefactor era un minúsculo punto en el
horizonte.
Abdul pensó de inmediato:
-
¡Que se joda! Yo estaba
dispuesto, pero el imbécil ha salido disparado. Ya no es mi problema.
-
Abdul, tienes que conceder
un deseo de todas maneras. Eso o regresar a la lámpara – Era el alma errante
condenada por Quiang a vigilarlo por toda la eternidad.
-
¡Pero si ha
desaparecido! ¿Se lo puedo dar a otro?
-
No. Déjame ver… -
revisando mentalmente las cláusulas del encanto, encontró una opción – puedes
beneficiar a un lugar en particular. Esta previsión era para cuando el que te
liberara cayera muerto del susto, pero me imagino que es aplicable en este caso.
-
¡No hablemos más! Desde
acá veo esa aldea paupérrima. La voy a convertir en un paraíso para sus
habitantes.
Y así, repentinamente, sin arte ni parte, el miserable
villorio de San Elmo se convirtió en un paraíso para vivir. Con esto, el genio
y su alma errante desaparecieron con rumbo a la nebulosa de Camelopardalis, lejos, muy
lejos para evitar el alcance de Quiang Kiang. Entretanto, San Elmo pasó a ser
un barrio encantado.
Como todo barrio mágico, tenía un par de tiendas de
abarrotes, una farmacia, quiosco de periódicos, teléfono público y por supuesto,
un buen zapatero. Muy cerca estaban las zonas más exclusivas de Miraflores y
los parques aledaños eran muy hermosos. Además, estaba a corta distancia de la
zona comercial, aunque no lo suficiente para que fuera un problema.
San Elmo reflejaba la sociedad perfecta; sin reglamentos,
leyes ni ordenanzas. No eran necesarios. Cada uno sabía cabalmente su lugar y
cada familia tenía plena conciencia de las normas no escritas que había que
cumplir. A nadie se le ocurriría pintar la casa de algún color estridente, o
tener un auto muy viejo y en mal estado. Tender ropa lavada con vista a la
calle o que las empleadas no tuvieran uniforme, ¡impensable!
Casi parecía que se nacía así, con las normas implantadas
genéticamente. La gente era mesurada, discreta, de buen gusto y muy buena
educación. Jamás una impertinencia o un insulto. Nada parecía fuera de lugar y
había formas muy claras de transmitir un mensaje sin decir ni hacer nada. Esa
era la magia, la versión peruana del sueño americano mucho más sutil y sofisticado.
Y la esquina de Capanga era el punto de referencia, de
reunión y casi un ícono que podía representar al barrio.
-
¡Ay, hija, que suerte de
tener a Capanguita! ¡Es tan buen zapatero!
-
Si, oye. Felizmente,
porque escuché que en Bartolomé Herrera tienen un zapatero antipatiquísimo,
todo sucio y chapucero. ¡Parece un Atahualpa!
-
¿Te imaginas? Seria
horrible tener alguien así en el barrio…
-
Por eso me gusta tanto
San Elmo. Las bodegas, super limpias; la china Misaki tiene a toditas sus
dependientas uniformadas y el chino Francisco parece que tuviera un convento.
-
¿Y la señora de la
farmacia? Es morenita pero muy educadita y toda una profesional. Siempre tan
amable. Y sabe darse su lugar.
Capanga sabía también cuál era su lugar. A pesar de ser
de tez clara, lo traicionaban los dientes de oro y sus facciones. Era
consciente que jamás podría pasar al otro lado del mostrador. Y aceptaba su
destino con amargura y resignación. Aunque su madre era solo ligeramente
morena, no sabía de nadie en la familia que tuviera ojos verdes. Cuando le
preguntó a su madre, ella le mencionó algún bisabuelo perdido en el siglo
pasado y allí quedó la investigación.
Era un zapatero mágico. Al nacer, fruto de un prohibido y
oculto amor entre el hijo de un acaudalado empresario barranquino y la criada
de la casa, el hada madrina de la familia le concedió varios dones, en
compensación por no ser jamás reconocido ni aceptado por ellos, así que obtuvo
los dones de la perennidad, la alcahuetería y la certeza del destino ajeno.
