julio 13, 2015

Un Día en Texas

Había regresado de Lima hacía unos pocos días, donde fui a levantar mi alicaído ánimo por mis múltiples y molestos achaques y para tramitar mi retiro. La familia y los extraordinarios amigos que tengo son un bálsamo infalible. Nunca antes había pensado en eso de la jubilación  y de improviso, me encontraba frente a un hito clave en mi vida.  Estoy aún indeciso en cuanto a mi futuro y la sensación de incertidumbre no es agradable.

Pero el sábado siguiente, ya en mi rutina diaria, me encontré con un día especial.
Raro. Bonito, pero raro. Nada hacía presagiar que así sería. Húmedo, nuboso y de primavera en San Antonio. Ni siquiera parecía hermoso.

La bruma despertó en mí la añoranza de Lima, con su  permanente neblina y ese color de cielo que los limeños denominan "panza de burro", indefinible, ni blanco, ni gris, ni nada. Como un velo inmenso y denso al que uno se acostumbra pero que imperceptiblemente influye en el ánimo de la gente. De cierta forma, los limeños son así, ni blancos, ni grises, indefinidos en el sentido de vivir siempre dentro de esa holgura y comodidad que da la incertidumbre, el no tomar partido claro por nada, vivir libre de pasiones y resentimientos y  tampoco cambiar la vida ni la actitud de nadie.

Ya lo afirmaba Don Hipólito Unanue, ilustre médico limeño del siglo XIX en su tratado sobre el clima de Lima y su influencia en los limeños: "Son los limeños de corazón suave, alma mas pronta y penetrante, pero menos fuste en el pensar y obrar".
Bolívar se atrevió a decir que el ambiente limeño era capaz de "afeminar a cualquier hombre".

Lima es una ciudad engreidora, en la que es fácil encontrar un área de comodidad y lugares comunes con otras personas sin inmiscuirse ni involucrarse realmente.
Las palabras son suaves, eufemísticas muchas veces, y aparentemente inocuas. El limeño en general, parafraseando a Bryce Echenique, hace un gran esfuerzo "para no molestar".

Yo era feliz así. Manejaba con suma facilidad mis palabras y mis opiniones, cuidándome mucho de "no molestar" a nadie, a no ser que lo hiciera adrede. Incluso para eso, era delicado y sutil. Frases como "Te digo esto porque eres mi amigo. Tú caes mal", dicho casi con dulzura, podía tener el efecto demoledor de una granada sin dar posibilidad al interpelado de reaccionar. O por ejemplo "Hermanón, no cuentes chistes, por favor. Lo haces muy mal y con todo cariño te digo que la gente se ríe solo por educación".
Y por supuesto, la elegantísima "No es por hablar mal, pero...", una de mis favoritas.

Un buen amigo me dijo un día que el problema conmigo era que después de algo así, todavía había que darme las gracias, y que esa era la peor parte. Lo dijo en público y yo, desconocedor del poder de esa cicuta verbal, me sorprendí que casi todos asintieran. Entre risas muy discretas y acomedidas, claro está.

Esa mortífera y punzante característica de mi personalidad aún persiste y trato en la medida de lo posible de abstenerme de usarla. Eso no quiere decir que sea políticamente correcto, pero ético sí. No me es fácil, aunque sigo intentándolo cada día. Es todo lo que puedo hacer.

Al mudarnos a Texas hace 16 años, y aunque hablo decentemente el inglés, tuve la limitaciones propias de usar una segunda lengua, así que traté de hacer mi vocabulario simple y conciso. Lo más difícil era encontrar el nivel adecuado de traducción del español, idioma mucho más emotivo y muy poco práctico en relación al inglés.

Pero es complicado. El hablar otro idioma no es, como se cree, saber la palabra correcta a traducir, sino cual palabra usar en una cultura que es sumamente diferente. Es un tema de inculturación, es decir, integrarse a otra cultura. En mi caso, el proceso ya lleva años y aún no creo haberme integrado a esta manera de ver las cosas. No digo que esté mal, simplemente no es como fui formado. Desde desconocer asuntos de tradiciones ancestrales hasta temas mayores de valores, principios y políticas. Hace ya mucho tiempo que hay cosas en este país que todo el mundo sabe y que yo nunca voy a saber. Para mí, que dependo tremendamente del lenguaje, la experiencia ha sido difícil, tortuosa y sumamente frustrante.

Aquella broma que hacíamos antaño de traducir "Entre y tome asiento"  por "Between and drink a chair" en algunos casos de la vida real que me han ocurrido pasa a ser patéticamente cierta.

