* Dedicado
con todo mi cariño a mi gran amigo y eximio guitarrista, Chicho Deza
Dentro de las muchas pensiones que me tocó vivir, una
en especial me es particularmente grata y abriga muchos momentos especiales. La
pensión de Lucha (por favor no malinterpretar, el nombre no guarda ninguna
subliminal comparación con la pensión Soto).
Lucha era una mujer soltera, madura y al borde de lo
que yo llamaría "solteronía". Los síntomas eran evidentes: excesivo
maquillaje, carnes ya un poco flojas, siempre en minifalda y un exceso de hojas
de afeitar en la basura.
Tenía un novio, italiano y fornido que siempre llegaba
después de las 9 de la noche y se iba como a las 2 de la mañana. Su nombre era Leo
y se veía a la legua que tenía vocación de solterón inveterado. Le decía a
Lucha que vivía con su madre enferma y por eso no se casaban. En resumen, no se
casarían nunca y quien sabe en unos 15 o 20 años vivirían juntos, ya en el
cenit de la vida, para acompañarse en sus miserias.
Esto era en 1969, uno de los mejores años de mi vida. Época
de la marihuana, LSD, Woodstock, la tabla hawaiana como deporte de moda y los
Traffic Sound y los Mad como los primeros grupos de rock en ingles en Lima.
Junto a estos fenómenos sociales, los primeros gay empezaban a salir del
closet, amparados en la vestimenta colorida y audaz de la época.
Se respiraban aires renovadores y revolucionarios. Yo
estaba en primer año de Universidad, tenía auto, independencia absoluta y una
mesada sumamente razonable. Más que razonable, esplendida. No tenía problemas
con el auto. Tenía crédito para el mantenimiento y la gasolina diaria. Pero
vivir la vida loca no es barato.
Después de haber pasado un año en la casa de mi tío
Ricardo, finalmente y por agotamiento, mi padre aceptó ponerme en una pensión.
Después de mil averiguaciones y referencias, terminé en una casa de Miraflores,
propiedad de una señora piurana que había confiado a Lucha, también
pensionista, la administración de la pensión. A los pocos meses, Lucha decidió
lanzar un golpe de estado.
Habló con todos los pensionistas ofreciéndoles una
pensión suya con menor mensualidad y prácticamente todos aceptaron. Todos menos
los de Piura. Así fue que los demás terminamos en una casa de Alcanfores,
también en Miraflores. Solo perdimos a un gordito trujillano pintoresco de
nombre Humberto Optaciano y a un gay que decidió irse a vivir al hotel
Columbus.
Lo que hizo a esta pensión memorable y hasta histórica
en Miraflores, fueron los inquilinos, turba de locos geniales y jaraneros. Éramos
odiados por los vecinos, envidiados por los otros provincianos y admirados por
los barrios de San Fernando y Las Dalias
El variopinto tropel de huéspedes era en su mayoría de
Pacasmayo, puerto idílico al norte de Trujillo, con playas maravillosas y gente
generosa, directa y muy hospitalaria con una capacidad adquirida de consumir
alcohol muy por encima del promedio no solo nacional, sino que me atrevería a decir
arañando los primeros lugares a nivel mundial.
En mi dormitorio, que era el más grande, dormían los pacasmayinos:
los hermanos Chicho y Tito, el Colorado y Coqui y los únicos extranjeros: Memo, un muchacho de
Trujillo, un poco mayor que yo, y un servidor, compartiendo sendas camas
camarote.
Es preciso, antes que nada, hablar de Chicho. Estudió
en el mismo colegio que yo, el San José Obrero de los Marianistas en Trujillo,
y ocupé su carpeta durante 2 años, cuando él ya había terminado. Yo no lo conocí,
pues entré cuando él ya era universitario.
Fue por muchos años considerado el mejor alumno del
colegio, y cuando yo ingresé, Chicho era ya una leyenda. Tanto que sabían qué
carpeta había ocupado y así me lo hicieron saber. Yo me lo imaginaba flaco, de
cara larga y ojos hundidos, con ojeras de tanto leer y estudiar, además de
introvertido, torpe y aburrido. Nadie con esas notas puede ser entretenido. Me
equivoqué.