Aunque jamás le dijo cuántos años tenía a nadie, era
imposible aventurarle una edad. Todos lo intentaban, pero a la hora de decidir
los invadía una niebla que borraba cualquier idea preconcebida y hasta olvidaban
lo que querían adivinar. Y es que se le veía ágil y vigoroso, pero sus arrugas,
pocas, profundas y curtidas, hablaban de alguien que ha vivido mucho y visto
demasiado. Era un tipo jovial, criollo, muy rápido – perdiste por lento, pues -
y transmitía sordamente un halo indefinible de tristeza, como esas fotos
antiguas en que se han oscurecido los bordes y los detalles se ven borrosos.
La función principal de Capanga no era la de zapatero. Con
los dones se le asignó también una misión sagrada en este barrio perfecto que era
mantener al mundo entero informado de todas las novedades. La esquina en que
cuadraba su alfombra voladora disfrazada de triciclo – cuidadito con la persa,
pues - era el lugar obligado de reunión de los muchachos, como lo fue para la
generación anterior y probablemente la anterior a esa.
Todas las empleadas llevaban los zapatos de la familia a
reparar, y Capanga les sonsacaba hábilmente los chismes de la casa y al mismo
tiempo, los de ellas – se te ve en la cara que tienes enamorado, pues – con lo
que además de fuente valiosa de información, ejercía su celestinaje dialogando
luego con los posibles candidatos al corazón de las damas. Siempre le podían
salir unas cervecitas después del trabajo. Los choferes del barrio lo hacían su
confidente y le contaban sabrosos incidentes, más elaborados y con mayor
intención que los de las mucamas. También el policía era su amigo con lo que
podía saber quiénes tenían escándalos nocturnos o llegaban muy tarde a casa –
jugadoraza la señora Chelita, pues – tratando de no llamar la atención de
nadie.
Sabía perfectamente la situación de cada familia, porque
la calidad, marca y deterioro de los zapatos – un zapato te dice de todo, pues
– le hacían saber cómo vivían. El Florsheim clásico, impecable, al que
escasamente le ponía un tacón nuevo debido al ligero desgaste del anterior, el
Bata-Rímac de Neolite, destrozado, lleno de mugre y al que había que ponerle
media suela, plantilla y taco – a mí no se me escapa nada, pues – para darle
hasta un año más de vida y muchos otros para los cuales él tenía
automáticamente asignado un escalafón social, con el cual basaba sus precios.
Incluso podía distinguir entre las familias que a pesar de no tener muchos
recursos, los mantenían limpios y relativamente bien conservados, hasta
aquellas que simplemente los destrozaban. A pesar de ser una buena fuente de
ingresos, aborrecía interiormente a estos últimos, ya que en su opinión, un
zapato era una obra maestra, un invento casi divino. Sin duda tenía vocación
para el oficio.
Lo que más le gustaba era reparar los zapatos de taco
alto, tan delicados y estilizados. Solo tenía que reemplazar el taquito de jebe
al final del taco, pero casi siempre les decía a las empleadas que regresaran
luego, pues quería pasar un rato admirando y sintiendo la suavidad del calzado.
Su mente viajaba a lugares oscuros y recónditos mientras pensaba en la dueña de
aquel zapato. Las reconocía a todas por el desgaste del taco, que identificaba
su manera de caminar.
Si bien su esquina era la piedra angular del barrio, el corazón
era el grupo de adolescentes que se reunían a diario. Con edades entre quince y
veinte años, todos despertando a la vida con actitudes y experiencias diversas.
Tenían en común las expectativas de ingresar a la universidad y haber estudiado
en los mejores colegios católicos de Lima. Algunos, los más rebeldes e
inquietos estaban aún estudiando en colegios privados de dudosa calidad,
especiales para recoger a todos aquellos que eran expulsados de los buenos colegios.
En ellos los muchachos no tendrían problema alguno para terminar la secundaria.
Uno o dos años después que los demás, pero eso era lo de menos. Capanga sabía
que estos últimos harían con toda seguridad más dinero que los aplicados y
estudiosos. Incluso que los inteligentes.
Era todo un espectáculo ver a tanto joven muy bien
vestido empezando su ensayo de actitudes, posturas y movimientos que los
acompañarían de por vida y que les imbuían las vitales dosis de seguridad y
autoestima. Las maneras de apoyar la pierna en el muro, sentarse en el triciclo
de Capanga o pasarse la mano por el bien cuidado cabello con un gesto ágil y
varonil, además de elegante y decidido.
