Alvaro no se sentía bien ese día. Era jueves en la mañana y cumplía 24 años. En el cuarto que alquilaba, concluyó que no era justo sentirse tan solo en un día que debería celebrar con todo el entusiasmo de su edad.
En la oficina nadie lo saludaría porque la lista de
cumpleaños por alguna oscura razón, se publicaba siempre un día después. El
cumplía años el primero del mes así que los saludos vendrían al día siguiente y
ya no era lo mismo. Era como tener comida del día anterior. O como decía la
famosa canción de salsa en esos días: "Tu amor es un periódico de
ayer"
Pero había que levantarse para ir a trabajar. En el
baño que compartía con las dos hermanas, ambas mayores de 70 años que le habían
rentado el cuarto, pensaba con quien podría ir a tomarse unos tragos esa noche
y buscar unas pocas aventuras. La cosa no pintaba bien porque era la época del
gobierno militar y una vez más, habían declarado el toque de queda a la una de
la mañana debido a las protestas por el alza de pasajes, que había causado ya
varios muertos.
Carajo, parecía que los cachacos no sabían de qué otra
manera impartir el orden. Cada vez que había una protesta, una manifestación o
una marcha por las calles, decretaban el toque de queda, con orden de disparar
a cualquiera que se atreviera a salir después de la hora.
Alvaro, a quien le importaba un comino el alza de
pasajes o la huelga de maestros, tomaba en forma muy personal su rechazo y
desprecio a la dictadura. En primer lugar, como personaje habituado a la noche,
el toque de queda le afectaba directamente.
Pero esta no era la razón principal de su silenciosa y
solitaria protesta. Aborrecía profundamente todo aquello que limitara su libre
albedrio. Cualquier imposición, incluso a cosas que ni soñaría hacer, le
causaba una reacción inmediata de rebeldía y odio a la autoridad responsable.
Con él, bastaba que alguien le dijera que no podía hacer algo para que se le
grabara como idea fija la firme determinación de hacerlo.
Un día un amigo le recomendó que no cruzara la calle
en medio de la cuadra, pues a él lo habían atropellado por hacerlo. Desde ese
día, Alvaro tomó como consigna cruzar la calle de esa manera. A ver si alguien
se atrevía a atropellarlo.
Después de la rutinaria evacuación matutina,
siempre con un cigarro, buena lectura y la consiguiente ducha, se sentía de
mejor ánimo. Como siempre, estaba tarde y reafirmándose en su absurda rebeldía,
tomaba el aseo y arreglo personal con una calma exasperante. Internamente
sentía el placer del desafío, ese "a ver que hacen cuando se den cuenta
que vuelvo a llegar tarde, carajo"
Caminando las escasas cuatro cuadras para llegar al
colectivo de la Avenida Arequipa que lo dejaría casi en la puerta de la
oficina, seguía pensando qué haría esa noche. Aunque lo había hecho más de una
vez, no quería tomarse unos tragos sólo. El necesitaba salir con alguien que no
pensara en el trabajo al día siguiente, ni en el toque de queda y menos en el
qué van a decir en mi casa.
Era difícil, pues casi nadie era tan desconectado del
resto de sus semejantes como él. Alvaro no tenía que preocuparse por nada ni
por nadie, y mucho menos darle explicaciones a nadie. Era totalmente libre. Y
totalmente solitario, le recordó su conciencia amargamente.
Siempre esperaba un colectivo que tuviera asientos
disponibles adelante y en la ventana. A no ser que fuera urgente, nunca subía
en el asiento de atrás. Había inventado un juego para mantener sus alborotados
y locos pensamientos a raya, y consistía en contar el número de mujeres
atractivas en el camino al trabajo. Las reglas para participar eran muy
simples: sin límite de edad, raza o vestimenta. Bastaba con que fueran
atractivas de alguna manera: sonrisa, ojos, cara, piernas, en fin. El sentía
que mantenía una gran amplitud de criterio en este asunto. El objetivo diario
era llegar a 14. El 13 era su número de mala suerte. A veces llegaba a contar 35
o 40 y otras no llegaba ni a 5. Era inexplicable lo cual hacía que él creyera
cada vez más en las cábalas y augurios paranormales.
