diciembre 21, 2015

El Zapatero de Cenicienta




Era casi de noche cuando Capanga, el zapatero ambulante que trabajaba en la esquina, llegó en su triciclo con la noticia.
-        Quería avisarles muchachos, porque ya me estoy recogiendo, pues. ¡Clavillazo se lanzó al acantilado en el Paraíso de los Suicidas!
Capanga había trabajado en una de las esquinas del barrio San Elmo de Miraflores por tanto tiempo que nadie recordaba desde cuándo. Siempre con la misma ropa, un viejo uniforme militar caqui gastadísimo con decenas de parches y zurcidos, llegaba religiosamente todos los días excepto feriados a las seis de la mañana – los clientes empiezan a llegar temprano, pues - y se ubicaba en su esquina por doce horas exactas.
De tez sanguínea y ojos verdes, bajo y macizo, llevaba un bigotito muy delgado, abundante gomina para mantener el largo e hirsuto pelo negro pegado al cráneo – hay que verse siempre bien limpio, pues – y sus rasgos faciales le daban un aspecto canino. Era algo en la forma de los ojos, los labios delgados y una amplia y agresiva sonrisa que daba paso a una gigantesca dentadura, en la que brillaban dos dientes engastados en oro.
San Elmo era el lugar ideal para vivir en Lima. Familias de clase media alta, miraflorinos antiguos y parte de una sociedad propia de un pueblo más pequeño. Todos se conocían y el “quien es quien” era perfectamente familiar para todos los vecinos. Un barrio tranquilo, con frondosas acacias y tipuanas blancas y rosas, cercas de madera blanca, geranios de colores y calles silenciosas donde solo se escuchaba el canto de miles de aves al atardecer. Muchas familias vivían en la zona desde tiempos remotos y en muchos casos, habían heredado la casa de sus padres.
El secreto de San Elmo empezaba muchísimos años atrás, cuando a las costas de Miraflores llegó una lámpara misteriosa después de flotar en el océano por unos cuantos siglos. Al tocar tierra, un buhonero criollo la recogió y pensó que bien pulida, podría representarle un buen ingreso. Tenía ojo clínico para esas cosas. Una vez en su covacha de esteras decidió limpiarla a conciencia. No tenía caso el hacer un trabajo a medias, así que lo primero que hizo fue tomar una lija muy fina y un poco de pulidor liquido de metales.
Ignorante del futuro desenlace, se concentró en la tarea. No podía saber que dentro habitaba un poderosísimo genio, Abdul Yinn, condenado a los confines de la lámpara por un malvado mago chino llamado Quiang Kiang, famoso por su crueldad. En una lucha de titanes, Yinn fue derrotado y humillado, terminando cautivo en un minúsculo espacio por los siglos de los siglos.
Con el rasguño consistente de la lija y el olor penetrante del pulidor, Abdul Yinn despertó de un pésimo humor. Después de todo, le estaban arañando la espalda y torturando la pituitaria, pero al mismo tiempo, se estaba rompiendo el encanto que lo mantenía cautivo. Excitado y encabronado, no salió de la lámpara, más bien la hizo reventar de la fuerza del alarido que erizó hasta los pelos ocultos del pobre buhonero que salió corriendo como alma que lleva al diablo hasta refugiarse en la Iglesia de San Julián, mientras Abdul Yinn se corporizaba.
Libre y recuperando la compostura, miró a su alrededor para ver a su salvador y concederle el deseo de rigor, pero no encontró a nadie. El miserable y aterrorizado benefactor era un minúsculo punto en el horizonte.
Abdul pensó de inmediato:
-        ¡Que se joda! Yo estaba dispuesto, pero el imbécil ha salido disparado. Ya no es mi problema.
-        Abdul, tienes que conceder un deseo de todas maneras. Eso o regresar a la lámpara – Era el alma errante condenada por Quiang a vigilarlo por toda la eternidad.
-        ¡Pero si ha desaparecido! ¿Se lo puedo dar a otro?
-        No. Déjame ver… - revisando mentalmente las cláusulas del encanto, encontró una opción – puedes beneficiar a un lugar en particular. Esta previsión era para cuando el que te liberara cayera muerto del susto, pero me imagino que es aplicable en este caso.
-        ¡No hablemos más! Desde acá veo esa aldea paupérrima. La voy a convertir en un paraíso para sus habitantes.
Y así, repentinamente, sin arte ni parte, el miserable villorio de San Elmo se convirtió en un paraíso para vivir. Con esto, el genio y su alma errante desaparecieron con rumbo a la nebulosa de Camelopardalis, lejos, muy lejos para evitar el alcance de Quiang Kiang. Entretanto, San Elmo pasó a ser un barrio encantado.