Nadie era tan buen conocedor y analizador de
personalidades como el buen zapatero. Después de todo haber observado a varias
generaciones de jóvenes crecer y prosperar o fracasar en la vida le daba la
autoridad para opinar silenciosa y acertadamente sobre el futuro de aquellos.
Mirando a Augusto girando elegantemente la cabeza para
lanzar la rubia y brillante cabellera hacia atrás al tiempo que se acomodaba en
el asiento del triciclo como si fuera una motocicleta y al Chato Jonás rascarse
disimuladamente la nuca mientras se miraba las uñas sucias y mal cortadas de la
otra mano bastaban para que Capanga supiera lo que había que saber. Eran
abiertos mensajes que le decían quien ganaría y perdería en la vida.
Pero su don iba mucho más allá. Si pudiera haberlo
compartido, sería el primer zapatero millonario de la ciudad. Muy a su pesar,
los dones eran para enriquecer su fuero interno y no su bienestar material.
Capanga sabía sin duda ninguna quien sería feliz o
desgraciado en la vida. Podía certeramente pronosticar al que moriría joven y
al que se mataría de un tiro en la cabeza 40 años después, rodeado de riqueza,
drogas y mujeres. Tal era la exactitud con que podía ver el futuro. Y en
ocasiones se le quebraba el alma cuando veía decisiones juveniles, tontas al
parecer y que afectarían la vida del protagonista de forma terrible. Pero
estaba condenado a guardar silencio. Solo lo rompió una vez y el precio fue muy
alto y doloroso.
Cada jornada, al montar en la alfombra voladora con su máquina
de coser cuero, las leznas y cuchillas, su bigornia, aquel yunque vital para
cualquier zapatero y el resto de trastes propios, le bastaba cruzar la línea
del tranvía con dirección a su casa para que su magia desapareciera y volviera
a ser Aurelio Gaona, de 53 años, cuatro hijas, una esposa y una querida, con
angustias económicas tremendas – es que la Linda me quiere sangrar, pues – y
que a duras penas podía pedalear el triciclo hasta su casa. Odiaba a las
mujeres pero no podía vivir sin ellas. Triste destino el suyo. Agotado - y la
Dora seguro va a querer que le cumpla hoy, pues - empezaba a contar los minutos
para regresar a su rutina mágica en el barrio de San Elmo.
Un día de verano un muchacho de unos 14 años, se sentó en
la esquina aun vacía y le preguntó a Capanga:
-
¿Siempre está por acá?
-
Todos los día menos domingo,
hijo. ¿Y tú, cómo te llamas?
-
Antonio Panduro, a sus órdenes
señor. Pero me dicen Toño.
-
Yo soy Capanga, el
zapatero. ¿Cómo no te he visto antes, pues?
-
Es que nos hemos mudado
hace poco.
Antonio era hijo del doctor Félix Panduro Riofrío, brillante
abogado y Juez de la República. Don Félix era a su vez hijo de Emiliano
Panduro, inmigrante selvático y antiguo minorista de verduras en el Mercado
Mayorista, quien había conquistado a la dulce Sarita Riofrío nadie sabía cómo. Su
familia era de mucha prosapia pero estaba venida a menos En una convivencia clandestina
y entre gallos y medianoche, Don Félix vino al mundo.
El duende de la familia, un tunche lambayecano gruñón y
de mal humor perpetuo, le concedió un solo regalo, al cual lo denominaban acatinka,
cuya traducción más cercana seria “regalo de mierda”, pero se aseguró que con éste,
Don Félix podría prosperar y llevar una vida acomodada. Este fue el de la
inescrupulosidad, uno de los más comunes en el mundo mágico. ¡Qué diferencia
con el hada madrina de Capanga! - Es que ella había sido importada desde
Noruega y era una delicadeza con alas, pues.
Don Félix no desaprovechó aquella única ventaja en la
vida e hizo uso profuso y efectivo de lo que se le había otorgado, llegando a
graduarse de abogado y en función a prebendas, concesiones y sobornos, alcanzar
la función pública de Juez de la Corte Superior.
