Cualquier barrio que se precie de serlo debe tener por
lo menos 3 elementos: un lugar donde parar, un lugar donde jugar y una bodega
(de chino, preferentemente).
Al menos en las épocas de mi primer barrio,
hace ya más de cincuenta años, cuando a los 7 u 8 años ya salía uno a la calle
a jugar. Los tiempos han cambiado y no pretendería jamás que
volvieran a haber barrios como los de entonces, pero mi primer barrio contaba
con esos 3 elementos e hicieron de el un recuerdo inolvidable
e increíblemente maravilloso.
Nosotros vivíamos en
la penúltima cuadra de Paseo de la República, en San Antonio,
cuando la vía expresa ni siquiera era una idea
y todavía podíamos recibir la leche en porongos cargados en
burro.
El barrio era un monopolio de 3 familias: los de la
Rosa Toro, que teníamos 4 casas, los Menéndez y los Fernández. Ambos tenían una sola casa, pero eran
un montón. Varias de estas casas estaban en una quinta, completando un
escenario que en mi infancia era sensacional. Todos se conocían, todos se metían en
la vida de los demás, y actuábamos como una inmensa familia
quien sabe si un poco disfuncional, pero extraordinaria.
Frente a nosotros había un parque que solo
tenia pasto y uno que otro árbol. Era perfecto para unos chicos
que sentían que el fútbol era la razón más
importante de vivir. Teníamos que lidiar con un jardinero
que estaba a cargo del parque. Recién ahora recuerdo
lo difícil que hicimos su vida, por lo cual le pido disculpas. Estoy
seguro que está arriba en alguna parte porque era un buen hombre.
Le robábamos sus herramientas, malográbamos las
escasas plantas, y alterábamos sus planes de riego,
pues hacíamos carreras de barquitos en las acequias de
riego, así que las bloqueábamos, desviábamos y el
pobre sufría y trataba de razonar con una recua de mocosos que
solo veían en el un obstáculo en sus planes
de diversión.
En Marzo y Agosto, hacíamos cometas (solo
pavitas) y usábamos las corbatas del viejo y de
los tíos como cola. Tuvimos que pagar un alto precio por esto.
En la esquina siguiente al
barrio teníamos la cancha de ñoquitos, para la época de
bolitas, y también para enterrar a los trompos
que había que castigar, en el tiempo de trompos, naturalmente.
Además nuestra cuadra
era larguísima y podíamos jugar con los carritos en el borde
de la vereda por horas antes de llegar a la meta.
La bodega (la del chino,
porque habían otras) quedaba a dos cuadras, con la ventaja que era en
Reducto, donde pasaba el tranvía y podíamos chancar las
chapitas de gaseosa para hacer nuestros run-runes super afilados. Nadie
se sorprendía en esa época al ver a 6 chiquillos sentados a
escasos 2 metros de los rieles del tranvía, esperando silenciosamente el
paso del tranvía mientras en la vía brillaban un sinnúmero de
chapitas, todas limpias, por supuesto, sin el corcho que venia en la parte
interior.
Como todos los otros juegos, el run-run se jugaba de
acuerdo a calendario.
Aparte de todo esto, teníamos un
terreno baldío a escasas 3 casas de la quinta. Por ordenanza
municipal, estaba cercado y la pared pintada de
blanco. Originalmente lo usábamos para tirar tacles a la
pared y para jugar fulbito en la vereda cuando éramos muy pocos para jugar en
el parque.
Este era el Pampón. No recuerdo
como empezó algo que cambiaría mi vida para siempre, pero
fuimos construyendo una escalera removiendo pedazos de ladrillo de la
pared. Muy discretamente porque no queríamos más problemas. Que
equivocados estábamos!
Finalmente, un día que aun recuerdo,
pude sentarme a horcajadas en el borde del muro. Recuerdo el sol, el
viento, los árboles moviéndose suavemente y abajo un mundo entero
descubierto!
Quien sabe Colon tuvo un sentimiento parecido. Para mi
fue la gloria. El corazón latió mas rápido, mas aire entro
en mis pulmones y al recordar a mis amigos, todos sobre el muro, me vuelvo a
sentir de 9 años...
El Pampón era simplemente un terreno en el que habían
algunos materiales de construcción: arena, piedra menuda, ladrillos y una gran
cantidad de desmonte. Al fondo había sido invadido por una bouganvillia de la
casa vecina. Probablemente un 20% del terreno estaba poblado por esta
enredadera. Suficiente para que 6 pequeños aventureros se sintieran
dueños del más lujoso palacio que uno pudiera imaginar.
Los valientes protagonistas de esta historia eran mi
hermano Eduardo (alias el Gordo), un año y medio menor que yo y sin lugar a
dudas el mas pendejo y jodido de los 6. Era también el que mejor pelota jugaba.
Uno podría decir que solo estaba pensando en hacer travesuras, pero la verdad
era otra: le salían de adentro, natural e inconscientemente, como a otros
respirar o comer. En su caso era un don innato.
Mi primo Rafo, de la misma edad que Eduardo, era rubio
y de ojos azules, el mas "bonito" del grupo. Todos los de 8 años
saben que esto no es bueno. Es mas bien un problema. Rafo era de temperamento
irritable, siempre un poco a la defensiva. A su favor tenia que la tía Maruja
siempre le compraba una pelota de futbol de verdad. Eso era kriptonita pura.