Como todo barrio mágico, tenía un par de tiendas de abarrotes, una farmacia, quiosco de periódicos, teléfono público y por supuesto, un buen zapatero. Muy cerca estaban las zonas más exclusivas de Miraflores y los parques aledaños eran muy hermosos. Además, estaba a corta distancia de la zona comercial, aunque no lo suficiente para que fuera un problema.
San Elmo reflejaba la sociedad perfecta; sin reglamentos, leyes ni ordenanzas. No eran necesarios. Cada uno sabía cabalmente su lugar y cada familia tenía plena conciencia de las normas no escritas que había que cumplir. A nadie se le ocurriría pintar la casa de algún color estridente, o tener un auto muy viejo y en mal estado. Tender ropa lavada con vista a la calle o que las empleadas no tuvieran uniforme, ¡impensable!
Casi parecía que se nacía así, con las normas implantadas genéticamente. La gente era mesurada, discreta, de buen gusto y muy buena educación. Jamás una impertinencia o un insulto. Nada parecía fuera de lugar y había formas muy claras de transmitir un mensaje sin decir ni hacer nada. Esa era la magia, la versión peruana del sueño americano mucho más sutil y sofisticado.
Y la esquina de Capanga era el punto de referencia, de reunión y casi un ícono que podía representar al barrio.
-        ¡Ay, hija, que suerte de tener a Capanguita! ¡Es tan buen zapatero!
-        Si, oye. Felizmente, porque escuché que en Bartolomé Herrera tienen un zapatero antipatiquísimo, todo sucio y chapucero. ¡Parece un Atahualpa!
-        ¿Te imaginas? Seria horrible tener alguien así en el barrio…
-        Por eso me gusta tanto San Elmo. Las bodegas, super limpias; la china Misaki tiene a toditas sus dependientas uniformadas y el chino Francisco parece que tuviera un convento.
-        ¿Y la señora de la farmacia? Es morenita pero muy educadita y toda una profesional. Siempre tan amable. Y sabe darse su lugar.
Capanga sabía también cuál era su lugar. A pesar de ser de tez clara, lo traicionaban los dientes de oro y sus facciones. Era consciente que jamás podría pasar al otro lado del mostrador. Y aceptaba su destino con amargura y resignación. Aunque su madre era solo ligeramente morena, no sabía de nadie en la familia que tuviera ojos verdes. Cuando le preguntó a su madre, ella le mencionó algún bisabuelo perdido en el siglo pasado y allí quedó la investigación.
Era un zapatero mágico. Al nacer, fruto de un prohibido y oculto amor entre el hijo de un acaudalado empresario barranquino y la criada de la casa, el hada madrina de la familia le concedió varios dones, en compensación por no ser jamás reconocido ni aceptado por ellos, así que obtuvo los dones de la perennidad, la alcahuetería y la certeza del destino ajeno.
Aunque jamás le dijo cuántos años tenía a nadie, era imposible aventurarle una edad. Todos lo intentaban, pero a la hora de decidir los invadía una niebla que borraba cualquier idea preconcebida y hasta olvidaban lo que querían adivinar. Y es que se le veía ágil y vigoroso, pero sus arrugas, pocas, profundas y curtidas, hablaban de alguien que ha vivido mucho y visto demasiado. Era un tipo jovial, criollo, muy rápido – perdiste por lento, pues - y transmitía sordamente un halo indefinible de tristeza, como esas fotos antiguas en que se han oscurecido los bordes y los detalles se ven borrosos.
La función principal de Capanga no era la de zapatero. Con los dones se le asignó también una misión sagrada en este barrio perfecto que era mantener al mundo entero informado de todas las novedades. La esquina en que cuadraba su alfombra voladora disfrazada de triciclo – cuidadito con la persa, pues - era el lugar obligado de reunión de los muchachos, como lo fue para la generación anterior y probablemente la anterior a esa.
Todas las empleadas llevaban los zapatos de la familia a reparar, y Capanga les sonsacaba hábilmente los chismes de la casa y al mismo tiempo, los de ellas – se te ve en la cara que tienes enamorado, pues – con lo que además de fuente valiosa de información, ejercía su celestinaje dialogando luego con los posibles candidatos al corazón de las damas. Siempre le podían salir unas cervecitas después del trabajo. Los choferes del barrio lo hacían su confidente y le contaban sabrosos incidentes, más elaborados y con mayor intención que los de las mucamas. También el policía era su amigo con lo que podía saber quiénes tenían escándalos nocturnos o llegaban muy tarde a casa – jugadoraza la señora Chelita, pues – tratando de no llamar la atención de nadie.