Cuando lo conocí, me di la sorpresa de encontrar un
tipo bonachón, con la sonrisa siempre a flor de labios y el chiste o la broma
en la punta de la lengua. Con anteojos y unos cachetes chapositos y muy
generosos, parecía un muñequito de torta. Lo primero que pensé fue que era
imposible que hubiera sido el alumno más brillante del colegio. No con ese
aspecto por lo menos. A los 18 años uno se rige por estereotipos a falta de
realidad vivida. Volví a equivocarme.
Chicho era eximio guitarrista, cualidad que le hubiera
permitido ganarse la vida cómodamente, pero estudiaba ingeniería civil, difícil
carrera y lo hacía bastante bien. ¡Lejos me imaginaba yo lo que pasaríamos en
esa pensión gracias a esa guitarra!
Tito era más joven y tranquilo, mientras que el
Colorado y Coqui eran los más serios de los cuatro. Pero en cuanto a capacidad
de jarana y diversión, la afición les venía de sangre a todos.
Memo estudiaba agronomía, y era una persona alegre y
de buen talante, con mucho sentido del humor. Compartíamos con él un pequeño
invernadero, que de acuerdo a la versión oficial, albergaba una variedad de
lechuga africana, que él usaba para sus investigaciones sobre la clorofila y
yo, que estudiaba medicina, sobre las propiedades curativas de esta rara
especie. Lucha se sentía orgullosa de tener estudiantes tan inmersos en la
ciencia, pero la verdad es que era simplemente mariguana, de la variedad
conocida como lechuga, que significa que había sido sembrada en Lima. Dosificábamos
la cantidad de hojas, y cuando había cosecha, las llevábamos al dormitorio y
las poníamos encima de un foco encendido. En cuestión de minutos, se habían
secado y estaban listas para ser consumidas. Debo aclarar que si bien las
semillas las puse yo, la mentira fue de Memo. Cuando dijo lechugas africanas,
casi me atoro de risa, pero su seriedad era impecable. ¡Maestro!
En otro cuarto, un poco más pequeño, vivía Nelly, hija
de un embajador centroamericano, mujer simpatiquísima y cariñosa, pero que
lograba tumbar al más armado de los pacasmayinos en temas de trago. Situación
muy desigual por cierto. Algo así como profesional contra amateurs. Compartía
la habitación con Carlitos, su hijo de unos 16 añitos, muy gracioso y criollo,
pero peligrosísimo. Además del pisco y la cerveza, era un vademécum actualizado
de todo tipo de sustancias modificadoras de comportamiento, y que repartía con
quien tuviera a bien aceptar la invitación. Una vez aceptada ésta, la vida
humana entraba en riesgo cierto. Me consta personalmente.
Teníamos también un ecuatoriano, Dariel, muchacho alto
y de facciones un poco gruesas, pero delicado como una dama y que siempre vestía
con la última moda europea. Se veía que tenía mucho dinero. Hubo algunos roces
con los demás, pues era más bien políticamente correcto y fino. Les traía
flores a las mujeres, o les daba algunos piropos sobre el maquillaje, el
vestido y el peinado. Cuanto más lo querían ellas, mas anticuerpos desarrollaba
en el área cavernícola de la pensión, es decir, nosotros.
Había también un señor de cierta edad, unos cincuenta
y tantos años, solterón por limitación social, ya que perdía el habla por
completo frente a cualquier mujer, incluso a las empleadas que le servían el
almuerzo. Don Armando había sido vista de aduana en Pacasmayo y terminó cayendo
en esta pensión. Nunca dijo nada, pero me consta que se debe haber arrepentido más
de una vez.
Aparte de los huéspedes, estaba Lucha, la dueña, mujer
interesante para conversar y atractiva después de una botella de pisco. Nunca
pasó nada, pero que casi todos lo intentamos, no es posible negarlo.
Teníamos dos empleadas, Felícita y Simona, que
hubieran podido pasar por una versión de Laurel y Hardy femeninas. Felícita mediría
un metro sesenta y Simona un metro treinta. La primera pesaría unos ciento
noventa kilos, y la segunda no llegaba ni a los cincuenta. Graciosas y pícaras,
pero feas como tempestades polares, conseguían resultados disimiles en el tema.
Simona no se comía una rosca y andaba siempre de mal humor, en tanto que Felícita
era un jilguero en celo. Cantaba todo el día, se escapaba fuera de la casa y a
veces "portoneaba" a algún fornido guachimán o heladero. Como dormían
las dos juntas, Simona tenía que bajar a dormir en la cocina, renegando. Su mal
humor o la sonrisa y ese brillo característico
de gorda contenta de Felícita eran nuestros indicadores de si el almuerzo iba a
estar malo o bueno.