Muchas mujeres eran sinónimo de un buen día. Pocas,
con seguridad harían un día de mierda. Ese día fue regularón nomás, pero superó
las 13 mujeres con lo cual sintió que las cosas no iban a ir tan mal. Nunca se
dio cuenta que los números subían y bajaban de acuerdo a su estado de ánimo.
Al entrar a la oficina con casi una hora de atraso,
encontró que todo estaba fuera de control. Su único asistente, Toribio, que era
en realidad un conserje con más luces de las habituales, estaba contestando
llamada tras llamada. Parecía que los procesos nocturnos habían cancelado todos
y los usuarios no podían trabajar al no tener información disponible.
Acostumbrado a vivir en crisis, Alvaro no se inmutó y empezó a lidiar con el
monstruo diario de a pocos.
Su compañero de trabajo, Pepe Lucho, llegaba incluso
más tarde que él. Pero había una sutil diferencia. Mientras Pepe Lucho llegaría
siempre un poco antes del mediodía y siempre se iría un poco antes de la media
noche, Alvaro podía llegar a la madrugada, a media mañana, al medio día o no ir
del todo, y dejar la oficina también a cualquier hora o varios días después...
En cuanto al trabajo, Pepe Lucho era casi un genio y
no parecía haber problema técnico alguno que no pudiera resolver. Alvaro era
una mula de carga que podía soportar jornadas de 48 y 72 horas, casi sin
dormir. Claro que después desaparecería dos o tres días sin que nadie supiera
de su paradero.
Pepe Lucho llegó previsiblemente casi al medio día
cuando la situación se había estabilizado y Alvaro ya respiraba tranquilo. Como
era de esperar, la lista de cumpleaños no estaba publicada. Felizmente había
hecho tanta mala sangre previamente, que al darse cuenta solo sintió una
especie de agria satisfacción por tener razón.
Empezó entonces a tantear si alguien estaba dispuesto
a salir de farra ese jueves, con muy poco éxito. Finalmente logró convencer a
uno de sus amigos, Tato, para salir a tomar unas cervezas.
A diferencia de él, Tato era un tipo enormemente
popular. Todos lo conocían y lo trataban amistosamente con el apodo que había
tenido desde niño. Simpático, entrador, muy buen conversador y con cierto
atractivo físico que él explotaba al máximo.
Tato era un galán innato. A pesar de tener enamorada,
parecía que sus genes lo obligaban a estar permanentemente a la caza de
especímenes femeninos. Probablemente algún atavismo que se podía remontar a
millones de años atrás. El único problema para Alvaro era el riesgo que a mitad
de la noche Tato se fuera con alguna mujer a la que había conquistado. No sería
la primera vez, ni tampoco la última, concluyó.
Después de todo, Tato era espléndido, generoso y
alegre, así que pasaría unas horas de genuina diversión. Y estaba el toque de
queda, lo cual haría difícil que la cacería se prolongara. Estaba decidido: la
juerga sería con Tato.
Casi al finalizar el día, y comentando adonde irían,
Coco, que tenía menos tiempo que Alvaro en la compañía, preguntó si podía ir
con ellos. Parecía un poco extraño porque él era mas bien tranquilo y
tomaba poco, de acuerdo a los estándares de Tato y Alvaro. Era una persona de
buen llevar, andar cansino y un tono casi infantil en su conversación. Quizás más
que infantil, elemental y básico en sus temas y conceptos. Pero aceptaron, por
supuesto. Nunca se le niega a alguien el derecho de salir con gente de la
oficina a relajarse un poco. ¡Faltaría más!
Se dirigieron al "Rey Chico", bar cercano,
para calentar motores. Era ideal para ello, pues la cerveza era barata y
quedaba muy cerca. Alvaro se proponía ir a alguna peña criolla, pero era aún
temprano y el "Rey Mago" era perfecto para empezar. Poco a poco
y como siempre, la conversación empezó a girar en torno a la oficina. Por
supuesto, siempre había mucho de qué hablar y cada uno tenía la solución a
todos los problemas diarios. Después de todo, se sentían muy inteligentes y
capaces.