Sabía perfectamente la situación de cada familia, porque la calidad, marca y deterioro de los zapatos – un zapato te dice de todo, pues – le hacían saber cómo vivían. El Florsheim clásico, impecable, al que escasamente le ponía un tacón nuevo debido al ligero desgaste del anterior, el Bata-Rímac de Neolite, destrozado, lleno de mugre y al que había que ponerle media suela, plantilla y taco – a mí no se me escapa nada, pues – para darle hasta un año más de vida y muchos otros para los cuales él tenía automáticamente asignado un escalafón social, con el cual basaba sus precios. Incluso podía distinguir entre las familias que a pesar de no tener muchos recursos, los mantenían limpios y relativamente bien conservados, hasta aquellas que simplemente los destrozaban. A pesar de ser una buena fuente de ingresos, aborrecía interiormente a estos últimos, ya que en su opinión, un zapato era una obra maestra, un invento casi divino. Sin duda tenía vocación para el oficio.
Lo que más le gustaba era reparar los zapatos de taco alto, tan delicados y estilizados. Solo tenía que reemplazar el taquito de jebe al final del taco, pero casi siempre les decía a las empleadas que regresaran luego, pues quería pasar un rato admirando y sintiendo la suavidad del calzado. Su mente viajaba a lugares oscuros y recónditos mientras pensaba en la dueña de aquel zapato. Las reconocía a todas por el desgaste del taco, que identificaba su manera de caminar.
Si bien su esquina era la piedra angular del barrio, el corazón era el grupo de adolescentes que se reunían a diario. Con edades entre quince y veinte años, todos despertando a la vida con actitudes y experiencias diversas. Tenían en común las expectativas de ingresar a la universidad y haber estudiado en los mejores colegios católicos de Lima. Algunos, los más rebeldes e inquietos estaban aún estudiando en colegios privados de dudosa calidad, especiales para recoger a todos aquellos que eran expulsados de los buenos colegios. En ellos los muchachos no tendrían problema alguno para terminar la secundaria. Uno o dos años después que los demás, pero eso era lo de menos. Capanga sabía que estos últimos harían con toda seguridad más dinero que los aplicados y estudiosos. Incluso que los inteligentes.
Era todo un espectáculo ver a tanto joven muy bien vestido empezando su ensayo de actitudes, posturas y movimientos que los acompañarían de por vida y que les imbuían las vitales dosis de seguridad y autoestima. Las maneras de apoyar la pierna en el muro, sentarse en el triciclo de Capanga o pasarse la mano por el bien cuidado cabello con un gesto ágil y varonil, además de elegante y decidido.
Nadie era tan buen conocedor y analizador de personalidades como el buen zapatero. Después de todo haber observado a varias generaciones de jóvenes crecer y prosperar o fracasar en la vida le daba la autoridad para opinar silenciosa y acertadamente sobre el futuro de aquellos.
Mirando a Augusto girando elegantemente la cabeza para lanzar la rubia y brillante cabellera hacia atrás al tiempo que se acomodaba en el asiento del triciclo como si fuera una motocicleta y al Chato Jonás rascarse disimuladamente la nuca mientras se miraba las uñas sucias y mal cortadas de la otra mano bastaban para que Capanga supiera lo que había que saber. Eran abiertos mensajes que le decían quien ganaría y perdería en la vida.
Pero su don iba mucho más allá. Si pudiera haberlo compartido, sería el primer zapatero millonario de la ciudad. Muy a su pesar, los dones eran para enriquecer su fuero interno y no su bienestar material.
Capanga sabía sin duda ninguna quien sería feliz o desgraciado en la vida. Podía certeramente pronosticar al que moriría joven y al que se mataría de un tiro en la cabeza 40 años después, rodeado de riqueza, drogas y mujeres. Tal era la exactitud con que podía ver el futuro. Y en ocasiones se le quebraba el alma cuando veía decisiones juveniles, tontas al parecer y que afectarían la vida del protagonista de forma terrible. Pero estaba condenado a guardar silencio. Solo lo rompió una vez y el precio fue muy alto y doloroso.