No me consta de nadie que se aventurase en ese
tortuoso, difícil y extenuante camino, pero estoy seguro que más de uno se
acurrucó bajo esas polleras de tres metros de diámetro. Sé que el chofer de mi
padre, chepenano muy ocurrente, recaló en ese puerto en más de una ocasión y
una vez me dijo:
- Ay hermanito, la gorda me lo deja como palta machucada. ¡Tengo que orinar sentado como por una semana!
Yo la verdad, no entendí bien a que se refería. Me
tomó algunos años darme cuenta.
En este micro mundo era fácil prever lo difícil que sería
estudiar. Efectivamente, me costó mucho trabajo aprobar todos los cursos del
primer ciclo en la Cayetano Heredia. Creo que fui a examen de aplazados o
sustitutorios en todos los cursos menos Literatura, donde conocí a un loco
extraordinario: Luis León Herrera. Me hizo ver que ignorante era en todos los
temas relacionados a la Literatura. Pero el punto fue que aprobé todo,
Aparte de la recua de irresponsables con los que
andaba en mi auto y en la Universidad, cuando llegaba a la pensión, con toda la
idea de estudiar algo, no bien entraba, escuchaba la guitarra de Chicho en el jardín
del fondo. Al acercarme, y esto se convirtió en rutina interdiaria, estaba
Chicho, usualmente con Tito y un par de pacasmayinos o Javier, amigo de Chicho,
gran tipo, cantando música criolla sentados alrededor de la mesa y una botella
de pisco barato encima con un solo vasito, que iba rotando rápidamente.
Al preguntar cándidamente qué estaban celebrando, invariablemente
Chicho decía
- ¡Mi no cumpleaños, pues Chobi!
- ¿Cómo que tu no cumpleaños? - Me decían Chobi en la universidad. Este personaje era el primo de Tobi, de las tiras cómicas de la Pequeña Lulú. Era idéntico a Tobi, solo que mucho mas jodido y mas chiquito. Aun ignoro el origen del apodo. ¿Jodido yo? ¡Por favor!
- Claro, pues. Mi cumpleaños es el 18 de Diciembre y estamos en Julio, así que por fuerza, hoy es mi no cumpleaños.
Con un argumento tan contundente, dejaba mis libros al
lado y me sentaba, tratando de que el siguiente vaso de pisco fuera para mí.
Fue así que aprendí innumerables canciones criollas que he disfrutado muchísimo
durante toda mi vida. Íbamos de Pinglo a Cavagnaro, pasando por Polo Campos y
Lorenzo Sotomayor, sin olvidar a glorias como Ormeño, Condemarin y los Hermanos
Ascuez. Por supuesto, Chabuca, imposible no mencionarla. Poco a poco, se nos
iba agregando más gente. Lucha, Nelly, Carlitos y visitantes que llegaban
sabiendo de seguro que serian bien recibidos.
Mi amistad con Chicho fue casi instantánea. Hay con
ciertas personas una química difícil de explicar que en tu fuero interno te
dice que te vas a llevar muy bien con ellas. Con Chicho fue algo así. La mirada
franca, la sonrisa a flor de labios y ese aspecto de buena persona. El asunto
es que nos hicimos grandes amigos y aprendíamos juntos todos los valses que encontrábamos
en cancioneros criollos descubiertos en alguna parte del centro de Lima o el Rímac
y Barranco. Gracias a él no solo me hice
fanático de la música criolla sino que aprendí a cantarla y a estudiarla.
Justificaba mi ociosidad académica pensando que estaba
adquiriendo cultura musical vernácula, lo que no dejó de ser cierto, pero a esa
edad, esta excusa no engañaba a nadie.
Cantábamos toda la noche, hasta que se hubiera acabado
el pisco, que ocurría normalmente después de seis o siete botellas o hasta que
estuviéramos completamente ebrios. Esto último era poco frecuente. Pero estas
tertulias terminaban siempre en conversaciones apasionadas, soluciones a los
grandes problemas, ya fuera del mundo entero, del país, de la provincia o de
alguien en particular, todo entre grandes expresiones de amistad. No recuerdo
una sola velada que haya terminado en un conato de bronca o en una agria
discusión, donde los involucrados dicen frases de las que se arrepentirán
amargamente al día siguiente. ¡Era
fantástico levantarse con la conciencia limpia y tarde para ir a la
Universidad!