Y es que el proceso de selección de personal era muy
exigente lo cual garantizaba que los empleados tuvieran una inteligencia
superior al promedio, pero en donde parecía fallar era en las personalidades.
Desde personajes completamente antisociales hasta extrovertidos imposibles,
sentidos del humor como plomazos hasta los ironizantes más finos. Personajes
muy sencillos algunos y otros infinitamente torturados. Hubiera sido un paraíso
para cualquier sicoanalista. Quizás en eso se centraba el placer que sentía de
trabajar allí.
Alvaro sabía en su fuero interno que él no era como
los demás. Había dejado de usar la palabra normal para catalogar a las
personas, pero sentía que tenía algo diferente con respecto a otros seres
humanos. Siempre estaba pensando que quisiera ser como aquel, o como el otro, o
el de mas allá, sabiendo que no estaba dispuesto a cambiar. Curiosa paradoja
que jamás supo explicar ni aceptar.
Finalmente a una hora razonable, pidieron la cuenta.
Como siempre, especificaron recibo sin fecha, y que el mozo pusiera platos de
comida en vez de cerveza. De esa manera podrían pasar la cuenta a la compañía,
escogiendo algún día que se quedaran a trabajar hasta tarde, lo cual era usual,
pero pasaban los minutos y la cuenta no llegaba. Alvaro se levantó a ver qué
pasaba y encontró al mozo aun haciendo cálculos para cuadrar los precios de los
platos contra el número de cervezas consumidas. Había llegado casi al final y
orgullosamente le presentó su trabajo a Alvaro.
Lo primero que pudo leer fue "Doce
Empanadas", seguido de "Siete Porciones de Papas", y así por el
estilo. No supo si reírse o gritarle por bruto. Le explicó al pobre hombre que
era físicamente imposible que tres personas comieran tan abundante y monótono
menú, pero se dio cuenta que sus palabras no llegaban a transmitir el mensaje.
El mozo estaba intelectualmente destruido. Tanto tiempo usando su aritmética de
secundaria, y el máximo de su creatividad para que el cliente le dijera que
estaba todo mal. Pensó en dejar este trabajo y dedicarse a algo más simple.
Alvaro pagó y regresó a la mesa con muy buen humor. El
ánimo ya estaba a punto y además tenía una buena anécdota para contar.
Y empezó la jornada. Recorrieron varias peñas criollas
y terminaron en un nuevo local que habían abierto en Miraflores.
A pesar que en todos los locales se presentaban
cantantes y artistas de cierto prestigio, estaban prácticamente vacíos. Era
imposible pedirle a los bohemios que empezaran su nocturno recorrido a las ocho
de la noche. Pero el toque de queda había obligado a que aquellos encontraran
alguna otra manera de pasar la noche. Alvaro se preguntaba cuáles serían. Sabía
que había clubs criollos en los que los parroquianos permanecían dentro hasta
las cinco de la mañana, pero había que ser miembro y aunque lo había intentado,
no lo había logrado. Fue socio fundador de "Los Michis" en Barranco,
pero fue expulsado cuando en una terrible noche le metió la mano a la mujer de
Alberto, el dueño, una morena algo entrada en carnes, pero exuberante y
sensual. Lo peor es que nunca supo hasta donde llegó esa aventura ya que las
lagunas mentales solo le habían dejado unas cuantas instantáneas en el
recuerdo. Tuvo que confiar en las referencias de los amigos y los insultos de
Alberto.
Al llegar al último local, solo había 3 mesas
ocupadas. Quedaban aun dos horas de libertad, y Alvaro decidió que tenían que
terminar la noche allí. Basta de perder tiempo yendo de un local a otro. No
había tiempo.
Coco había logrado mantener un ritmo de consumo
alcohólico bastante aceptable, aunque Tato y Alvaro le llevaban la delantera,
pero estaban pasando un buen rato. Alvaro se alegró que no hubieran tenido
ningún incidente y que Tato no se había ido a ninguna mesa con mujeres, porque
afortunadamente, no las había. ¡Qué bien se sentía con Tato! Habían
desarrollado una estupenda relación, abrigada por la secreta admiración que
Alvaro sentía por él. Cada vez que habían salido juntos, Alvaro se percataba de
esta química que hacía que los atendieran mejor, que las conversaciones fluyeran
agradablemente y que ambos sintieran esa mutua confianza que otorga la buena
amistad.