Cada jornada, al montar en la alfombra voladora con su máquina de coser cuero, las leznas y cuchillas, su bigornia, aquel yunque vital para cualquier zapatero y el resto de trastes propios, le bastaba cruzar la línea del tranvía con dirección a su casa para que su magia desapareciera y volviera a ser Aurelio Gaona, de 53 años, cuatro hijas, una esposa y una querida, con angustias económicas tremendas – es que la Linda me quiere sangrar, pues – y que a duras penas podía pedalear el triciclo hasta su casa. Odiaba a las mujeres pero no podía vivir sin ellas. Triste destino el suyo. Agotado - y la Dora seguro va a querer que le cumpla hoy, pues - empezaba a contar los minutos para regresar a su rutina mágica en el barrio de San Elmo.
Un día de verano un muchacho de unos 14 años, se sentó en la esquina aun vacía y le preguntó a Capanga:
-        ¿Siempre está por acá?
-        Todos los día menos domingo, hijo. ¿Y tú, cómo te llamas?
-        Antonio Panduro, a sus órdenes señor. Pero me dicen Toño.
-        Yo soy Capanga, el zapatero. ¿Cómo no te he visto antes, pues?
-        Es que nos hemos mudado hace poco.
Antonio era hijo del doctor Félix Panduro Riofrío, brillante abogado y Juez de la República. Don Félix era a su vez hijo de Emiliano Panduro, inmigrante selvático y antiguo minorista de verduras en el Mercado Mayorista, quien había conquistado a la dulce Sarita Riofrío nadie sabía cómo. Su familia era de mucha prosapia pero estaba venida a menos En una convivencia clandestina y entre gallos y medianoche, Don Félix vino al mundo.
El duende de la familia, un tunche lambayecano gruñón y de mal humor perpetuo, le concedió un solo regalo, al cual lo denominaban acatinka, cuya traducción más cercana seria “regalo de mierda”, pero se aseguró que con éste, Don Félix podría prosperar y llevar una vida acomodada. Este fue el de la inescrupulosidad, uno de los más comunes en el mundo mágico. ¡Qué diferencia con el hada madrina de Capanga! - Es que ella había sido importada desde Noruega y era una delicadeza con alas, pues.
Don Félix no desaprovechó aquella única ventaja en la vida e hizo uso profuso y efectivo de lo que se le había otorgado, llegando a graduarse de abogado y en función a prebendas, concesiones y sobornos, alcanzar la función pública de Juez de la Corte Superior.
Aquello fue el objetivo esperado y logrado, y Don Félix finalmente pudo pensar en comprar una buena casa y poner a su pequeño y único hijo en un buen colegio. Había tolerado pacientemente la casita de Breña y la escuelita paupérrima para Toñito, quien era un niño muy especial. Desde la cuna irradiaba dulzura y genuina alegría. Su buen talante hacia pasar desapercibidos sus ojos estrábicos y su cabeza descomunal que asemejaba una pirámide invertida. En realidad había sido una de las pesadas bromas del tunche, que viendo la promisoria carrera de Don Félix, quiso ponerle un sabor amargo a su vida, siempre necesario. Pero Toñito recibió sin saberlo, las últimas virtudes que una mágica náyade moribunda pudo darle. Enternecida por su patético aspecto al nacer, le regaló lo que le había quedado por poca demanda: la ingenuidad, la nobleza y la pureza de alma. Al darle la última virtud cayó muerta al suelo, donde fue pisoteada inadvertidamente por Don Félix.  
Don Félix pensaba que era preferible feo que bruto y Toñito era el primero de su clase en la escuela, gracias a Dios.
El problema con los tunches era su temperamento envidioso y siniestro que trataban de usar con la mayor frecuencia posible. Estos seres encantados estaban obligados a conceder acatinkas a quienes los habían acogido y protegido de los muquis, duendes mineros que casi acaban con ellos hace muchísimos años. La autóctona plana encantada de la zona estaba siempre peleando entre sí. Pero los chikanes, los venidos de fuera, como hadas madrinas, ninfas o genios orientales eran temidos, respetados y admirados. ¡Ni meterse con ellos!
Al querer comprar una casa en Miraflores Don Félix estuvo a punto de perderlo todo. El acatinka le impedía vivir en las mejores zonas, a riesgo de revertirse y convertirlo en un hombre serio y decente. Un terrible escalofrío le sacudió el espinazo de sólo pensarlo, y como era de esperarse, el tunche no le había advertido nada, confiando en liberarse del pesado compromiso. Decidió comprarla lo más cerca posible, y así lo hizo, comprando no una, sino dos casas contiguas frente a la línea del tranvía, el límite justo entre Miraflores y Surquillo, un barrio mucho más modesto y populoso.  Una de ellas, muy bonita y coqueta mientras que la otra se veía modesta y práctica, sin adornos, ni cornisas y menos aún jardín frontal a excepción de unas pocas macetas.