Felizmente yo tenía mi asistente, el flaco Palito, que
llegaba para despertarme, vestirme y lavarme la cara. Esa es otra historia, y
larga, por cierto.
Un día, llegando de la Universidad, estaban en la
puerta dos personas ofreciendo
literatura y tratando de convencer sobre la existencia de Dios pero en un
entorno bíblico y mormónico que me sonaba a mí como una mezcla de Jesucristo
con Disneylandia. Siempre me preguntaba cual era su performance en relación a
ventas, y calculo que sería como de ochocientos a uno, pero ahí seguían
admirablemente en la brega.
En esta ocasión eran dos mujeres, una peruana,
menudita, fea como el diablo y la otra americana, de casi un metro ochenta,
cara de ángel y cuerpo espectacular, a pesar de las ropas holgadas. Quede
enamorado de inmediato. Tanto así que las invite a pasar, y la gringa, en
perfecto español, hablo como por una hora, en la que yo asentía bobaliconamente
sin prestar atención ninguna a lo que decía. Mis ojos navegaban desde sus ojos
azules hasta la escasa media pantorrilla de su amplia falda en un recorrido sin
fin, tratando de adivinar más en cada pasada.
Al cabo decidió levantarse y logré entender que le
interesaba regresar para seguir profundizando en las creencias mormónicas, dado
que yo mostraba tanto interés a lo cual asentí entusiastamente. Le tomó ocho
largas sesiones darse cuenta que yo no s
lo no había entendido nada sino que nunca supe de qué
me estaba hablando. Se molestó y cuando le dije lo que pensaba, se molestó aun más
- curioso, por cierto - y dejó la pensión con un tirón de puerta sonoro y
violento. Terminó ahí mi relación con el Ángel de las Bolas de Oro. (Perdón: de
la bola de oro)
Y desde luego, estaba mi hermano Eduardo, inquilino
ocasional de la pensión. El estudiaba en Trujillo, pero cada vez que venía a
Lima con mi padre, se alojaba conmigo.
Yo nunca he conocido alguien como él. Es difícil
describirlo. Cuando teníamos 4 y 5 años, ya sacaba las pistolas de la
cartuchera mas rápido que yo y como ya lo he mencionado antes, tenía ese don increíble
para la joda. He visto mucha gente que se esfuerza mucho para ser más vivo que
los demás, pero creo que el único que he conocido bien que lo tenía como parte intrínseca
de su naturaleza, ha sido él.
El ultimo día de su primera visita, y como quien me
hace un regalo maravilloso, me llevó al baño del segundo piso, me enseñó una minúscula
ventana encima del bidet y me dijo
- Si te paras encima del bidet como a las diez de la noche, verás a la vecina cuando se cambia de ropa,
- ¿Cómo? ¿De qué vecina me hablas? - Llevando la palabra a los hechos, se puso de pie encima del bidet y me indicó dónde tenía que mirar, animándome a subir.
- ¿Ves? Esa ventana de la casa gris a la mano derecha. Ahorita no se ve nada pero cuando prende la luz, es como en las películas.
Aun preguntándome como en escasos cuatro días había
dado con una cosa así, internamente ya estaba esperando las diez de la noche.
Hay que tener en cuenta que 18 años son 18 años y la testosterona se sale hasta
por el lacrimal del ojo...
-
No le digas a nadie, que quiero verla cuando regrese
en dos meses, ¿ah?
Esa noche, solo diré que fue tal y como Eduardo lo había
descrito. Pero mi generoso corazón me obligó a compartir este acontecimiento
con Chicho, con las reservas del caso. Por supuesto, Chicho sólo se lo dijo a
su hermano Tito, y Tito sólo se lo dijo a Optaciano, que sólo se lo dijo a...
El caso es que esa noche a las diez, habían doce
personas en el baño, a oscuras, todos tratando de subir al bidet, con las
consiguientes caídas, patadas y resbalones. Los gritos, insultos y quejidos subían
de volumen dramáticamente. No solo se enteró el resto de los pensionistas, sino
y por sobre todos, la vecina.
Hice silenciosa guardia varias noches después de esa ófrica
jornada, pero fue inútil. Nunca más pudimos disfrutar del espectáculo. Por
supuesto, Eduardo al enterarse, sólo dijo
- ¿Ya ves? Uno se esfuerza por hacerte favores y terminas malogrando todo. Ni más te cuento. - Felizmente, no mantuvo su palabra
En otra de sus visitas, aproximadamente a las siete de
la noche de un sábado, tenía esa mirada que yo tanto temía - la de alguna maquinación
inimaginable - y en eso me dice
- ¿Por qué no hacemos unas llamaditas telefónicas?