Mi primera piedra
Veo a mi nieta cantar "Itsy Bitsy Spider"  y "Five Little Monkeys" mientras que yo pienso en "Matatiru-tiru-la" y "Arroz con Leche". Cuando ella sea mayor, aquellas le despertarán hermosos recuerdos y las últimas no le dirán nada. Por cierto, las canciones infantiles de mi época hacían mucho énfasis en el matrimonio y en el trabajo de la mujer en la casa, mientras que las de ahora van orientadas a trabajar mucho y jugar mucho. Materia de otro relato.

Lo más curioso y explosivo es la mezcla racial. Los grandes grupos étnicos que construyeron y desarrollaron Texas, territorio árido, de repentinos cambios climáticos, con terribles sequías y espantosas inundaciones, sin contar tornados, tormentas eléctricas y lluvias torrenciales, fueron fundamentalmente tres: alemanes, polacos y mexicanos.

Estoy seguro que es una de las tantas bromas que Dios suele hacer. Difícilmente se puede imaginar una cosa tan absurda. Es una forzada combinación violenta, terca, y peligrosa. Digo combinación y no mezcla, porque es irreversible. Las generaciones que han nacido aquí tienen valores alemanes, ingenio mexicano y sentido del humor polaco, y todas las interpolaciones posibles de las características de estas 3 culturas o etnias, como se les quiera llamar.

Alemania, con dos guerras mundiales en su haber y numerosas guerras internas y con otros países, obviamente ha tenido que desarrollar una tremenda disciplina y fortaleza para sobrevivir mientras que Polonia, país que fue repartido tres veces e invadido varias mas es imposible que tenga el mínimo sentido del humor, en tanto que México, que fue imperio, colonia, revolución sangrienta  y república ha debido improvisar siempre a riesgo de desaparecer. Y así nació y se formó Texas.

Para los peruanos que me leen, Texas viene a ser para los Estados Unidos algo así como Arequipa para el Perú. Siempre pensando en la "republica independiente". Después de todo, Texas fue país por un tiempo.

He conocido gente estupenda, pero también de la otra. Algunos con mucha cultura y otros ignorantes hasta el tuétano. Interesantísimas formas de ver la vida o completamente absurdas e incomprensibles para mí.

Trabajaba con un tejano que se negaba a usar cinturón de seguridad porque una vez se rompió la clavícula al tenerlo puesto en un serio accidente. Le pregunté si había considerado que una clavícula rota era un precio muy barato en comparación a la posibilidad de haber salido por el parabrisas a estrellarse en el pavimento. Lo pensó por un minuto, señal que jamás le había cruzado por la mente, pero me contestó con mucha seguridad: "Eso no va pasar jamás". Lógica irrebatible.

Conocí uno que a pesar de tener puerta automática en su garaje funcionando perfectamente, jamás usaba ni el control remoto ni el interruptor para abrirla. Y no es que dejara los autos fuera. No. Religiosamente guardaba ambos todos los días. Abriendo la puerta a mano. Estúpidamente y por meterme en lo que no me importa le pregunté si estaba malograda. Me dijo que no, que funcionaba perfectamente. Pero que algún día se iba a malograr y que si usaba el remoto y el abridor automático con regularidad, se molestaría tanto que prefería no usarlo. Hizo hincapié en que se conocía muy bien a sí mismo y quería evitar ese incidente. No pregunté más, pero preferí evitar cualquier acercamiento. Gente así suele ser peligrosa.

Cuando era niño, veía en la televisión todos los programas del Lejano Oeste: El Hombre del Rifle, Revólver a la Orden, Lawman, El Sheriff de Cochise, Los Patrulleros del Oeste, Annie Oakley, El Llanero Solitario y muchos más. Era fanático de Roy Rogers y Gene Autry. John Wayne era uno de mis más grandes ídolos. Cada película del Duque me hacía vibrar de emoción de principio a fin. Era en suma, un cowboy de corazón. O al menos, eso pensaba.

Es natural que cuando llegara aquí, esperara conocer a algunos cowboys, quien sabe no tan imponentes como John Wayne, pero por lo menos como los de los comerciales de Marlboro. Pasaron algunos meses antes que mi sueño se hiciera realidad. Uno de mis vecinos, a quien le había comentado mi deseo, me hizo saber que lo visitaría un cowboy "de verdad" que quería comprar un auto que había puesto a la venta. Es fácil imaginar mi ilusión y la alegría anticipada que me embargaba. Era un momento esperado por muchos años, así que al día siguiente muy temprano a la mañana me presenté en su casa para esperar al cowboy, quien dijo llamarse Jessie.

Como al medio día, cuando mi expectativa estaba al tope, llegó Jessie. Entusiasmado, me apresuré a abrir la puerta y frente a mí se encontraba un individuo esmirriado, más bajo que yo, y muy moreno, delatando su origen mexicano. Se presentó y con un acento muy marcado dijo "Jesse Luján, nais tu mit yu". Eso sí, tenía un sombrero muy grande, botas, un jean muy gastado y las cortas piernas muy arqueadas.