Aquello fue el objetivo esperado y logrado, y Don Félix
finalmente pudo pensar en comprar una buena casa y poner a su pequeño y único
hijo en un buen colegio. Había tolerado pacientemente la casita de Breña y la
escuelita paupérrima para Toñito, quien era un niño muy especial. Desde la cuna
irradiaba dulzura y genuina alegría. Su buen talante hacia pasar desapercibidos
sus ojos estrábicos y su cabeza descomunal que asemejaba una pirámide
invertida. En realidad había sido una de las pesadas bromas del tunche, que
viendo la promisoria carrera de Don Félix, quiso ponerle un sabor amargo a su
vida, siempre necesario. Pero Toñito recibió sin saberlo, las últimas virtudes
que una mágica náyade moribunda pudo darle. Enternecida por su patético aspecto
al nacer, le regaló lo que le había quedado por poca demanda: la ingenuidad, la
nobleza y la pureza de alma. Al darle la última virtud cayó muerta al suelo,
donde fue pisoteada inadvertidamente por Don Félix.
Don Félix pensaba que era preferible feo que bruto y
Toñito era el primero de su clase en la escuela, gracias a Dios.
El problema con los tunches era su temperamento envidioso
y siniestro que trataban de usar con la mayor frecuencia posible. Estos seres encantados
estaban obligados a conceder acatinkas a quienes los habían acogido y protegido
de los muquis, duendes mineros que casi acaban con ellos hace muchísimos años.
La autóctona plana encantada de la zona estaba siempre peleando entre sí. Pero los
chikanes, los venidos de fuera, como hadas madrinas, ninfas o genios orientales
eran temidos, respetados y admirados. ¡Ni meterse con ellos!
Al querer comprar una casa en Miraflores Don Félix estuvo
a punto de perderlo todo. El acatinka le impedía vivir en las mejores zonas, a
riesgo de revertirse y convertirlo en un hombre serio y decente. Un terrible escalofrío
le sacudió el espinazo de sólo pensarlo, y como era de esperarse, el tunche no
le había advertido nada, confiando en liberarse del pesado compromiso. Decidió comprarla
lo más cerca posible, y así lo hizo, comprando no una, sino dos casas contiguas
frente a la línea del tranvía, el límite justo entre Miraflores y Surquillo, un
barrio mucho más modesto y populoso. Una
de ellas, muy bonita y coqueta mientras que la otra se veía modesta y práctica,
sin adornos, ni cornisas y menos aún jardín frontal a excepción de unas pocas
macetas.
Y es que Don Félix no daba puntada sin hilo. Al fondo de
ambas, construyó una puerta común, hábilmente camuflada por dos grandes
armarios. Amobló ambas, la primera muy modestamente y la segunda con muebles de
caoba negra, cuadros de los mejores pintores, biblioteca con muchos tomos de
cuero y vívidos colores, todos los artefactos electrónicos posibles y cuanta
comodidad pudiera ofrecer la vida moderna.
Toda la familia, incluso las criadas, vivía en la segunda
casa, pero la puerta principal de ésta jamás se abrió. Para todos los vecinos,
el austero magistrado vivía con la modestia propia de un probo y estoico juez
de la Grecia antigua.
Toñito creció en la soledad de una casa llena de lujos y
con los mejores juguetes que nunca pudo compartir. En su ternura e ingenuidad construía
sus sueños siempre llenos de niños jugando con él en parques inmensos de verdes
tamices, lagunas de prístinos azules y flores de mil colores. Estos niños
jugaban siempre sin pelear, y las intrigas, envidias y chismes que tanto lo
hacían sufrir en el nuevo colegio, eran desconocidos en este mágico mundo.
Cada día, al regresar del colegio, Toño pasaba por el
barrio de Capanga, y veía a lo lejos al grupo de muchachos de su edad
departiendo alegremente en la esquina del zapatero. Siempre había querido
acercarse a ellos, pero nunca había tenido el valor. Finalmente, un día vio a
Capanga solo y reunió todas sus agallas para acercarse a conversar con él.
Confiaba que una vez que él lo conociera, se harían amigos, y de esa manera podría
acercarse a los del barrio. Los veía tan seguros de sí mismos, tan auténticos y
naturales que ansiaba con desesperación ser uno de ellos. Sentía que con
aquello sus temores, inseguridades y su ingenuidad, de la que era dolorosamente
consciente, desaparecerían instantáneamente.