- ¿A quién? ¡Tú no conoces a nadie aquí en Lima!
- Pásame la guía telefónica, vas a ver como si conozco gente
Chicho, quien junto con Tito y el Colorado, estaban
sentados con nosotros en la sala, le alcanzó la guía. Mala idea. A continuación
Eduardo empezó a hojearla y en breves instantes ya estaba marcando un número.
- ¿Aló, buenas noche, el general Armando Artola, por favor? - Artola era el Ministro de Gobierno, el número dos de la dictadura militar de ese entonces y un verdadero hijo de puta. Todos nos miramos, asustados y a punto de correr al baño con diarrea fulminante.
- Si, de parte del Secretario del Dr. Luis Miró Quesada - Miró Quesada era el dueño y director del diario más grande y antiguo del Perú. Un tipo muy influyente, sin duda.
- Muchas gracias. Si, espero, por supuesto. - Con él, esperábamos todos, con el alma en vilo. Ya no sabíamos si ir al baño o cagarnos ahí mismo, pero de risa. ¿Cómo le podían creer a este imberbe de 16 años?
- ¿Aló, general Artola? Buenas noches, lo saluda el secretario del Dr. Miró Quesada, para recordarle la cena de mañana en el Trocadero. - ¡El Trocadero era el burdel más conocido de Lima!
Inmediatamente colgó y empezó a desternillarse de
risa. Las reacciones fueron diversas, pero al final todos terminamos riendo a mandíbula
batiente.
Claro, eran otros tiempos. Todos los teléfonos estaban
en la guía y estos eran negros, rotatorios y de bakelita. La única forma de
interceptar una llamada era tirando un cable directo al otro teléfono y sabíamos
que al menos en nuestro caso, no iba a ocurrir. Hizo varias llamadas más. Al
alcalde de Lima, a la comisaría mas cercana, y a no sé qué otros lugares o
personajes. Realmente, su creatividad para la joda era extraordinaria.
En este agradable tenor, transcurría el año y se
aproximaba mi cumpleaños, el primero de diciembre. Yo pensaba hacer una buena
jarana con los párceros habituales, pero Nelly y Lucha, que me tenían un cariño
especial, me dijeron que había que celebrarlo en grande. ¡Después de todo, ya
iba a cumplir 19 años!
Se ofrecieron para hacer una comida, a lo cual no supe
decir que no, para variar. Pero faltaba la carne, que era cara y lo poco que yo
tenía, estaba sólidamente destinado a las bebidas espirituosas. Chicho y su
amigo Javier, presentes en la conversación, escuchaban con atención y Javier se
ofreció a poner corazones de pollo, los que fueran necesarios. El tenia granjas
de pollos y a pesar de su juventud, era un tipo muy emprendedor y responsable.
Yo, que no conocía a nadie joven que se ganara la vida por sí mismo, casi en
sorna le pregunté:
- ¿Como 500 corazones? Eso es como 125 anticuchos...
- Eso, y más, si es necesario. Eso sí, tienen que ir a recogerlos.
Sorprendido y con una mirada de respeto recién
adquirida, acepté de inmediato, y fuimos con Chicho al lugar indicado. Javier
estaba allí, y descubrí lo que significaba recogerlos. ¡El lugar era un camal
de pollos! El proceso era simple: venían los pollos en unas javas, el matarife
los cogía de las patas, les cercenaba el cuello, y lo pasaba al desplumador,
que tenía una olla con agua hirviendo, de donde pasaban ya pelados al
eviscerado. Las vísceras iban a la derecha y los pollos a la izquierda, donde
los colgaban y acomodaban para llevarlos directamente al mercado.
Todo el trayecto, es decir el vía crucis del pollo,
duraba menos de un minuto. Estos tipos eran velocísimos y sumamente expertos.
Javier nos indicó a Chicho y a mí que nos pusiéramos al lado de las vísceras,
nos enseñó dónde cortar para sacar el corazón y pusimos manos a la obra.
Literalmente haciendo de tripas corazón, en un par de
horas tendríamos unos 800 corazones de pollo, cantidad más que suficiente como
para alimentar a Heliogábalo o a sus hijitos que vivían en la pensión. La única
duda que tenía era si me atrevería a comérmelos.