Jessie
Luego supe que su nombre era Jesús, que había nacido al sur de la frontera y que no hablaba bien el inglés. Sin embargo, había sido cowboy toda su vida, se había roto no sé cuantos huesos y tenía la caminada típica de los vaqueros. Descubrí que en el sur de Texas se habla tanto o más español que inglés y que muchísimos cowboys son en realidad vaqueros, y de los buenos. Pero mi desilusión fue tremenda y hasta hoy no me he recuperado del golpe. Ni siquiera los rodeos, incluyendo la monta de toros salvajes, han podido restablecer esa imagen brillante e inmensa de John Wayne.

Descubrí también que la vida en Texas puede ser cruel e inclemente. Las sequías, inundaciones y lluvias son comunes y repentinas. Puede llover quince días sin parar y luego pasar dos meses sin una gota de agua. Mi hermano, residente en Texas desde que tenía 17 años, me dijo que en promedio, San Antonio recibía unas treinta pulgadas de lluvia al año. Recuerdo que mi primera semana aquí llovió torrencialmente y  sin interrupción por ocho días seguidos. Le reclamé justamente que me daba la impresión que la cifra que me había dado era ridículamente baja. Con sorna, me respondió - lo que no te dije es que llueve todo junto...- Huelgan más comentarios.
La temperatura puede variar de 0 a 42 grados centígrados y nadie se altera, exceptuándome, claro. Una frase común aquí es: "¿No te gusta el clima de Texas? No te preocupes, va a cambiar..."
Hubo algunos días en el verano que me sentí descendiente de Drácula, pues solo era posible salir de noche.

¿La tierra? Agrietada, arcillosa y llena de rocas. Debido al clima inclemente, los árboles naturales, que se cuentan por millones, no llegan a superar los dos metros de altura, retorcidos y deformes en su lucha por sobrevivir.

Como buen peruano, soy un inútil en cuanto al cuidado de una casa se refiere. Aquí tuve que aprender a cortar el pasto, actividad que aún aborrezco con toda mi alma, arreglar grifería, reparar paredes, sembrar y podar árboles y otras plantas, hacer instalaciones y reparaciones eléctricas y mejor no sigo porque me regresa la depresión. Además, soy torpe entre los torpes y he tenido innumerables lesiones en manos y piernas a raíz de los accidentes sufridos tratando de convertirme en tejano. Ah, me olvidaba: también hay que instalar cercas, extraordinaria, tediosa y horrible actividad.

Cuando compramos nuestra casa, mi esposa se enamoró de ella. Yo miré por la puerta de atrás y me enamoré de un precioso jardín de unos 800 metros cuadrados, ¡todos míos!
Además, atrás del jardín, había una pequeña cañada, llena de árboles y venados que se aparecen muy temprano a comer las hierbas impregnadas de rocío. No me refiero a unos pocos. Hay días en que se pueden ver quince o veinte. Una vista maravillosa.

Muy pronto me golpeó la realidad. Dura e implacable, sin piedad alguna. No habíamos terminado aún de instalarnos y el pasto creció de un día a otro como si fuera trigo. No lo podía creer, pero había llovido sin cesar por tres días. Cortar el pasto dura aproximadamente tres horas, y es que además de cortarlo, hay que usar el "weed eater", maldito aparatito que hace girar a una velocidad tremenda una cuerda de nylon y que me ha dejado cicatrices en las dos canillas, que sirve para eliminar la mala hierba y el pasto contiguo a la cerca o a las paredes, y el "edger" que sirve para demarcar los bordes. Es el único que puedo manejar con facilidad. Solo hay que pasarlo por el borde del jardín y deja un borde muy limpio y profesional. Por cierto, más de una vez estuve a punto de perder todos los dedos del pie al pasar el instrumento a unos milímetros de mi empeine ya que es una pequeña rueda dentada de acero que gira también a alta velocidad.

Finalmente había que emparejar los arbustos, cortar las ramas de los árboles, amén de abonar, winterizar (preparar la tierra para el invierno) y summerizar (lo mismo para el verano), combatir a los gusanos, abejas, avispas, arañas, termitas, alacranes, bacterias, hongos y otras plagas, habitantes conjuntos de mi pequeño paraíso.

Como antídoto contra la fatiga, el maldito clima y el mal humor, pensaba para mí en cuantos de mis amigos y conocidos estarían haciendo lo mismo que yo en Lima, es decir pasar la mañana entera del sábado en este menester. Pasaba revista mental a múltiples y variopintas imágenes de aquellos siempre con el mismo resultado: ninguno. Lo bueno era que cuando sentía la cólera de ser el único, empujaba la cortadora de pasto con renovado vigor. Al finalmente reaccionar, ya había terminado y estaba tan cansado que ni siquiera podía darme el lujo de unos minutos más de mal humor. Un día de verano, por tratar de cargar unas cuantas rocas extraídas del jardín a una hora imprudente, me dio lo que aquí llaman un "heat stroke". Es espantoso. Pero me libré de la tarea de sacar todas las rocas. Cuando digo imprudente me refiero a que decidí hacerlo a las cuatro de la tarde a unos 40 grados, en plena canícula. Dicho sea de paso, la palabrita deriva de "día de perros". No es joda.