De repente, el presentador anuncia que entre el
"honorable público asistente", se encontraba una dama que era
poeta y que había decidido regalarles una poesía de "su inspiración".
Los mozos (entrenados para estos casos) y los escasos comensales aplaudieron y
subió al escenario una señora de aproximadamente 45 años, aunque muy guapa y
ciertamente con un cuerpo muy sensual. Alvaro pensó que el aspecto se debía mas
a los ceñidos 'jeans" y a una blusa de seda muy ajustada, pero admitió que
la señora estaba de muy buen ver.
Al empezar a hablar, la señora explicó que era una
poesía que le había escrito a su hija que cumplía 15 años. Inmediatamente,
Alvaro se percató que algo iba a ocurrir. No sabía por qué, ni qué sería, pero
la premonición era clara. Empezó a mirar alrededor y lo primero que vio fue al
marido de la señora, sentado frente a ella y con un vaso de whisky en la mano.
No le costó mucho trabajo deducir que el tipo bebía en exceso. De rostro
colorado y la nariz en un matiz más vivo del mismo color, la cara hinchada, el
sobrepeso y los ojos salidos e inyectados, asemejaba un sapo despellejado. Su
aspecto era repelente y despreciable.
Coco parecía disfrutar del poema y Tato había adoptado la actitud de cazador frente a su presa, lo cual intranquilizó un poco a Alvaro, pero concluyó que aunque la mujer era atractiva, sin duda Tato no se animaría pues estaba con su marido.
Para cuando terminó el poema, estaba seguro que dos
personas no habían entendido una sola palabra: Tato y él. Mientras trataba de
buscar un tema de conversación desesperadamente, Tato había sacado su lapicero
y estaba juntando unas servilletas. Con un escalofrió observó cómo Tato se
acercaba a la mesa de la pareja a conversar con ellos, con ese estilo tan
amigable y entrador que tenía.
En ese momento le dijo a Coco,
-
Ya nos jodimos. Vamos a tener que buscar
un taxi ahora mismo.
-
¿Pero por qué? No me digas que Tato nos
va a dejar botados. ¡Pero si somos sus patas!
-
Mira Coco, no hay tiempo para
explicarte, pero créeme. No sé cómo pero nos vamos a quedar botados en pleno
toque de queda. Y tú sabes que los soldaditos disparan primero y después preguntan.
-
No, Alvaro, te equivocas. Vas a ver que
ahorita regresa y todos tan tranquilos.
No había terminado la frase cuando Tato les hizo señas
para acercarse a la mesa. Para sus adentros, Alvaro decidió obedecer. ¡Tato
tenía tanto que enseñar!
Antes de haber llegado, Tato ya había acomodado sillas
para ambos y ni bien se sentaron les presento a la peculiar pareja:
-
Muchachos, les presento a esta simpática
parejita, Laurita y Ramiro. Han tenido la amabilidad de invitarnos a su mesa
mientras yo copio el hermosísimo poema de Laurita. Es tan bello, que le he
pedido permiso para compartirlo cuando mi hija cumpla 15 años.
Alvaro no podía creer lo que estaba escuchando.
¡La parejita casi les doblaba la edad y este huevón ni siquiera tenía hijos! ¿Cómo
podía no sólo fingir, sino imaginar una situación en la que le recitaría a su
no nacida hija un poema obtenido hace más de 15 años?
Resignado a su suerte, llenó su vaso de cerveza,
mientras Tato seguía escribiendo el poema, sentado peligrosamente cerca de
Laurita y Coco había entablado una animada conversación con Ramiro. La
disyuntiva que se le presentaba era alarmante pues no sabía que podía ser peor,
si los avances de Tato o la repentina e ingenua amistad de Coco con Ramiro.
Habían empezado a hablar de autos y motores y entusiastamente compartían inútil
información sobre cilindradas y caballajes, que marginaron a Alvaro por
completo de la conversación, pues eran temas que desconocía casi en absoluto.