Y es que Don Félix no daba puntada sin hilo. Al fondo de ambas, construyó una puerta común, hábilmente camuflada por dos grandes armarios. Amobló ambas, la primera muy modestamente y la segunda con muebles de caoba negra, cuadros de los mejores pintores, biblioteca con muchos tomos de cuero y vívidos colores, todos los artefactos electrónicos posibles y cuanta comodidad pudiera ofrecer la vida moderna.
Toda la familia, incluso las criadas, vivía en la segunda casa, pero la puerta principal de ésta jamás se abrió. Para todos los vecinos, el austero magistrado vivía con la modestia propia de un probo y estoico juez de la Grecia antigua.
Toñito creció en la soledad de una casa llena de lujos y con los mejores juguetes que nunca pudo compartir. En su ternura e ingenuidad construía sus sueños siempre llenos de niños jugando con él en parques inmensos de verdes tamices, lagunas de prístinos azules y flores de mil colores. Estos niños jugaban siempre sin pelear, y las intrigas, envidias y chismes que tanto lo hacían sufrir en el nuevo colegio, eran desconocidos en este mágico mundo.
Cada día, al regresar del colegio, Toño pasaba por el barrio de Capanga, y veía a lo lejos al grupo de muchachos de su edad departiendo alegremente en la esquina del zapatero. Siempre había querido acercarse a ellos, pero nunca había tenido el valor. Finalmente, un día vio a Capanga solo y reunió todas sus agallas para acercarse a conversar con él. Confiaba que una vez que él lo conociera, se harían amigos, y de esa manera podría acercarse a los del barrio. Los veía tan seguros de sí mismos, tan auténticos y naturales que ansiaba con desesperación ser uno de ellos. Sentía que con aquello sus temores, inseguridades y su ingenuidad, de la que era dolorosamente consciente, desaparecerían instantáneamente.
Mientras conversaban, Toño vio acercarse a un muchacho, al que reconoció de inmediato. Era el que tenía un caminar muy elástico, tanto, que parecía un felino en busca de su presa.
Al llegar Pepe Lucho le dirigió una mirada inexpresiva y un leve ademán con la cabeza, un tipo de saludo impersonal que implicaba por lo menos que sabía que estaba allí. Toño sintió que el corazón se le iba a salir por la boca pero contestó de similar forma.
-        ¿Has visto a Javicho, Capanga?
-        Estuvo por acá, pero creo que se ha ido con el Chino y Jaimito a ver unas hembritas.
-        ¡Puta madre, este huevón ya me cagó otra vez! ¿Hace rato?
-        Ufff… Ya más de una hora, pues.
-        ¿Y Chefo? ¿Ha estado por acá?
-        Pasó con su vieja al dentista, pero me dijo que ya regresaba, pues.
Pepe Lucho, un poco más calmado, miró a Toño, quien permanecía embobado escuchando la conversación. ¡No cabía duda, estos eran los amigos que él quería! Se notaba que vivían a cien por hora. Pensó que la última vez que tenía dos cosas importantes que hacer fue cuando tuvo que envolver el regalo de la tía Queta antes de visitarla y recoger su terno de la lavandería para poder ir todo elegantoso…
Capanga lo notó y dijo:
-        Este es Antonio. Dice que se ha mudado hace poco, pues.
Pepe Lucho le preguntó:
-        ¿Y por dónde te has mudado?
-        Acá cerca como a cuatro cuadras. Cruzando la línea del tranvía nomás. Pero me dicen Toño por si acaso.
La pausa imperceptible no lo fue para Capanga que de inmediato supo lo delicado de la situación. Pero el daño era irreparable.
Repentinamente el pantalón de Toño murmuró “Texoro” mientras el de Pepe Lucho susurraba en perfecto inglés “Levi’s”, y las zapatillas de ambos intercambiaban muy bajito las palabras “Tigre” y “Nike” a breves intervalos. Los polos de piqué, más estridentes, gemían al unísono y sin pausa: ¡Camisa DeLaCosta!, ¡Chemise De La Coste! a través de un pequeño cocodrilo verde claro, con la lengua muy roja, barrigudo y casi deforme y uno más oscuro y estilizado, bordados sendamente en el pectoral izquierdo.
La suerte estaba echada. Capanga y Pepe Lucho escucharon perfectamente cada palabra, pero Toño solo sintió una confusa sensación de ruido ininteligible a la que no le prestó ninguna atención. Tampoco hubiera comprendido nada aunque hubiera entendido las palabras, pues sus virtudes le impedían escuchar casi todo lo que ocurría en un mundo mágico lleno de intrigas y pasiones encontradas. En San Elmo, Toño sería siempre un intruso.
