octubre 11, 2015

No Hay Palabras…


Cuando era joven y el mundo entero era mío, tuve la oportunidad de viajar a Europa. Tenía 18 años y mis sueños eran tan grandes como mis locuras. Me sentía especial e inventé un método para conocer una ciudad ciertamente original, incorrecto y disparatado. Al llegar al hotel, arrancaba los mapas de la guía telefónica y salía a caminar sin rumbo fijo por la ciudad. Así conocí un marinero ruso en Lisboa que me quiso vender un reloj por 3 horas, un mendigo en Barcelona que pensó que me iba a suicidar al caminar por un puente y terminamos tomando unos vinos conversando de su fracasado viaje a Buenos Aires, un granadino aburridísimo que tocaba la guitarra como Segovia, unos sevillanos que bebían como Baco en la feria de Abril y otros personajes muy interesantes.

La mayoría del tiempo, simplemente caminaba y disfrutaba ávidamente de las cosas nuevas y diferentes que veía. Las casas de azulejos y los pavos reales en Lisboa, los bares y restaurantes de Málaga, el Alcázar de Sevilla en la madrugada con una fragancia de azahares que me arrancó lágrimas, las discotecas gigantescas de Torremolinos y muchas, muchas cosas que me hicieron dudar seriamente sobre si el mundo era realmente mío, o ajeno como diría Ciro Alegría.

En las caminatas, solía llevar siempre un libro. Me sentaba a leer para descansar en uno que otro parque, pero casi siempre entraba a un bar, pedía un Cuba Libre de ginebra. Tomaba 2 o 3 leyendo tranquilamente, y luego proseguía.

Un día en Madrid entré a un bar casi vacío. Un ambiente agradable, tranquilo y con olor antiguo. Me senté en una de las mesas de madera oscura llena de grabados. El camarero se acercó, pedí el Cuba Libre de rigor y me puse a leer. Estaba leyendo “El Hombre Ilustrado” de Ray Bradbury, gran escritor de Ciencia-Ficción y al rato, entusiasmado con la lectura, pedí otro Cuba Libre, y luego uno más. La sensación de euforia es estupenda. La ginebra creaba ese estado de ilusión que se paga tan caro al día siguiente. El libro, con personajes muy reales, era estupendo. Sin duda muy buen momento.

Notaba sin embargo, algo raro en el bar. Tenía una sensación indefinida que algo no encajaba en la escena. Los parroquianos habían aumentado considerablemente y con ello, el ruido en el bar. Miré nuevamente alrededor y todo parecía absolutamente normal. La parrilla siseaba con anchoas y gambas, la cerveza y el vino viajaban a sus destinos con prisa, los camareros trabajaban diligentemente y todos parecían disfrutar del ambiente. Pero algo no estaba bien. Obviamente había algo raro.

Yo soy una persona cuya reacción inicial a casi todo es el temor. Soy un maestro del “Y si…”, del “Y ahora…” o del “¿Qué hago?”.  He aprendido a controlarlo un poco con los años, pero cuando el mundo era todo mío, salían inmediatamente, con muchísima naturalidad. Después de todo, eran amenazas a la propiedad de mi mundo. Una vez que supero esa etapa, me encanta pasarlo bien con la situación.

No cabía duda, algo andaba mal, y cada segundo, esta sobrecogedora sensación iba en aumento. Me pregunté si alguien se percataría lo alterado que estaba, pero lo más notable era que nadie parecía darse cuenta de mi presencia. Como si fuera un testigo invisible de algo terrible que iba a ocurrir.

Repentinamente y como una erupción volcánica que nace de muy dentro, supe con certeza total lo que estaba pasando. Es difícil explicar la sensación, pero quizás un pequeño ejemplo pueda ayudar: uno de mis primeros trabajos fue realizar unos estudios para el Ministerio de Transportes en ciudades del Perú, Trujillo entre ellas. A cada ciudad que íbamos, buscábamos un local adecuado para instalarnos y usarlo como centro de operaciones. En este caso, logramos que las nuevas oficinas de la PIP, siglas de la Policía de Investigaciones del Perú, aún no terminadas, pero operativas, nos fueran cedidas por el mes que duraba el proyecto.