El uso de términos como torque, octanaje, alternador y otros terminaron de
convencerlo que estaba frente a dos expertos mecánicos y que en su condición de
lego total, poco podría aportar a tan técnica y árida conversación.
Se limitó a observar pensando en cuál sería la mejor
manera de llegar a su cuarto. Quedaban escasos 45 minutos y la peña ya estaba
cerrando. Decidió cortar por lo sano y despedirse antes que fuera demasiado
tarde.
-
Bueno, mañana hay que trabajar. Además,
está el toque de queda. Me despido.
-
No, Alvarito, ¿cómo te vas a ir? - Tato
replicó - Todavía es temprano. Yo te llevo, no te preocupes.
-
No, hermano, gracias. Yo consigo un taxi
sin problemas. Te vas a complicar si me llevas.
La mirada de Coco era de gran desilusión. Parecía
aferrarse a su nueva amistad con Ramiro como si hubiera encontrado un alma
gemela. Alvaro se estremeció pensando que habían salido de farra con un
individuo con la edad mental de un adolescente. Eso jamás era bueno y siempre
impredecible.
Pero Ramiro, que parecía estar pasándolo muy bien a
pesar que las intenciones de Tato eran cada vez más obvias, y probablemente
conmovido por la tristeza de Coco, dijo:
-
No se preocupen. Vamos a mi casa. Ahí
tengo unas botellas de vodka y podemos quedarnos hasta las 5 de la mañana.
Total, esta tertulia es tan agradable que no vale la pena interrumpirla.
Con los ojos vidriosos y visiblemente emocionado, Coco
aceptó de inmediato, secundado entusiastamente por la nueva parejita de
tórtolos.
Y así, se prepararon todos para ir a la casa de
Laurita y Ramiro.
Al salir, Laurita dijo
-
Ramiro, yo mejor me voy con Tato y tú
con ellos dos, no vaya a ser que se pierdan. Tú sabes que es un poco complicado
el camino a la casa.
Con la suerte echada, Coco y Alvaro se dirigieron al
carro de Ramiro, un vetusto Hillman de unos 20 años de edad. Coco se acomodó
confortablemente en el asiento de adelante con una alegría que contrastaba con
el sombrío talante de Alvaro, silenciosa y oscuramente sentado en el asiento de
atrás.
Al encender el auto, un sonido extraño salió del
motor. Ramiro simplemente dijo - otra vez la batería de mierda - y se quedó en
silencio.
El inefable Coco se puso nervioso y pronunció la frase
de la noche:
-
Y ahora, ¿qué hacemos?
A su lado, Einstein replicó:
-
No se preocupen. Ya me ha pasado antes.
Vamos a esperar un poquito.
Alvaro sentía que la situación era muy peculiar, por
decir lo menos, y le daba muy mala espina. No podía creer que en poco más de
una hora, hubiera pasado de divertirse sanamente con sus amigos a estar
recluido en el asiento trasero de una reliquia histórica rodante acompañado de
Einstein y Newton, par de genios que se la habían pasado hablando de
mecánica y super motores y no sabían qué hacer cuando un auto no arrancaba, con
el agravante que ya no había un alma en la calle y en 10 minutos saldrían las
rondas militares a patrullar la ciudad.
Y además, ¡la mujer de Einstein se había marchado con Tato en un auto que sí funcionaba!
Ramiro parecía más hinchado y con venas más gruesas en la cara y Coco empezaba a mostrar signos de histeria.
-
¡Haz algo Ramiro! ¡No nos podemos quedar
acá sentados!
-
¿Qué quieres que haga? Si el carro no
arranca, no arranca, pues.
-
¡Pero vamos a estar a merced de la
tropa! ¿Por qué no sales y buscas a un oficial y le explicas la
situación? Esto le puede pasar a cualquiera.
-
No seas graciosito Coco, ¿por qué no
sales tú, a ver?
-
Es que tú eres más viejo, a tí te van a
hacer caso. A mí no.