Poco a poco la esquina se fue poblando. Toño pudo conocer a Juan, Neto, Mario, Huevito, Pólvora y muchos otros. En cada uno de ellos veía algo que quería tener y le parecía que todos, absolutamente todos eran tipos extraordinarios. Se sentía en la gloria, aunque escasamente le dirigían la palabra, y alguno lo ignoraban groseramente, pero él no podía darse cuenta. ¡Nunca se había sentido tan feliz! Finalmente se despidió y caminando sobre algodones se fue a casa.
-        ¿Y este patita? Capanga, ¿de dónde lo has sacado?
-        A mí no me mires Huevito, llegó y se sentó, pues.
-        ¿Medio raro, no? – dijo Pólvora – Su cabeza es de campeonato.
-        Y es virolo. ¿Te diste cuenta?
Y fue Neto quien dio la estocada final:
-        Es igualito a Clavillazo, ese cómico mexicano que quería ser como Cantinflas, ¿se acuerdan?
-        ¡Pucha Neto, es idéntico! Yo me he visto todas sus películas en el cine Balta de Barranco, pues – Capanga añadió para terminar el bautizo de Toñito.
Toñito no pudo dormir esa noche. La cabeza giraba a toda velocidad, reemplazando las imágenes sin caras de sus sueños por las de sus nuevos amigos. El corazón latía con brío renovado y sentía que finalmente la realidad era como la había leído o visto en las películas.
¡No podía creer lo que había ocurrido esa memorable tarde! En unas pocas horas se había hecho de más amigos que todos los que había tenido en su vida anterior.
Y es que Toño había vuelto a nacer. Cada minuto tenía una nueva idea, un nuevo plan para compartir con los muchachos del barrio. Finalmente podría jugar con todos aquellos artefactos y regalos, muchos de ellos sin abrir, que su padre le daba sin ninguna razón aparente. Don Félix adoraba a su hijo pero la acatinka dificultaba una relación franca y abierta con él, así que expresaba su amor a través de regalos y engreimientos.
Al día siguiente después del colegio se dirigió directamente a San Elmo. No pudo prestar atención a las clases y ni siquiera escucho las pullas de sus compañeros que lo veían embobado, con el estrabismo aún más acentuado al mirar constantemente hacia arriba. Se diría que estaba mirando al cielo, donde precisamente se encontraba en esos momentos.
A lo lejos, vio que había un grupo grande en la esquina. ¡Su barrio! ¡Sus amigos! Concluyó que no se podía ser más feliz en la vida. Al llegar, el primero en reconocerlo fue Neto
-        ¡Hola Clavillazo! ¿En qué andas?
-        ¿Clavillazo? ¿Quién es ése? – Toño se desconcertó un poco
-        Nada, un artista de cine pues – intervino Capanga, tratando de suavizar el dialogo
-        Es que eres igualito, compadre – dijo Pepe Lucho
-        ¿Si? Nunca lo había escuchado – respondió Toño, aun dubitativo
-        Es un actor famoso, cuñau – añadió Pólvora, cachaciento como siempre
-        Bueno, veo que todos tienen apodo. O sea, el mío es Clavillazo, ¿no?
-        ¡Claro hermano! Clavillazo, Cla-vi-lla-zo ra, ra, ra!
La chacota pasó inadvertida para Toño, quien por el contrario, se sentía muy contento. Era uno más, igualito que los otros. Todos tenían su apodo. ¡Y él ya tenía el suyo! De un artista de cine, ni más ni menos.
Fueron días de gloria para él. Llevaba su apodo con mucho orgullo y dignidad. Insistía que en su casa y el colegio lo llamaran igual. Las dos criadas, fanáticas del cine mexicano, conocían al personaje cómico perfectamente, y se burlaban a sus espaldas, pues el aspecto del actor era deplorable. Poco agraciado y con cara de tontito en todos sus personajes, causaba gracia justamente por su aspecto de perdedor inveterado. Pero indudablemente quien le puso el sobrenombre había dado en el clavo. Toño era el personaje que el actor representaba en el cine. Es decir, era más “Clavillazo” que Clavillazo. Era una de esas patéticas bromas que daba la vida de vez en cuando. Pero Clavillazo carecía de la capacidad de darse cuenta. Él estaba simplemente feliz y no se cambiaba por nadie.
Por varias semanas, Clavillazo asistió religiosamente a la esquina de Capanga. En su mayoría, los amigos del barrio le hacían bromas y se burlaban de su apodo, de su manera de hablar y vestir y hasta de sus ideas y pensamientos. Pero estas pullas y provocaciones eran un reflejo del barrio en general; finas, discretas y hasta elegantes.