Mientras conversaban, Toño vio acercarse a un muchacho,
al que reconoció de inmediato. Era el que tenía un caminar muy elástico, tanto,
que parecía un felino en busca de su presa.
Al llegar Pepe Lucho le dirigió una mirada inexpresiva y
un leve ademán con la cabeza, un tipo de saludo impersonal que implicaba por lo
menos que sabía que estaba allí. Toño sintió que el corazón se le iba a salir
por la boca pero contestó de similar forma.
-
¿Has
visto a Javicho, Capanga?
-
Estuvo
por acá, pero creo que se ha ido con el Chino y Jaimito a ver unas hembritas.
-
¡Puta
madre, este huevón ya me cagó otra vez! ¿Hace rato?
-
Ufff… Ya más
de una hora, pues.
-
¿Y Chefo?
¿Ha estado por acá?
-
Pasó con
su vieja al dentista, pero me dijo que ya regresaba, pues.
Pepe Lucho, un poco más calmado, miró a Toño, quien permanecía
embobado escuchando la conversación. ¡No cabía duda, estos eran los amigos que él
quería! Se notaba que vivían a cien por hora. Pensó que la última vez que tenía
dos cosas importantes que hacer fue cuando tuvo que envolver el regalo de la tía
Queta antes de visitarla y recoger su terno de la lavandería para poder ir todo
elegantoso…
Capanga lo notó y dijo:
-
Este es
Antonio. Dice que se ha mudado hace poco, pues.
Pepe
Lucho le preguntó:
-
¿Y por dónde
te has mudado?
-
Acá cerca
como a cuatro cuadras. Cruzando la línea del tranvía nomás. Pero me dicen Toño
por si acaso.
La pausa imperceptible no lo fue para Capanga que de
inmediato supo lo delicado de la situación. Pero el daño era irreparable.
Repentinamente el pantalón de Toño murmuró “Texoro”
mientras el de Pepe Lucho susurraba en perfecto inglés “Levi’s”, y las
zapatillas de ambos intercambiaban muy bajito las palabras “Tigre” y “Nike” a
breves intervalos. Los polos de piqué, más estridentes, gemían al unísono y sin
pausa: ¡Camisa DeLaCosta!, ¡Chemise De La Coste! a través de un pequeño
cocodrilo verde claro, con la lengua muy roja, barrigudo y casi deforme y uno más
oscuro y estilizado, bordados sendamente en el pectoral izquierdo.
La suerte estaba echada. Capanga y Pepe Lucho escucharon
perfectamente cada palabra, pero Toño solo sintió una confusa sensación de
ruido ininteligible a la que no le prestó ninguna atención. Tampoco hubiera
comprendido nada aunque hubiera entendido las palabras, pues sus virtudes le
impedían escuchar casi todo lo que ocurría en un mundo mágico lleno de intrigas
y pasiones encontradas. En San Elmo, Toño sería siempre un intruso.
Poco a poco la esquina se fue poblando. Toño pudo conocer
a Juan, Neto, Mario, Huevito, Pólvora y muchos otros. En cada uno de ellos veía
algo que quería tener y le parecía que todos, absolutamente todos eran tipos
extraordinarios. Se sentía en la gloria, aunque escasamente le dirigían la
palabra, y alguno lo ignoraban groseramente, pero él no podía darse cuenta.
¡Nunca se había sentido tan feliz! Finalmente se despidió y caminando sobre
algodones se fue a casa.
-
¿Y este
patita? Capanga, ¿de dónde lo has sacado?
-
A mí no
me mires Huevito, llegó y se sentó, pues.
-
¿Medio
raro, no? – dijo Pólvora – Su cabeza es de campeonato.
-
Y es
virolo. ¿Te diste cuenta?
Y fue
Neto quien dio la estocada final:
-
Es
igualito a Clavillazo, ese cómico mexicano que quería ser como Cantinflas, ¿se
acuerdan?
-
¡Pucha
Neto, es idéntico! Yo me he visto todas sus películas en el cine Balta de
Barranco, pues – Capanga añadió para terminar el bautizo de Toñito.