Mesquitos
Los hermosos venaditos. Bambi a la derecha


Cuando sembré mi primer árbol, tropecé con una roca de unos 100 kilos de peso y alrededor de medio metro de diámetro (adjunto foto). Me tomó dos semanas extraerla. Cuando finalmente lo hice, le pinté la bandera peruana y aún la tengo en mi jardín. Solo para que conste el esfuerzo que hice, diré que he sembrado diez árboles en mi jardín, de los cuales nueve sobreviven y el más pequeño tiene más de tres metros y el más grande casi doce metros de alto. El décimo se lo comió un cachorrito de Rottweiler.

Gasté una fortuna en herramientas, máquinas, insecticidas y abonos. Me di por bien servido cuando después de cinco años no había perdido ningún dedo o recibido transfusiones por cortes graves con las sierras (varias), cortadores de ramas, o extractores de hierbas.
Tampoco me intoxiqué con todos los pesticidas que hay que usar, pero mi odio cerval por las actividades en el jardín se incrementó tremendamente.

Ya  con el monstruo controlado en apariencia, había llegado la hora de disfrutar del jardín que con tanto trabajo y esmero había creado. Recién entonces me percaté que los mosquitos y zancudos volaban en escuadrones gigantescos, el jardín estaba lleno de hormigas llamadas "de fuego" provenientes de la selva amazónica y que de acuerdo a investigaciones recientes han llegado a estas tierras caminando. Son insectos de ciencia ficción capaces de devorarlo todo. Incluso las hormigas locales están en peligro de extinción. Se corría el riesgo también de tropezar con una que otra serpiente, pero afortunadamente solo algunas eran víboras venenosas. Yo me encontré con ellas en dos ocasiones pero solo la mitad en cada caso. Mis retardados perros resultaron efectivos para algo.

Con toda la buena voluntad y el mejor ánimo del mundo, no me amilané y usufructué el jardín por un tiempo. Incluso puse un pequeño huerto del que coseché tomates, pepinillos, lechugas y una coliflor (solo una) descomunal. Mi mujer me hizo tirarla a la basura porque en su opinión ese tamaño tenía que ser obra del demonio o de algún enviado del mal. Puesta en el suelo, me llegaba por encima de la rodilla, y sin duda era más ancha que mi cintura, que ya es decir.

Pero poco a poco el desgaste diario me venció. Dejé el área a sus legítimos dueños, que además de los pequeños pobladores, pululaban en el área. Estos seres, mas grandes, no los mencioné previamente: zarigüeyas, mapaches, topos, ratas, conejos, liebres, ardillas, hurones, zorrillos, armadillos, un animal horrible cuyo nombre no recuerdo, similar a una rata gigante  y miles (sí, miles) de pájaros, la mayoría negros y feos. Casi nada, vamos.

Tras la cerca, territorio de los hermosos y devastadores venaditos, eventualmente aparecían coyotes, linces y uno que otro jabalí. De todos ellos, los descendientes de Bambi son los peores. Comen de todo, desde las raíces hasta el tronco y las ramas de los árboles, destruyen cercas y huertos y no respetan a nadie.

Pasó un largo tiempo antes que desapareciera de mi mente la obsesión de estar viviendo  perdido en Yellowstone  y sólo añadiré que cada vez que hay una reposición de Bambi, esa hermosa película de Walt Disney, obligado a verla por mi tiránica nieta, debo hacer esfuerzos sobrehumanos para no alentar a los cazadores. Los ojitos inmensos  de porcelana, las colitas blanca y las orejas estilizadas ya no me emocionan en absoluto.

Para redondear el panorama, si permanecía en la comodidad de mi hogar, con mi querida y demandante familia, debía reparar excusados, grifos, programar las alarmas, cambiar los filtros de aire, y en fin, cualquier tipo de tarea que el sector femenino de la población considerara indigno o irrealizable por ellas. Matar cucarachas, sacar la basura, espantar una avispa, cargar cualquier cosa y clavar diez veces en cada pared para el sitio perfecto del cual colgar algo. Tuve que poner cortinas, persianas, mas cortinas, instalar puertas automáticas, cablear la red de la casa, arreglar muebles, zócalos y múltiples  pequeños arreglos.

