Cuando era joven y el mundo entero era mío, tuve la oportunidad de viajar a Europa. Tenía 18 años y mis sueños eran tan grandes como mis locuras. Me sentía especial e inventé un método para conocer una ciudad ciertamente original, incorrecto y disparatado. Al llegar al hotel, arrancaba los mapas de la guía telefónica y salía a caminar sin rumbo fijo por la ciudad. Así conocí un marinero ruso en Lisboa que me quiso vender un reloj por 3 horas, un mendigo en Barcelona que pensó que me iba a suicidar al caminar por un puente y terminamos tomando unos vinos conversando de su fracasado viaje a Buenos Aires, un granadino aburridísimo que tocaba la guitarra como Segovia, unos sevillanos que bebían como Baco en la feria de Abril y otros personajes muy interesantes.
La mayoría del tiempo,
simplemente caminaba y disfrutaba ávidamente de las cosas nuevas y diferentes
que veía. Las casas de azulejos y los pavos reales en Lisboa, los bares y
restaurantes de Málaga, el Alcázar de Sevilla en la madrugada con una fragancia
de azahares que me arrancó lágrimas, las discotecas gigantescas de Torremolinos
y muchas, muchas cosas que me hicieron dudar seriamente sobre si el mundo era
realmente mío, o ajeno como diría Ciro Alegría.
En las caminatas, solía
llevar siempre un libro. Me sentaba a leer para descansar en uno que otro
parque, pero casi siempre entraba a un bar, pedía un Cuba Libre de ginebra. Tomaba
2 o 3 leyendo tranquilamente, y luego proseguía.
Un día en Madrid entré a
un bar casi vacío. Un ambiente agradable, tranquilo y con olor antiguo. Me
senté en una de las mesas de madera oscura llena de grabados. El camarero se acercó,
pedí el Cuba Libre de rigor y me puse a leer. Estaba leyendo “El Hombre
Ilustrado” de Ray Bradbury, gran escritor de Ciencia-Ficción y al rato,
entusiasmado con la lectura, pedí otro Cuba Libre, y luego uno más. La
sensación de euforia es estupenda. La ginebra creaba ese estado de ilusión que
se paga tan caro al día siguiente. El libro, con personajes muy reales, era estupendo.
Sin duda muy buen momento.
Notaba sin embargo, algo
raro en el bar. Tenía una sensación indefinida que algo no encajaba en la
escena. Los parroquianos habían aumentado considerablemente y con ello, el
ruido en el bar. Miré nuevamente alrededor y todo parecía absolutamente normal.
La parrilla siseaba con anchoas y gambas, la cerveza y el vino viajaban a sus
destinos con prisa, los camareros trabajaban diligentemente y todos parecían
disfrutar del ambiente. Pero algo no estaba bien. Obviamente había algo raro.
Yo soy una persona cuya
reacción inicial a casi todo es el temor. Soy un maestro del “Y si…”, del “Y
ahora…” o del “¿Qué hago?”. He aprendido a controlarlo un poco con los
años, pero cuando el mundo era todo mío, salían inmediatamente, con muchísima
naturalidad. Después de todo, eran amenazas a la propiedad de mi mundo. Una vez
que supero esa etapa, me encanta pasarlo bien con la situación.
No cabía duda, algo
andaba mal, y cada segundo, esta sobrecogedora sensación iba en aumento. Me
pregunté si alguien se percataría lo alterado que estaba, pero lo más notable
era que nadie parecía darse cuenta de mi presencia. Como si fuera un testigo
invisible de algo terrible que iba a ocurrir.
Repentinamente y como una
erupción volcánica que nace de muy dentro, supe con certeza total lo que estaba
pasando. Es difícil explicar la sensación, pero quizás un pequeño ejemplo pueda
ayudar: uno de mis primeros trabajos fue realizar unos estudios para el
Ministerio de Transportes en ciudades del Perú, Trujillo entre ellas. A cada
ciudad que íbamos, buscábamos un local adecuado para instalarnos y usarlo como
centro de operaciones. En este caso, logramos que las nuevas oficinas de la
PIP, siglas de la Policía de Investigaciones del Perú, aún no terminadas, pero
operativas, nos fueran cedidas por el mes que duraba el proyecto.