Era patético ver a estas dos enciclopedias vivientes
de mecánica automotriz discutir opciones sin ni siquiera pensar en abrir el
capó del auto o insinuar alguna teoría técnica de solución. Alvaro agradeció a
Dios no tener una pistola pues los hubiera acribillado a los dos. Solamente
dijo
-
Por favor, cállense la boca. Si tenemos
que pasar la noche acá, les sugiero que se acomoden bien y traten de dormir
dentro del auto. Con suerte no nos verán, y si nos ven, no nos dispararán, pues
se darán cuenta de la situación. - Mirando con disgusto a Coco, añadió
-
Tú que pareces saber tanto de mecánica,
¿por qué no le das una mirada al motor?
-
No hermano, yo soy mecánico de
taller y mandil blanco. Necesitaría mi instrumental y por lo menos un auxiliar.
-
¿Y tú, Ramiro?
-
Yo sufro de artritis. No puedo ayudar en
estas circunstancias.
Ese fue el momento en que Alvaro concluyó que jamás
serían amigos y que al día siguiente empezaría a evitar a este cretino por
todos los medios posibles.
Tras un pesadísimo silencio, Ramiro intentó encender
el auto nuevamente, y para sorpresa de Coco y Alvaro, el auto arrancó. Tosió un
poco, escupió un poquito más y por fin tembló consistentemente, arrancando un
concierto de piezas mal ajustadas en la carrocería.
Inmediatamente, empezaron a recorrer el camino a la
casa de Ramiro, mientras Coco decía - Ya sabía que San Martincito no me iba a
fallar. ¡Mi negro lindo! - a lo cual, ya con el talante cambiado, Ramiro
respondió - No hermano, ¡si yo conozco a mi carro! A veces se planta así, pero
al final, es respondón, como su dueño.
Y volvieron a ser los grandes amigos de toda la vida
que se habían conocido menos de dos horas atrás.
Llegar a la casa tomó menos de 10 minutos y Alvaro se
sorprendió que no fuera lo intrincado que había mencionado Laurita. Pensó que
esas cosas podían ser complicadas para las mujeres así que no le dio mayor
importancia.
Cuando estaban estacionando el auto, Alvaro no pudo
encontrar el de Tato. Se suponía que ya tenían que haber llegado, pero no había
nadie en la puerta de la casa, y las luces estaban apagadas.
Ramiro dijo
-
No deben tardar. Seguro que han ido a
comprar cigarros.
-
No sé, Ramiro, no sé... Me parece que ya
deberían estar aquí. Nos hemos demorado como 15 minutos. Tiempo suficiente para
que compren y regresen. Me pone nervioso estar afuera a esta hora - Sin duda,
Coco no podía ser acertado ni sutil en sus comentarios.
-
Ahorita llegan, no te preocupes.
Sin embargo, Alvaro se preocupó. Mucho. Estaba seguro
que la peor de sus sospechas era cierta. Solo trataba de imaginar donde podrían
estar Laurita y Tato reconfortándose mutuamente. Permaneció en silencio,
pensando febrilmente en qué salida tendría esta malhadada celebración de
cumpleaños.
Una vez más, maldijo su mala suerte y le vino a la
mente su lamento favorito: "¡Sólo a mí me pasan estas cosas,
carajo!". ¿Por qué, por qué? ¡Si sólo quería pasar un rato agradable! No
sintió que hubiera forzado la situación sino que por el contrario, trató de evitarla,
pero su karma, su sino, su nube negra no podían abandonarlo ni siquiera en un
día como éste.
Después de un lapso razonable, mientras Ramiro miraba
el reloj compulsivamente, Coco murmuró:
-
Ramiro, esto ya está un poco raro. ¿No
les habrá pasado algo? Digo, un accidente, que los hayan detenido, o algo
así...
-
Sí, es lo que estoy pensando. Porque
Laurita no es así.
-
Así, ¿cómo? - Coco no daba una.
-
Bueno, me refiero que a lo mejor su
amigo no la ha querido traer a casa y está tratando de seducirla, o peor aún,
de violarla.
-
¡Ah, no! ¡Me ofendes Ramiro! ¿Cómo
puedes creer que un amigo nuestro haría esas cosas? ¡Haz de saber que
Tato es una persona muy decente, incapaz de algo así!