Toñito no pudo dormir esa noche. La cabeza giraba a toda
velocidad, reemplazando las imágenes sin caras de sus sueños por las de sus
nuevos amigos. El corazón latía con brío renovado y sentía que finalmente la
realidad era como la había leído o visto en las películas.
¡No podía creer lo que había ocurrido esa memorable
tarde! En unas pocas horas se había hecho de más amigos que todos los que había
tenido en su vida anterior.
Y es que Toño había vuelto a nacer. Cada minuto tenía una
nueva idea, un nuevo plan para compartir con los muchachos del barrio.
Finalmente podría jugar con todos aquellos artefactos y regalos, muchos de
ellos sin abrir, que su padre le daba sin ninguna razón aparente. Don Félix
adoraba a su hijo pero la acatinka dificultaba una relación franca y abierta
con él, así que expresaba su amor a través de regalos y engreimientos.
Al día siguiente después del colegio se dirigió
directamente a San Elmo. No pudo prestar atención a las clases y ni siquiera
escucho las pullas de sus compañeros que lo veían embobado, con el estrabismo aún
más acentuado al mirar constantemente hacia arriba. Se diría que estaba mirando
al cielo, donde precisamente se encontraba en esos momentos.
A lo lejos, vio que había un grupo grande en la esquina.
¡Su barrio! ¡Sus amigos! Concluyó que no se podía ser más feliz en la vida. Al
llegar, el primero en reconocerlo fue Neto
-
¡Hola
Clavillazo! ¿En qué andas?
-
¿Clavillazo?
¿Quién es ése? – Toño se desconcertó un poco
-
Nada, un
artista de cine pues – intervino Capanga, tratando de suavizar el dialogo
-
Es que
eres igualito, compadre – dijo Pepe Lucho
-
¿Si?
Nunca lo había escuchado – respondió Toño, aun dubitativo
-
Es un
actor famoso, cuñau – añadió Pólvora, cachaciento como siempre
-
Bueno,
veo que todos tienen apodo. O sea, el mío es Clavillazo, ¿no?
-
¡Claro
hermano! Clavillazo, Cla-vi-lla-zo ra, ra, ra!
La chacota pasó inadvertida para Toño, quien por el
contrario, se sentía muy contento. Era uno más, igualito que los otros. Todos
tenían su apodo. ¡Y él ya tenía el suyo! De un artista de cine, ni más ni
menos.
Fueron días de gloria para él. Llevaba su apodo con mucho
orgullo y dignidad. Insistía que en su casa y el colegio lo llamaran igual. Las
dos criadas, fanáticas del cine mexicano, conocían al personaje cómico
perfectamente, y se burlaban a sus espaldas, pues el aspecto del actor era deplorable.
Poco agraciado y con cara de tontito en todos sus personajes, causaba gracia
justamente por su aspecto de perdedor inveterado. Pero indudablemente quien le
puso el sobrenombre había dado en el clavo. Toño era el personaje que el actor
representaba en el cine. Es decir, era más “Clavillazo” que Clavillazo. Era una
de esas patéticas bromas que daba la vida de vez en cuando. Pero Clavillazo carecía
de la capacidad de darse cuenta. Él estaba simplemente feliz y no se cambiaba
por nadie.
Por varias semanas, Clavillazo asistió religiosamente a
la esquina de Capanga. En su mayoría, los amigos del barrio le hacían bromas y
se burlaban de su apodo, de su manera de hablar y vestir y hasta de sus ideas y
pensamientos. Pero estas pullas y provocaciones eran un reflejo del barrio en
general; finas, discretas y hasta elegantes.
Clavillazo pensaba que no había en el mundo entero
alguien más afortunado que él.
¡Qué amigos tan estupendos! Solo lamentaba no tener la
rapidez mental de ellos, que en sus respuestas respondían a las bromas que se
hacían unos a otros.
-
Coco, ¡qué
bonita tu chompa! ¿Hay para hombre también?
-
Sí, ¿quieres
una para tu enamorado?
-
Chefo,
ese relojito tan coqueto, ¿se lo has robado a tu vieja?
-
No, a la
tuya cuando fui a verla anoche
-
Chueco, te
volvieron a jalar en Matemáticas, ¿dime, tú usas números o piedritas para
contar?
-
Me has
hecho acordar que me dieron tu certificado de Primaria Completa. ¡Te felicito!