Tenía un letrero
gigantesco anunciando al “Nuevo Local de la PIP”, y todo el mundo sabía de la
obra.
Una tarde trujillana soleada
y hermosa, salía de una tienda cercana a la que había ido a comprar y tropecé
con un amigo del colegio. No lo veía desde entonces, pero éramos amigos. Iba
muchas veces a casa, y yo mantenía un romance platónico, silencioso y
unilateral con su hermana, muy bella por cierto.
-
¿Carlitos, cómo estás? ¡Qué gusto verte! - Se le veía diferente y con ojo experto noté
que había consumido algún modificador de conducta, probablemente marihuana, muy
popular en nuestra generación.
Me miró y susurró en tono
cómplice:
-
¡Me he fumado un par de tronchitos de
colombiana! - Me miraba con esa cara entre divertida, amigable e inofensiva que
le da a uno la marihuana y me dijo:
-
Y tú, ¿Qué haces por acá? - La verdad, yo
pensé inmediatamente en jugarle una inocente broma, y señalándole la obra de la
PIP, le dije
-
¿Yo? Estoy trabajando allá
Un sonido gutural, largo
y desagradable, salió de alguna parte de su cuerpo, y su cara se crispó hasta
convertirse en una especie de caricatura que sabe que va a ser pisado por un
elefante.
En situaciones así los
estereotipos se hacen añicos, y uno empieza a recordar detalles que confirmen
la realidad experimentada. Algo así como pasar de “Fernando era normal, ¿cómo
terminó en la PIP?” a “Leía mucho, ¿será por eso?” y finalmente “Todo tiene
sentido, ¿cómo no me di cuenta? ¡Estoy jodido! Voy a ir preso, ¿Qué van a decir
mi mamá, mi papá, la familia?”, “Mi abuelita, esto la mata, ¡seguro!”
El pobre entró en un
pánico tal que no atinaba a nada y me di cuenta que me había excedido, así que
lo tranquilicé explicándole la situación. Pero la reacción de alivio en estos
casos nunca es inmediata y jamás es total. Fue suficiente para que se
despidiera apuradamente. No lo he vuelto a ver.
Sin los sonidos guturales
y con otra corriente de pensamientos en mi mente, pero con las mismas
consecuencias de generación de terror, me acababa de dar cuenta de lo que
pasaba: ¡Nadie hablaba! ¡No había un solo sonido emitido por una voz humana, y
los únicos sonidos eran de la gente moviéndose, los vasos, los platos, la
parrilla! Absolutamente despavorido, me sentí atrapado en una conspiración
de alienígenas, o en un experimento para el que había sido seleccionado. En mi
mente visualicé que me venían observando ya hace tiempo, y todas las cosas que
me habían pasado eran causadas por este maldito, cruel y devastador
experimento.
Nunca en mi vida se me
habían erizado los pelos de la nuca, pero doy fe que literalmente se puede
sentir como se enderezan violentamente, con un escalofrío tremendo que llega
electrizante hasta el coxis.
Reaccioné de inmediato.
Muy lentamente para que no se dieran cuenta, saqué la billetera de mi bolsillo
mientras simulaba leer mi novela, la puse al lado del libro, y casi sin
moverme, saqué un billete suficiente para pagar la cuenta. Deslicé el billete
hasta ponerlo debajo del vaso y salí corriendo como alma que lleva el diablo. En
5 segundos, me encontré nuevamente en una calle de Madrid.
La euforia y alivio no
impidieron que a toda prisa me alejara del malhadado bar, pero no pude evitar
mirar una placa grande de bronce en un edificio aledaño muy antiguo.
Volví a caminar
lentamente, maldiciendo a Ray Bradbury y a todo el género de Ciencia Ficción.
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