-
No te alteres, hermano. No he tratado de
ofenderte ni mucho menos. Estamos tratando de analizar todas las opciones, y
esa es una de ellas.
-
Bueno, pero es descabellada. ¡No puedes
dudar así de un amigo como Tato, un caballero a carta cabal!
Alvaro no podía entender cómo se encontraba envuelto
en esta situación. Un marido cornudo, consciente de su cornudez, un compañero
de trabajo, inconsciente de su candidez, una mujer conocedora de su encanto y
un amigo ignorante de su mayor debilidad. Y le reventaba que lo incluyeran en la
conversación. ¡No quería formar parte de este entuerto! Pero allí estaba.
Silencioso espectador desde la cazuela.
Este no era su mundo. Él había sido acólito de chico,
el primero de su clase, sobresaliente en conducta y le encantaba la lectura y
la vida contemplativa. ¿Qué pasó? ¿Por qué se sentía como un espectador aislado
de una escena absurda en la que no tenía lugar ni rol?
Después recordó la atracción irresistible a la vida
bohemia, la música, la jarana y tantas cosas propias de la noche. Ni que decir
de sus apetitos desmedidos en lo que se le presentara delante. Concluyó que su
combinación de genes era muy contradictoria y explosiva. Como si hubieran
mezclado a partes iguales al doctor Jekyll y al señor Hyde.
Se preguntó que habría sido de él si hubiera escogido
el sacerdocio, como lo pensó más de una vez. Al revisar todas sus inclinaciones
mundanas, reformuló su pregunta mentalmente: ¿Qué habría sido de los demás si
hubiera llegado a serlo?
El tiempo seguía pasando. Los silencios se hacían cada
vez más largos y los diálogos eran cada vez más cortos. Alvaro había decidido
guardar silencio. Sabía que cualquier frase que dijera iba a avivar las brasas
innecesariamente.
Atrás habían quedado las especulaciones sobre las
razones del retraso. Interiormente todos estaban convencidos que lo que nadie
quería decir era exactamente lo que estaba pasando.
Pero Coco parecía tener la necesidad imperiosa de dar
explicaciones a una situación que en ese momento ya no requería de ninguna.
-
Ramiro, tengo que pedirte disculpas...
-
¿Por qué? ¿Qué pasa, Coco? - Ramiro,
preocupado.
-
Es que me da mucha vergüenza lo que está
pasando. Que esto ocurra con uno de nuestros amigos, justo cuando nos acabamos
de conocer
-
Coco por favor, cállate la boca, y no te
refieras a "nuestros amigos". Ese señor es un conocido mío. Nada más.
- Alvaro trataba de salvar distancias desesperadamente
-
¡Dios mío, que avergonzado que estoy!
¡No sé qué decir!
-
Entonces no digas nada. ¡La estás
cagando, Coco!
-
No te preocupes, Coco, no es tu
problema. Yo comprendo tu situación y no es tu culpa.
-
Gracias Ramiro. ¡Espero que esto no
afecte nuestra reciente amistad, la cual me honra!
-
Tú tranquilo, Coco. Contigo no pasa
nada.
Si hubiera podido, Alvaro los hubiera cacheteado a los
dos. A estas alturas, cualquier cosa podía pasar. Esperanzado en que Ramiro no
tuviera un arma, calculaba que la mejor opción sería que Tato al aparecer con
Laurita, terminara con un ojo morado o la nariz rota, pero cualquier
alternativa definitivamente implicaba que esa noche no se podría tomar un trago
más y egoístamente pensó que era eso lo que más le molestaba.
-
¿Comprenderán que cuando su amigo
llegue, le voy a tener que sacar la mierda, no?
-
Insisto Ramiro, ese señor no es mi
amigo. Es amigo de Coco. Yo trabajo con el nada más. - Alvaro se sintió
aliviado, pues la frase implicaba que no le iba a disparar un tiro o algo así.
-
Bueno, me corrijo ¡le voy a sacar
la mierda a Tato cuando llegue!
-
¡Mátalo si quieres! A mí me importa un
carajo.