Clavillazo pensaba que no había en el mundo entero alguien más afortunado que él.
¡Qué amigos tan estupendos! Solo lamentaba no tener la rapidez mental de ellos, que en sus respuestas respondían a las bromas que se hacían unos a otros.
-        Coco, ¡qué bonita tu chompa! ¿Hay para hombre también?
-        Sí, ¿quieres una para tu enamorado?
-        Chefo, ese relojito tan coqueto, ¿se lo has robado a tu vieja?
-        No, a la tuya cuando fui a verla anoche
-        Chueco, te volvieron a jalar en Matemáticas, ¿dime, tú usas números o piedritas para contar?
-        Me has hecho acordar que me dieron tu certificado de Primaria Completa. ¡Te felicito!
Clavillazo encontraba estos duelos verbales tremendamente divertidos y cuando se los dirigían a él, se sentía realizado. Pero siempre en silencio, se limitaba a sonreír con ligero embarazo y dirigía al autor una mirada entre tierna y traviesa, casi como de gratitud pues al prestarle atención sentía que lo hacía parte del barrio. Cada vez se sentía más unido a ellos.
-        Cuñau, ¿así naciste o te caíste de la moto?
-        Clavillazo, ¿esa es tu cara o estas chupando limón?
-        ¿Cómo haces para ponerte tus polos? Porque por esa cabeza que tienes no pasa ni la falda de la gorda Lucila
-        Clavillazo, ¿cómo son las cosas al otro lado del tranvía? ¿La gente ya sabe leer y escribir?
Capanga, por el contrario. Dejó de hacer comentarios a los pocos días y observaba con reproche y tristeza las burlas a Clavillazo. Sin embargo, y confiando en su instinto de sobrevivencia y no por él, no dijo nada. Era mucho peor si lo hubiera hecho. Recordaba haber ido alguna vez a un galpón de crianza de pollos y fue testigo de ese instinto animal de destrucción del más débil, probablemente un atavismo para preservar la especie. Apenas un pollo sufría una herida, todos enfocaban sus esfuerzos a picotear en la llaga hasta destrozar a la víctima y dejarlo como una masa informe. Se preguntaba si este galpón juvenil se estaba comportando de la misma manera y si eran conscientes de esta terrible falta de consideración por un semejante. Pero Clavillazo no percibía ningún peligro, ni siquiera un indicio de la bufa en que se había convertido, y los del barrio sin duda no lo veían como a un semejante.
Los días fueron pasando y las burlas aumentando. Clavillazo no podía ver la diferencia entre los intercambios verbales de los demás y los dirigidos a él. Lo único que no entendía era por qué nunca le pasaban la voz para ir al cine o al fútbol, y aunque le dolía un poco este incordio, pensaba que era solo una cuestión de tiempo.
Después de todo, cada vez estaba más cerca a los muchachos. Por las bromas que le hacían, se notaba la confianza que le tenían. ¡Sentía que pertenecía al barrio!
Por el contrario, Capanga estaba llegando al límite de su tolerancia. No comprendía porque Clavillazo no se daba cuenta de lo que pasaba. La situación había sobrepasado los niveles de respeto y decencia. Y sin embargo, el pobre llegaba puntualmente con una sonrisa en la boca. Por supuesto, Capanga no sabía de las virtudes que la ninfa le había concedido. Escasamente era consciente de sus dones y de su misión sagrada en el barrio. Instintivamente conocía las restricciones de aquellos pero el mundo mágico era para él y para todos un misterio veladamente presente. Para todos menos Clavillazo.
Un sábado por la mañana, Capanga se encontraba solo en su esquina trabajando en silencio en los zapatos de una hermosa vecina que traía de vuelta y media a los muchachos y a algunos de sus padres. Nadie sabría jamás los secretos que Capanga atesoraba con cada zapato. Los miraba mientras acariciaba la piel de cabritilla y la suave plantilla y supo que no usaba medias nylon con ellos, que ladeaba el pie derecho un poco, probablemente por un pequeño callo o una ampolla en el dedo mas chico. También se enteró que había estado en la playa con esos zapatos. Aun había unos cuantos granitos de arena. Fue este el inicio de su fantasía del día. No hay muchas razones para ir a la playa con un zapato de noche. Las opciones son pocas y Capanga escogió la más audaz viéndose envuelto en un sueño lleno de pasión y lujuria que aunque duró solo unos instantes, fue suficiente para considerar que era un día estupendo.