Un día se malogró la puerta del garaje y pensé que podía arreglarla. Me cuidé mucho de no molestarme como mi conocido tejano a inicios del relato, pero de que jode, jode.
En este país cualquier reparación o servicio es desalentadoramente caro, y claro, la familia entera piensa que por ser hombre, puedo reparar todo. Nadie sabe que Marita es capaz de hacer afinamiento a un auto (me consta), mientras que yo causo un  desastre al medir el aceite o inflar una llanta. Fui a Google a buscar un "Cómo reparar...."
Lo primero que leí en letras muy grandes fue: "Si usted no ha hecho esto antes, no empiece aquí". Más abajo, una notita que decía: "Esto es sólo si no quiere arriesgar su vida. De otra manera, siga adelante". Unas horas y 500 dólares después, el problema estaba resuelto.

Me encontraba entre Escila y Caribdis. Fuera, enfrentado a una flora y fauna hostil a temperaturas insoportables. Dentro, no tenía cinco minutos sin recibir un requerimiento de alguna de mis hijas o de mi amada esposa. Pensé varias veces inventar viajes para irme a un hotel por unos cuantos días, pero concluí que era demasiado riesgoso. Como hombre valiente y varón completo, me enfrenté a la turba familiar, esgrimiendo mis armas más sofisticadas; mi ociosidad, las mentirijillas cuidadosamente elaboradas y la vil manipulación a mi pobre vecino para que me ayudara. ¡Cómo lo quiero, Dios mío! Me ha salvado de muchos apuros y mortíferos ataques familiares.

Quizás valga la pena explicar la causa principal de mis tribulaciones e iniciales dificultades en este país. Lo digo porque para varios de nuestros vecinos, estos tremendos obstáculos que debía yo enfrentar, perfectamente comprensibles y justificables desde mi punto de vista, no tenían ningún sentido. Que alguien no pudiera encender y manejar una maquina de cortar pasto o usar el "edger" en la dirección correcta y que fuera incapaz de armar un escritorio que venía en una caja (ciertamente novedad para mí) tenía más que ver con retardo físico y mental.

Creo que al menos por una larga temporada, que estimo en unos dos o tres años, hasta yo llegué a convencerme que había sido afectado por algún virus misterioso o un insecto desconocido. Los vecinos llegaron a convencerse de ello, después de ver a un pobre cholito bajo, gordito, despeinado y transpirando profusamente, con vestimenta inapropiada para los 39 grados, deambulando por el vecindario con paso inseguro y la mirada perdida, completamente desolado, tratando de encontrar a un ser humano que le explicara cómo poner el maldito hilo de pescar tamaño extra-extra-extra-gigante en el "weed eater". Fui muy cordialmente informado que se llamaba "trimmer line" y que había múltiples tamaños y medidas y no todos le hacían a mi aparatejo. Resolví el problema comprando siempre el de color azul. Si no funcionaba, compraba otro, y así.

Si no hubiera sido por la gran ayuda de mi hermano, capaz de construir una cabaña en un fin de semana largo y de muchos de mis vecinos no hubiera sobrevivido a este desafío cultural.

El  estilo de vida que llevábamos en Lima  no podía ser más diferente. Dado que los servicios son mucho más baratos, nos era posible tener una o dos empleadas en casa, a cargo de la limpieza y la cocina. Algunas de ellas llegaron a ser parte de la familia y aún las vemos cuando vamos, y siempre estamos en contacto. En la mañana a primera hora, llegaba el chico que lavaba los autos, de lunes a viernes. Luego llegaba el panadero, dejando pan recién salido del horno, y los sábados y domingos, la señora de los tamales. Don Rodrigo, nuestro jardinero de casi ochenta años, se presentaba religiosamente cada dos sábados para hacerse cargo del jardín, con su bicicleta vieja y destartalada. No falló ni una vez. Don Rodrigo usaba cortadora de pasto manual, de esas que hay que empujar a viva fuerza.

Máximo era el nombre de nuestro  "experto en todo" y aparecía una vez al mes. Pequeñito y risueño, me decía - ¿Don Fernando, que hay para hacer? - Electricidad, plomería, gasfitería, albañilería, pintura y cualquier otra eventualidad, sabíamos que Máximo lo haría con mucha eficiencia. En ocasiones, tenía que inventar algún pequeño proyecto, por el temor que al no tener más trabajo, no se presentara el próximo mes.
Carmencita iba cada semana para encargarse del lavado y planchado y si teníamos alguna reunión, llamábamos a Secundino, quien prepararía el buffet o la comida, se encargaría de los cocteles y las bebidas, vestido impecablemente con su chaqueta blanca y pantalón negro.