-
¡Alvaro, por Dios! ¿Cómo puedes decir
esas cosas? Mira Ramiro, no pierdas la calma. Yo me siento responsable de lo
que ha pasado y si es preciso que te la tomes con alguien para desahogarte, me
ofrezco como el chivo expiatorio. Bajémonos del carro y pégame todas las
trompadas que quieras, hasta que te sientas mejor. Yo creo que eso me va a
hacer mucho bien a mí también, porque este sentimiento de culpabilidad me va a
acompañar por el resto de mi vida. ¡Qué avergonzado me siento!
-
Coco tiene razón, Ramiro. Bájense del
auto y pégale de alma. Así se van a sentir mejor los dos.
Malignamente, Alvaro pensaba en ese momento que
después de todo, Dios existía. Disfrutaría inmensamente de la paliza a Coco y
hasta pensó en poner su granito de arena. Lo pensó mejor y se imaginó que el
final más feliz seria con Coco y Tato llenos de moretones, chichones y ojos
hinchados. Y él observando desde la cazuela, limpio y con una botellita de
vodka.
El silencio regresó al automóvil. Desilusionado,
Alvaro vio que Ramiro no le pegaría a Coco. Era ya evidente que el desenlace
afectaría la dignidad y la imagen de todos los involucrados. No habría una
salida en la que no salieran a relucir insultos, odios, prejuicios y
humillaciones mutuas. Además de las probables lesiones físicas.
Quien sabe solo Ramiro y Coco podrían conservar esa
tierna y desinteresada amistad que parecía más el inicio de un romance que
cualquier otra cosa. No sería la primera vez sin duda, pensó Alvaro. Y se
resignó a esperar. No movería un dedo, no diría una palabra más y haría el más
discreto mutis posible una vez que el entuerto hubiera concluido.
Unos minutos después, a dos cuadras de donde estaban
estacionados, vieron prenderse las luces traseras de un automóvil, que
lentamente empezó a retroceder hacia donde se encontraban. Todos reconocieron
el auto de Tato, que se detuvo exactamente al lado del de Ramiro, de tal manera
que todos los protagonistas estaban a la misma altura y Alvaro podía apreciar a
los cuatro desde su asiento en la parte de atrás.
Laurita parecía soñolienta pero con una sutil sonrisa y un delator brillo en los ojos, mientras que Tato, con el pelo ligeramente alborotado, cual chiquillo travieso, mostraba una ingenuidad y un candor casi auténticos. Coco sollozaba sonoramente, con la cara entre las manos y respiraba un aire de vergüenza pegajoso. Ramiro, de color encarnado, los ojos desorbitados y las venas del cuello y la frente hinchadas y gruesas como gusanos de carne molida sobre la piel, parecía a punto de explotar.
-
¡Se quedó dormida antes de llegar y se
acaba de despertar! - Tal fue la frase mágica de Tato. El tono de su voz, la
expresión de la cara, todo el lenguaje corporal impelía a creerle, o en todo
caso a perdonarle. Alvaro volvió a pensar cuánto tenía que aprender de él.
-
Yo no sabía dónde quedaba la casa. ¡Mil
disculpas, no vayan a pensar mal, por favor!
Alvaro ya había bajado del auto cuando Ramiro se
acercó al de Tato, abrió la puerta lateral, sacó a Laurita bruscamente, y sin
decir una palabra, se metieron a la casa. Una vez más, Tato había salido
indemne y bien librado.
Alvaro y Coco subieron al auto de Tato
silenciosamente. Sin mayores incidentes llegaron a su departamento. Ni un
soldado, ni un policía, nadie en la calle.
Al día siguiente, Tato y Alvaro bromearon sobre el
incidente, pero no en frente de Coco. Alvaro no le volvió a hablar y al poco
tiempo se fue de la empresa. Curiosamente, fue despedido, no por incapaz, sino
por deshonesto. Alvaro se imaginó que aunque le hubiera dado mucha vergüenza,
no fue suficiente para hacer lo correcto. Jamás supo de él después de eso.
Los otros dos protagonistas terminaron marcando sus
libros de aventuras y volvieron a las andadas poco tiempo después. Pero
siempre recordarían con sentimientos encontrados esta disparatada aventura de
juventud.
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