Rafo lo sabia, y además, había llevado al Pampón una tetera en la que hervíamos
agua cada vez que hacíamos fogata. Con esto, siempre lograba equilibrar la balanza de poder.
Julio, el mayor de los Fernández, era menudo, y aunque
un mes mayor que yo, era mas bajo y flaquito. Pero Julio, además de ser muy
buen futbolista, era un maestro en el arte de la política. Murió muy joven, a
los 18 mas o menos lamentablemente, pero por alguna razón, siempre estaba del
lado correcto. Por edad y simpatía, su opinión era respetada. Luego venia Cesar
(alias Enano), hermano menor de Julio, y claramente en desventaja.
Era como 3 años menor que yo y la diferencia de tamaño
a esa edad es abismal. Cesar tenía mucho merito; siempre competía; es decir,
carreras, carritos, bolitas, lo que fuera, el sabia que iba a perder: era muy
chico. Pero ahí estaba siempre, empeñoso, luchador y optimista. Cuando hacíamos
carreras de carro patines, siempre le tocaba de compañero el Choclo, ultimo
personaje de esta banda.
Cesar siempre acepto su suerte estoicamente. Era una
ley no escrita: El Gordo con Rafo, Julio conmigo, y el Enano con el Choclo.
Siempre perdieron.
El Choclo, creo que se llamaba Augusto, era
de mi tamaño y tenia la edad de Cesar. Había vivido en Estados Unidos y
hablaba ingles perfecto. El problema, grave a esa edad, era su traducción
literal o aplicación de alguna frase. Nadie decía: "Hola amigos!",
bastaba con un "y?", a lo mas "hola". El Choclo llegaba y
lo decía. O decía "epa!", "oh, chico, chico, chico". Me
imagino que donde vivía antes, era usual decir "Hello buddies" y
"oh, boy, oh boy, oh boy". Nunca puede descifrar "epa". Se
que figuraba en chistes que en esa época venían de México. Bueno, Choclo
en realidad no se daba cuenta de nada. Era muy buen chico y muy buen seguidor.
Había también un grupo de chicas. Todos las llamaban
las chiquitas, probablemente porque era chiquitas. Eran Mónica y Cecilia, las
dos mayores de las Menéndez, María Elena
y Nelly, casi las dos ultimas de los Fernández y mis primas China y Rocío,
hermanas de Rafo. Eventualmente he jugado al Matatirutirula y “Jaxes”. Aun
recuerdo chanchito y leybis.
Volviendo al tema, desde el día que tomamos posesión
del Pampón, nuestras vidas cambiaron. De un día a otro, tuvimos privacidad,
independencia, e incluso autonomía.
Súbitamente estábamos en control de nuestro tiempo.
Decidíamos a que hora almorzar, cuando ir a comer, e incluso las cosas que
podíamos hacer.
Nadie podía vigilarnos y solo sabían de nuestra
existencia cuando la mama del Choclo, que vivía en la casa contigua al Pampón,
iba a quejarse con la tía Maruja porque su casa se había llenado de humo. La
tía Maruja era abogada nuestra frente al jardinero y a la policía que venia de
vez en cuando a llevarse la pelota. (Parece que estaba prohibido jugar futbol
en el parque).
La tía Maruja esperaba que llegáramos y nos pedía por
favor que si hacíamos fogata, no hiciéramos humo. Inútil; el combustible
de la fogata era ramas verdes de bouganvillia.
Pero lo más importante de todo fue ese sentimiento de
propiedad, de ser dueños de algo en lo que nadie más podía entrometerse. Cuando
uno es niño, por razones obvias, le abren los cajones, aunque sea para guardar
la ropa, y simplemente parece que nada es de uno. Si te castigan, pierdes
privilegios, días, juguetes y a veces hasta amigos.
El Pampón vino a ser ese lugar donde conversábamos
como grandes, decidíamos como grandes, y jugábamos como los grandes deberían
jugar, con una sensación absoluta de libertad.
Que podía ser mejor que esto?
Cada montículo
de desmonte era una mina que descubrir, la arena y las piedras sirvieron para levantar
ciudades, túneles y tener una carga permanente para nuestras hondas.
Construimos un club con los ladrillos, e incluso habilitamos un baño atrás de
una vieja columna tirada al fondo del pampón. Jugamos cowboyadas escondiéndonos
en la selva de enredaderas. Incluso tuvimos cuatro gatitos que la gata
abandono. Aprendimos la responsabilidad de cuidarlos y el dolor de perderlos.
Solo sobrevivió uno y por supuesto, se quedo a vivir en la casa de la tía
Maruja! Donde mas?
Y esas
tardes de verano, cuando regresábamos del pampón a la quinta, con los
atardeceres limeños tan hermosos, con un
inexplicable sentimiento de “ser grande” y nos encontrábamos con las Chiquitas
a quienes debíamos “proteger” a toda costa.
La vida era
casi como uno hubiera querido que fuera siempre. Fue una época de mi vida que
disfruté intensamente y que ahora parecería ocupar una parte muy grande e
importante de mis recuerdos. Parece mentira que fueran tan pocos anos.
Eventualmente,
el barrio creció, nos unimos al barrio al frente del parque, vino gente de
otras partes, a los cuales recuerdo con inmenso cariño, pero al principio,
fuimos solo ese puñado de valientes y arrojados mosqueteros en busca de grandes
aventuras.
Gracias a
ellos!