Y es que yo en toda mi vida no había cambiado ni siquiera los focos de luz de mi casa. Los que me conocen saben que soy torpe de solemnidad y flojo de sacristía. Es más, nunca supe, ni siquiera ahora, si el desarmador iba para la derecha o izquierda para ajustar o aflojar. Desconocía hasta cual era la perilla de agua caliente o fría. De chico pensaba que las letras "C" y "H" en las perillas de los grifos significaban caliente e hirviendo.

Pero volviendo a la historia, ese día salimos con una pareja de amigos muy simpática, él de origen mexicano y ella de ascendencia alemana. Bajito, moreno y robusto él, y alta, rubia y delgada ella. Pero los dos son tejanos e inexplicablemente se llevan bastante bien.

Y este paseo me abrió los ojos al verdadero corazón de Texas. La mezcla racial se adapta perfectamente a la combinación de las tres culturas.

San Antonio mantiene aun una mentalidad de pueblo pequeño y conservador con un encanto especial a pesar de contar con más de dos millones de habitantes. Para completar el panorama, está rodeada de numerosos pueblitos, aun más tradicionales y conservadores. Algunos son predominantemente alemanes, otros polacos y en muchos se habla más español que inglés.

Ese día, como a las seis de la mañana, Marita me hizo ver que el grifo del jardín estaba goteando y que yo había prometido arreglarlo ese fin de semana. Maldiciendo su buena memoria, tuve que ir a comprar un caño de repuesto en "Home Depot", cadena de ferreterías inmensa y que venden todo lo que uno se pueda imaginar relacionado a reparaciones locales. Este impresionante y a mis ojos horrendo lugar, es la tienda preferida de muchos varones gringos que se pasan la vida haciendo proyectos en sus casas que no son necesarios.

Por supuesto, estos lugares de pesadilla abren de madrugada, así que antes de las siete, ya estaba yo buscando un grifo de palanca y no giratorio, rojo por añadidura, de acuerdo a las instrucciones específicas de la inflexible dueña de casa.

Busqué el pasillo que dijera "Plomería" y lo encontré con facilidad. Sabía además que tenía que comprar "teflón" para sellar la conexión. Si alguien ha estado en uno de estos intimidantes lugares y se ha enfrentado a esos anaqueles de 8 metros de alto, y docenas de divisiones, sabe que puede llegar a ser un poco complicado encontrar lo que se necesita.

Pero muy rápidamente encontré lo que buscaba; un grifo de palanca, rojo como quería Marita y ya me disponía a marcharme, cuando escuché en español con un fuerte acento mexicano

-        ¿Oiga mi amigo, encontró lo que buscaba?

A mi lado se encontraba un hombre de unos 40 años, moreno y un poco más bajo que yo. Inmediatamente asumí que era mexicano y honestamente, su aspecto no me inspiró confianza ninguna. Regordete, de aspecto descuidado, y un bigotito al estilo de Pedro Infante, coronaba su cabeza con una gorra de los "Spurs", y una mata hirsuta y espesa de pelo pugnaba por salir por ambos extremos, siguiendo las más encontradas direcciones. Me dio la impresión que no se había peinado en meses y duchado en un lapso cercano a aquel.

-        Sí, gracias - Respondí cortante y dirigiéndome a la caja.
-        Si es para la yarda, creo que es muy chico.
-        Efectivamente, es para el jardín de atrás - Le respondí, un poco intrigado por la observación. (Yarda es la españolización del término "yard", patio, jardín en inglés).
-        Ese es de un cuarto, normalmente son de media. ¿Y es macho o hembra?

Volví a mirarlo, para ver si tenía algún distintivo que indicara que era empleado de Home Depot, pero no. Se veía que estaba con ropa de trabajo y que por deducción elemental, se dedicaba a la construcción. Más tranquilo y menos desconfiado, contesté

-        Honestamente, no tengo ni idea. Sé a qué se refiere pero no se me ocurrió que hubieran varios tipos.
-        ¡Usted sí que es chistoso, hay más de 20! ¡Va a tener que irse pa' la casa de nuevo! 
-        Bueno, gracias por el consejo. Ni modo, me voy a averiguar lo que necesito.
-        Pere, pere tantito, ¿su esposa está en la casa?
-        Sí, de hecho está esperando que yo arregle esto para salir.
-        Llámela por el celular y que tome una foto del caño y que la mande pa'cá. ¡Acá tiene mi teléfono!
-        Gracias, no se preocupe, yo la llamo del mío.

Sorprendido pero feliz de encontrar un salvador que me ahorraría 45 minutos, llamé a Marita, quien tomó y envió la foto. Art, que así dijo llamarse mi nuevo amigo, se puso a darle indicaciones para medir el diámetro de la tubería con una wincha que mi mujer finalmente encontró. Con mucha paciencia y sonriendo contestó a preguntas como si contaba los palitos anchos o los delgados de la cinta, y como colocarla.