Satisfecho de su trabajo y relajado después de su brevísimo orgasmo mental, siguió reemplazando los minúsculos taconcitos. - ¡Ah, si la gente supiera todo lo que yo sé! Habría más de un divorcio y quizás más de un crimen… - Sonrió para sí.
Al mirar al frente vio a Clavillazo sentado en el muro, con su eterna sonrisa, como esperando el diario castigo. ¡Se le veía tan indefenso, tan tierno y noble!
Capanga no pudo más. Con tristeza y conmiseración, le pregunto suavemente:
-        Toño, ¿te das cuenta de lo que está pasando?
-        ¿De qué hablas Capanga? ¿Qué ha pasado? – respondió Clavillazo, preocupado pensando en alguna desgracia.
-        No, no ha pasado nada. Me refiero a ti y a los muchachos del barrio.
-        No. Ni idea. ¿Por qué? ¿Hay algún problema? ¡Nadie me ha dicho nada!
-        Ay hijo, es justamente de lo que estoy hablando. Nadie te va a decir nada nunca
-        ¿Pero que me tienen que decir? Te juro que no te entiendo
-        Mira Toño, no hay manera de decir esto sin que duela. Los del barrio se están burlando de ti.
-        ¿Y eso que? Ellos se burlan de todos, todo el tiempo. A mí me gusta
-        ¡No, no, no! Ellos bromean entre si todo el tiempo. Siempre ha sido así. A veces me parece que repiten las mismas frases una y otra vez. En tu caso es diferente.
De tí hacen escarnio, de tí se burlan sin compasión. ¿Es que no lo ves?
A mí me desespera ver como maltratan tu dignidad. Todas las bromas que te hacen tienen que ver con tu aspecto, de que vives en Surquillo, de tu forma de vestir y en especial de tu origen.
-        Pero… - demudado, Clavillazo no sabía que decir. Nunca hubiera esperado esto.
-        Perdona que te lo diga así, pero la verdad es que ya es demasiado. Es hora que reacciones y que asumas tu realidad, Toñito.  Es mejor que no regreses. Ellos solo persiguen hacerte daño y divertirse a tu costa.
-        Capanga, no entiendo… Yo soy uno más del barrio, ¿por qué me dices esto?
-        Nunca serás uno de ellos. ¿Es que no lo ves, por el amor de Dios? Vete, hijo, vete. Yo no soy uno de ellos. Tú eres uno como yo y siempre te verán así. Diferente. ¿Te han invitado a alguna de las fiestas de los sábados? ¿Acaso conoces a alguna de las hembritas con las que van a la matinée del domingo? ¿Por qué nunca te avisan para ir? Ni siquiera al Estadio te pasan la voz. Date cuenta y reacciona Toño, ¡por favor!
Un pesado silencio invadió la esquina. Parecía que repentinamente todo estaba en penumbras. El rostro de Capanga reflejaba un dolor hondo y sus arrugas se hicieron más notorias. Por un instante, sus 53 años y algunos más salieron a flote, a la vista del mundo entero.
También Antonio envejeció en ese momento. Su palidez hizo aún más dramática y triste su tez amarillenta. El brillo de ternura de sus ojos había desaparecido y había sido reemplazado por una mirada laxa e inexpresiva. La fealdad de su rostro se hizo mucho más evidente y mágicamente, su espalda se encorvó dirigiendo su cabeza hacia abajo.
No hablaron más y se marchó torcido y arrastrando los pies.
Tres días después Capanga se enteró del intento de suicidio de Clavillazo por una criada que vivía cerca de la zona. Fue en ese momento que se dio cuenta que había roto la magia de sus dones y se le encogió el corazón al ver las terribles consecuencias.
Al marcharse esa tarde vio a un grupo del barrio en la puerta de la bodega y se acercó a darles la noticia. Les dio la información de la clínica, el número de habitación y el nombre completo de Clavillazo, ignorado por la mayoría.
-        Pregunten por Antonio Panduro.
-        ¿Pero se va a morir o está más o menos? – preguntó Chefo.
-        Está grave pero parece que se va a salvar, felizmente.
-        Ok, vamos a organizaros para ir en mancha, Capanga, gracias.
-        Que bien muchachos, él necesita mucho apoyo, pues.
-        Sí, sí, sí, ahí estaremos.
Al marcharse Capanga, intercambiaron algunas frases sobre Clavillazo, deseando que se pusiera mejor. Cinco minutos después la conversación retornó a la fiesta del sábado.
Nadie supo al final que pasó con Clavillazo y la verdad, a nadie le importó.





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