Clavillazo
encontraba estos duelos verbales tremendamente divertidos y cuando se los
dirigían a él, se sentía realizado. Pero siempre en silencio, se limitaba a
sonreír con ligero embarazo y dirigía al autor una mirada entre tierna y
traviesa, casi como de gratitud pues al prestarle atención sentía que lo hacía parte
del barrio. Cada vez se sentía más unido a ellos.
-
Cuñau, ¿así
naciste o te caíste de la moto?
-
Clavillazo,
¿esa es tu cara o estas chupando limón?
-
¿Cómo
haces para ponerte tus polos? Porque por esa cabeza que tienes no pasa ni la
falda de la gorda Lucila
-
Clavillazo,
¿cómo son las cosas al otro lado del tranvía? ¿La gente ya sabe leer y
escribir?
Capanga, por el contrario. Dejó de hacer comentarios a
los pocos días y observaba con reproche y tristeza las burlas a Clavillazo. Sin
embargo, y confiando en su instinto de sobrevivencia y no por él, no dijo nada.
Era mucho peor si lo hubiera hecho. Recordaba haber ido alguna vez a un galpón
de crianza de pollos y fue testigo de ese instinto animal de destrucción del más
débil, probablemente un atavismo para preservar la especie. Apenas un pollo sufría
una herida, todos enfocaban sus esfuerzos a picotear en la llaga hasta
destrozar a la víctima y dejarlo como una masa informe. Se preguntaba si este
galpón juvenil se estaba comportando de la misma manera y si eran conscientes
de esta terrible falta de consideración por un semejante. Pero Clavillazo no percibía
ningún peligro, ni siquiera un indicio de la bufa en que se había convertido, y
los del barrio sin duda no lo veían como a un semejante.
Los días fueron pasando y las burlas aumentando.
Clavillazo no podía ver la diferencia entre los intercambios verbales de los
demás y los dirigidos a él. Lo único que no entendía era por qué nunca le
pasaban la voz para ir al cine o al fútbol, y aunque le dolía un poco este
incordio, pensaba que era solo una cuestión de tiempo.
Después de todo, cada vez estaba más cerca a los
muchachos. Por las bromas que le hacían, se notaba la confianza que le tenían. ¡Sentía
que pertenecía al barrio!
Por el contrario, Capanga estaba llegando al límite de su
tolerancia. No comprendía porque Clavillazo no se daba cuenta de lo que pasaba.
La situación había sobrepasado los niveles de respeto y decencia. Y sin
embargo, el pobre llegaba puntualmente con una sonrisa en la boca. Por
supuesto, Capanga no sabía de las virtudes que la ninfa le había concedido.
Escasamente era consciente de sus dones y de su misión sagrada en el barrio. Instintivamente
conocía las restricciones de aquellos pero el mundo mágico era para él y para
todos un misterio veladamente presente. Para todos menos Clavillazo.
Un sábado por la mañana, Capanga se encontraba solo en su
esquina trabajando en silencio en los zapatos de una hermosa vecina que traía
de vuelta y media a los muchachos y a algunos de sus padres. Nadie sabría jamás
los secretos que Capanga atesoraba con cada zapato. Los miraba mientras
acariciaba la piel de cabritilla y la suave plantilla y supo que no usaba medias
nylon con ellos, que ladeaba el pie derecho un poco, probablemente por un pequeño
callo o una ampolla en el dedo mas chico. También se enteró que había estado en
la playa con esos zapatos. Aun había unos cuantos granitos de arena. Fue este
el inicio de su fantasía del día. No hay muchas razones para ir a la playa con
un zapato de noche. Las opciones son pocas y Capanga escogió la más audaz
viéndose envuelto en un sueño lleno de pasión y lujuria que aunque duró solo
unos instantes, fue suficiente para considerar que era un día estupendo.
Satisfecho de su trabajo y relajado después de su
brevísimo orgasmo mental, siguió reemplazando los minúsculos taconcitos. - ¡Ah,
si la gente supiera todo lo que yo sé! Habría más de un divorcio y quizás más
de un crimen… - Sonrió para sí.
Al mirar al frente vio a Clavillazo sentado en el muro,
con su eterna sonrisa, como esperando el diario castigo. ¡Se le veía tan
indefenso, tan tierno y noble!