Art

Agradecido hasta el tuétano con Art (Arnulfo), entablamos conversación. Había nacido en  el valle que viene a ser el sur de Texas limítrofe con México, y era completamente bilingüe. Como muchos tejanos, mezclaba los dos idiomas sin darse cuenta, También, al igual que mucha gente de origen mexicano, tenia 7 hijos, trabajaba en construcción y tenía su propia compañía. Los dos mayores ya trabajaban con él. A pesar de ser sábado, me comentó que pensaba trabajar el fin de semana, "como siempre". Aunque jovial y amable, la cara llena de manchas solares y pecas y las manos callosas y toda suerte de cicatrices, reflejaban una vida muy dura y dolorosa. Un amigo cubano me hizo ver que los únicos hispanos que trabajan en construcción los fines de semana, son los mexicanos. Y añadió que por eso merecían su respeto, porque los cubanos, "nunca chico, ni locos..."

En resumen, Art pasó casi una hora de su tiempo ayudando a un perfecto desconocido que no pudo disimular su rechazo y desagrado por su acercamiento inicial. Este fue el primer incidente del día y me hizo sentir culpable de juzgar a alguien por la primera impresión.

Gracias a Dios, instalar el grifo fue muy simple y pasó la inspección técnica con honores. Es que todos los trabajos manuales que hago tienen que ser revisados y no lo digo como un humillante escarnio que debo sufrir, sino como una sana y recomendable práctica de mi mujer para evitar desastres mayores. Y es que... no es lo mío, pues.

Libre ya, salimos a recoger a nuestros amigos y nos pusimos en camino. Nos detuvimos a desayunar  en un restaurant famoso por tener el mejor "brisket" en Texas, una modalidad de carne mechada muy sabrosa, y que queda en lo que fue una estación de diligencias en los tiempos del "Pony Express".

Al más puro estilo "country", la carne se sirve sobre un pedazo de papel manteca, al igual que los chorizos, salchichas y otras delicadezas tejanas y hay que recogerla directamente de la cocina para luego sentarse en largas mesas comunes con viejos manteles de hule. El lugar no pretende aparentar nada. Es simplemente un sitio típico tejano  para comer. Felizmente que la costumbre de colgar la carcasa de la res en la puerta para demostrar que es fresca ha caído en desuso.

La primera vez que llevé a mi mujer y a mis hijas se escandalizaron de tal manera de la rusticidad e higiene del lugar que se negaron a sentarse en una mesa compartida y menos aún comer pedazos de carne grasienta sobre un pedazo de papel. Marita me asesinaba con la mirada y mis dos hijas manifestaban en silencio su decepción ante una autoridad paterna venida a menos. Pero les tomó poco tiempo cambiar de opinión. La comida es deliciosa. Poco a poco fueron asimilándose, todas con mayor éxito que yo.

Acostumbrados ya al entorno, comimos con placer y fruición, y al terminar, fui a botar a la basura la bandeja de estaño descartable en la que nos habían servido. Antes que lo hiciera, una señora de unos 50 años se interpuso y con una pésima actitud, me detuvo increpándome duramente en un masticadísimo acento tejano

-        ¿Pero qué hace, oiga? ¡Deme la bandeja!

Automáticamente se la entregué, mientras me resondraba como si yo fuera un niño chico. De acuerdo a mi estructura mental típica de años de matriarcado, sabía que debía ser educado, pero las únicas autorizadas a tratarme así eran mi mujer, mis hijas y mi nieta.

En Rudy's

Visiblemente mortificado yo y muy molesta ella, era precisamente el tipo de situación que he luchado siempre por evitar. No sé cómo reaccionar. Y la señora en cuestión mediría escasamente un metro y medio. Pelo alborotado, un rictus de amargura en los labios y ojos azules pequeños y muy penetrantes. Se veía que su vida había sido difícil. Vestía blusa a cuadros y un jean casi de su edad. Por el delantal me di cuenta que trabajaba allí. 

-        ¿Acaso usted no sabe que estas bandejas valen más de tres dólares? ¡No se puede tirar así el dinero! Tenga, ya la he limpiado. ¡Y no se olvide, ya sabe!
-        Esteee... sí señora, ¡muchas gracias!

Con esa sensación que raras veces se tiene de no saber como comportarse, me fui a sentar bajo la mirada divertida de los parroquianos y la sorpresa de Marita. En estos casos, guardo silencio y pongo mi cara inexpresiva. No hubo más comentarios y subí al auto con mi bandeja usada.

Llegamos a nuestro destino final, un pueblito llamado Bandera, muy típico y muy pueblito. Nos dirigimos al museo, pequeñísimo y atiborrado de piezas históricas no solo del lejano oeste sino del mundo entero, en un caos genial. Pasé de ver una cabeza reducida por los jíbaros a una imprenta manual del 1800 con solo un paso. Una caja fuerte de un banco de Texas al lado de un casco nazi de la II Guerra Mundial.