Tenía un letrero gigantesco anunciando al “Nuevo Local de la PIP”, y todo el mundo sabía de la obra.

Una tarde trujillana soleada y hermosa, salía de una tienda cercana a la que había ido a comprar y tropecé con un amigo del colegio. No lo veía desde entonces, pero éramos amigos. Iba muchas veces a casa, y yo mantenía un romance platónico, silencioso y unilateral con su hermana, muy bella por cierto.

-        ¿Carlitos, cómo estás? ¡Qué gusto verte!  - Se le veía diferente y con ojo experto noté que había consumido algún modificador de conducta, probablemente marihuana, muy popular en nuestra generación.  

Me miró y susurró en tono cómplice:

-        ¡Me he fumado un par de tronchitos de colombiana! - Me miraba con esa cara entre divertida, amigable e inofensiva que le da a uno la marihuana y me dijo:

-        Y tú, ¿Qué haces por acá? - La verdad, yo pensé inmediatamente en jugarle una inocente broma, y señalándole la obra de la PIP, le dije

-        ¿Yo? Estoy trabajando allá

Un sonido gutural, largo y desagradable, salió de alguna parte de su cuerpo, y su cara se crispó hasta convertirse en una especie de caricatura que sabe que va a ser pisado por un elefante.
En situaciones así los estereotipos se hacen añicos, y uno empieza a recordar detalles que confirmen la realidad experimentada. Algo así como pasar de “Fernando era normal, ¿cómo terminó en la PIP?” a “Leía mucho, ¿será por eso?” y finalmente “Todo tiene sentido, ¿cómo no me di cuenta? ¡Estoy jodido! Voy a ir preso, ¿Qué van a decir mi mamá, mi papá, la familia?”, “Mi abuelita, esto la mata, ¡seguro!”

El pobre entró en un pánico tal que no atinaba a nada y me di cuenta que me había excedido, así que lo tranquilicé explicándole la situación. Pero la reacción de alivio en estos casos nunca es inmediata y jamás es total. Fue suficiente para que se despidiera apuradamente. No lo he vuelto a ver.

Sin los sonidos guturales y con otra corriente de pensamientos en mi mente, pero con las mismas consecuencias de generación de terror, me acababa de dar cuenta de lo que pasaba: ¡Nadie hablaba! ¡No había un solo sonido emitido por una voz humana, y los únicos sonidos eran de la gente moviéndose, los vasos, los platos, la parrilla! Absolutamente despavorido, me sentí atrapado en una conspiración de alienígenas, o en un experimento para el que había sido seleccionado. En mi mente visualicé que me venían observando ya hace tiempo, y todas las cosas que me habían pasado eran causadas por este maldito, cruel y devastador experimento.
Nunca en mi vida se me habían erizado los pelos de la nuca, pero doy fe que literalmente se puede sentir como se enderezan violentamente, con un escalofrío tremendo que llega electrizante hasta el coxis.

Reaccioné de inmediato. Muy lentamente para que no se dieran cuenta, saqué la billetera de mi bolsillo mientras simulaba leer mi novela, la puse al lado del libro, y casi sin moverme, saqué un billete suficiente para pagar la cuenta. Deslicé el billete hasta ponerlo debajo del vaso y salí corriendo como alma que lleva el diablo. En 5 segundos, me encontré nuevamente en una calle de Madrid.

La euforia y alivio no impidieron que a toda prisa me alejara del malhadado bar, pero no pude evitar mirar una placa grande de bronce en un edificio aledaño muy antiguo.

 La placa decía: INSTITUTO NACIONAL DE PEDAGOGÍA DE SORDOMUDOS – 1947

Volví a caminar lentamente, maldiciendo a Ray Bradbury y a todo el género de Ciencia Ficción.


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