Capanga no pudo más. Con tristeza y conmiseración, le
pregunto suavemente:
-
Toño, ¿te das cuenta de
lo que está pasando?
-
¿De qué hablas Capanga?
¿Qué ha pasado? – respondió Clavillazo, preocupado pensando en alguna desgracia.
-
No, no ha pasado nada.
Me refiero a ti y a los muchachos del barrio.
-
No. Ni idea. ¿Por qué? ¿Hay
algún problema? ¡Nadie me ha dicho nada!
-
Ay hijo, es justamente
de lo que estoy hablando. Nadie te va a decir nada nunca
-
¿Pero que me tienen que
decir? Te juro que no te entiendo
-
Mira Toño, no hay manera
de decir esto sin que duela. Los del barrio se están burlando de ti.
-
¿Y eso que? Ellos se
burlan de todos, todo el tiempo. A mí me gusta
-
¡No, no, no! Ellos
bromean entre si todo el tiempo. Siempre ha sido así. A veces me parece que
repiten las mismas frases una y otra vez. En tu caso es diferente.
De tí hacen escarnio, de
tí se burlan sin compasión. ¿Es que no lo ves?
A mí me desespera ver
como maltratan tu dignidad. Todas las bromas que te hacen tienen que ver con tu
aspecto, de que vives en Surquillo, de tu forma de vestir y en especial de tu
origen.
-
Pero… - demudado,
Clavillazo no sabía que decir. Nunca hubiera esperado esto.
-
Perdona que te lo diga así,
pero la verdad es que ya es demasiado. Es hora que reacciones y que asumas tu
realidad, Toñito. Es mejor que no
regreses. Ellos solo persiguen hacerte daño y divertirse a tu costa.
-
Capanga, no entiendo… Yo
soy uno más del barrio, ¿por qué me dices esto?
-
Nunca serás uno de
ellos. ¿Es que no lo ves, por el amor de Dios? Vete, hijo, vete. Yo no soy uno
de ellos. Tú eres uno como yo y siempre te verán así. Diferente. ¿Te han invitado
a alguna de las fiestas de los sábados? ¿Acaso conoces a alguna de las
hembritas con las que van a la matinée del domingo? ¿Por qué nunca te avisan
para ir? Ni siquiera al Estadio te pasan la voz. Date cuenta y reacciona Toño,
¡por favor!
Un pesado silencio invadió la esquina. Parecía que
repentinamente todo estaba en penumbras. El rostro de Capanga reflejaba un dolor
hondo y sus arrugas se hicieron más notorias. Por un instante, sus 53 años y
algunos más salieron a flote, a la vista del mundo entero.
También Antonio envejeció en ese momento. Su palidez hizo
aún más dramática y triste su tez amarillenta. El brillo de ternura de sus ojos
había desaparecido y había sido reemplazado por una mirada laxa e inexpresiva.
La fealdad de su rostro se hizo mucho más evidente y mágicamente, su espalda se
encorvó dirigiendo su cabeza hacia abajo.
No hablaron más y se marchó torcido y arrastrando los
pies.
Tres días después Capanga se enteró del intento de
suicidio de Clavillazo por una criada que vivía cerca de la zona. Fue en ese
momento que se dio cuenta que había roto la magia de sus dones y se le encogió
el corazón al ver las terribles consecuencias.
Al marcharse esa tarde vio a un grupo del barrio en la
puerta de la bodega y se acercó a darles la noticia. Les dio la información de
la clínica, el número de habitación y el nombre completo de Clavillazo,
ignorado por la mayoría.
-
Pregunten por Antonio
Panduro.
-
¿Pero se va a morir o está
más o menos? – preguntó Chefo.
-
Está grave pero parece
que se va a salvar, felizmente.
-
Ok, vamos a organizaros
para ir en mancha, Capanga, gracias.
-
Que bien muchachos, él
necesita mucho apoyo, pues.
-
Sí, sí, sí, ahí estaremos.
Al marcharse Capanga, intercambiaron algunas frases sobre
Clavillazo, deseando que se pusiera mejor. Cinco minutos después la
conversación retornó a la fiesta del sábado.
Nadie supo al final que pasó con Clavillazo y la verdad,
a nadie le importó.