Terminé con la cabeza saturada de imágenes variadísimas, y con una sensación ligeramente surrealista y confusa. Bueno, siempre se aprende algo.

Seguimos con nuestro paseo y fuimos a un bar de música country, en el cual, ni bien entramos, unos "cowboys" invitaron a bailar a las damas (traducción de un término muy común en Texas para referirse a las mujeres: "ladies"). Siempre me sonó anticuado, pero uno se acostumbra pronto.

Siempre incómodo y tratando de observar el menor incidente, el baile terminó muy correctamente y los dos vaqueros respetuosamente las acompañaron hasta la mesa. Después me pregunté qué hubiera pasado si se propasaban. ¿Qué habría podido hacer un gordito chaparro y de anteojos como yo contra dos sujetos de más de un metro ochenta y sin duda en un mejor estado físico? Anoté mentalmente que la próxima vez ignoraría por completo lo que sucediera a mi alrededor...

Después de escuchar un poco de música country, decidimos regresar a San Antonio, no sin antes tomarnos unas cuantas fotos en la calle del pueblo.
Estaba por tomar la primera foto de Marita y nuestra pareja de amigos, cuando escuché a mis espaldas un sonoro "Hey" y al voltear, vi a unos treinta metros que un individuo desconocido y con cara de muy pocos amigos, era el responsable.

De acuerdo a mis reglas de urbanidad aprendidas por experiencia y tradición oral, un grito a alguien desconocido tiene dos significados: o el aludido está en peligro inminente o ha cometido alguna imprudencia o irregularidad. Es así que al no ver nada fuera de lugar concluí que había cometido alguna falta, aunque no podía entender cuál.

 A pasos decididos y resueltos, se acercó a mí rápidamente. Como dije anteriormente, aborrezco estas situaciones y las he tratado de evitar toda mi vida. Mis presentimientos eran de los peores. Este hombre, alto, con un gran sombrero tejano, botas, jeans y camisa a cuadros, como tantos en el pueblo, mostraba un semblante sombrío, cargado de rabia contenida y sus ojos parecían los de un coyote hambriento. No se si no tenía labios o si había cerrado la boca con tal fuerza que habían desaparecido. Solo se veía una gruesa línea en lugar de la boca. A mil por hora, revisaba todo lo que hicimos durante nuestra estadía en el pueblo. Ninguna imagen me daba una señal de alerta y no podía entender que había desatado la ira del personaje.

¡Dame la cámara ya!
En segundos estuvo a centímetros mío y mientras yo trataba de prepararme para lo que sería mi primera pelea en más de 25 años, me arrebató bruscamente la cámara de la mano y me espetó un sonoro y agresivo

-        ¡Usted, póngase al lado de ellos! - ¡Mientras se preparaba para tomarnos una foto a los cuatro!

Como es natural, obedecí sin chistar. Con una cara casi de sufrimiento y dolor, tomó fotos de los cuatro en diversas posiciones y escenarios, de cada pareja, de los hombres, de las mujeres, en fin una sesión completa de fotografía. Cada indicación suya tenía sabor a orden militar a la que no hay más remedio que seguir sin dudas ni murmuraciones, como me enseñaron en el colegio.

Al finalizar, me entregó la cámara, no dijo ni una palabra y se marchó por donde había venido. Todos le agradecimos tanto como nos fue posible, pero el individuo ni siquiera volteó o hizo señal alguna de haber escuchado este profuso agradecimiento.

Ya de regreso, y pensando en este día estupendo, me di cuenta que lo que había hecho que fuera tan especial y que yo me sintiera tan bien, no tenía nada que ver con el lugar, la comida ni los bellísimos paisajes. Tampoco a los buenos ratos que habíamos pasado juntos.

Fue el día que entendí la durísima realidad del Texas profundo. Aquel que se opuso tercamente a sus colonizadores  y a todos aquellos que hicieron lo posible por domeñar a esta tierra terrible y rebelde a cualquier imposición o cambio.

Los patéticos personajes de aquel día, tan solo unos cuantos de los muchos que he conocido aquí, me mostraron la importancia que tiene para el tejano la ayuda al prójimo, no importa en qué circunstancias ni ánimo se encuentren. Y es mas por la supervivencia propia que otra cosa. Quien sabe sea ya algo atávico en el tejano, pero me es claro ahora que para poder conquistar esta tierra era importantísimo que todos pudieran sobrevivir.

Desde ese momento, mi perspectiva de esta tierra y sus gentes cambió. Y hoy los respeto y admiro mucho más.

Claro que hay idiotas, y de los importantes, como los que mencioné previamente, pero eso ocurre en todas partes. Lo que pasa que como Texas es más grande, los idiotas también son más grandes.



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