¡Llegó el día esperado! Sinceramente esperaba que
fuera una jornada memorable, agradable y en la intimidad de buenos y pocos
amigos. Era sábado y llegué a la pensión como a las seis de la tarde. Al
entrar, vi que ya estaba lista la parrilla, había hasta 3 guitarras en la sala
y de la cocina salían aromas muy provocativos. Nelly, Lucha, Felícita y Simona
estaba preparando ensaladas, papas, yucas y piqueos. Silenciosamente subí
pensando que a lo mejor esta jarana iba a ser un poquito más intensa que otras
vividas allí...
Una vez trapeado, decorado y perfumado, bajé y ya habían
como diez personas, todos buenos amigos. Por supuesto, Chicho ya estaba sentado
en el jardín, cantando, así que con unas cervecitas en la mesa, empezamos la
fiesta alrededor de las siete y media de la noche. Cada cinco minutos me tenía
que levantar a saludar a alguien que llegaba, así que decidí dejar que Chicho y
otros 2 amigos guitarristas, se encargaran de la música.
Cuando me di cuenta, éramos casi cincuenta personas
entre gente del barrio, de la Universidad y anexos, y por supuesto, de
Pacasmayo. Estos últimos eran la mayoría y la cerveza se acabó gracias a ellos
en menos de una hora. Hubo que recurrir al Pisco glorioso. Ignoro de donde salían
tantas botellas, pero nunca faltó el trago.
Entre el brumaje y la niebla, recuerdo que me hicieron
huésped ilustre de Pacasmayo y hubiera jurado que alguien quería darme las
llaves de la ciudad. La música criolla sonaba estentóreamente y los grupos por
toda la casa conversaban animadamente y a carcajada limpia.
Con toda esta bulla, no pasó mucho tiempo antes que se
presentara la policía por quejas de los vecinos. Ignoro que les dijeron, pues
me hice el desentendido hasta que los vi sentados comiendo anticuchos de pollo
y unos generosos vasos de pisco, riendo a carcajadas y sin perdonar ninguna
vianda. Una hora después se retiraron, zampados y entre grandes abrazos, suplicándonos
que no hiciéramos tanto ruido, ruego que fuera olvidado al cerrar la puerta.
Una hora después, se aparecen otros policías, pero ya
advertidos por la pareja anterior, fueron directamente al grano: - ¿Podemos
entrar a revisar el local? Parece que la queja es porque hace mucho humo... -
Inmediatamente los sentaron, los llenaron de trago y comida y después de otra
hora, se marcharon en los mismos términos que la primera pareja. ¡Hermanones
del alma!
La cosa ya estaba poniéndose un poco peligrosa. Algún
ilustre parroquiano se puso a buscar sus llaves que se habían caído atrás de un
aparador en el comedor, con habilidad tal, que lo hizo caer boca abajo,
rompiendo todo lo que había en el interior. Lucha estaba tan borracha que no se
dio ni cuenta y volvieron a poner el mueble en su sitio.
Al final recuerdo que el vecino de la casa de al lado,
el Sr. Velarde, padre de cuatro guapísimas hijas que no nos daban ni los buenos
días, se presentó a la puerta, descompuesto y al borde de la histeria. Mientras
estaba hablando con Lucha, escucho a mi amigo Alberto gritar:
- ¡Díganle que no joda y que mande a sus hijas de una vez!
Se puso tan mal el hombre que Leo, el marinovio de
Lucha, decidió clausurar la noche. Después de todo, ya eran casi las cuatro de
la mañana...
Al día siguiente Chicho y yo bajamos al jardín
tratando de encontrar la guitarra y nos dimos con un espectáculo surrealista:
Las plantas y arbustos del borde del jardín habían
sido pisoteados o arrancados por alguna desconocida razón, las lechugas
africanas habían desaparecido por completo y el jardín estaba lleno de manchas
circulares de color morado. Nos tomo un tiempo entender que eran el resultado
de la ensalada rusa que prepararon Lucha y Nelly con betarragas.
Horrorizados, subimos a nuestro cuarto de nuevo y no
salimos hasta el día siguiente para ir directamente a la Universidad.
Pero ahora, 43 años después, doy gracias a toda esta estupenda
gente con la que conviví y me divertí hasta lo indecible.
¡Chicho, mi hermano! ¡Un abrazo y salud!
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