La chapa de mi personaje era “Gelatina sin Vaso“. Su
apodo, por el que lo conocían todos, era gracioso, pero no ofensivo, y él lo
aceptaba sin reparos. Pero nunca supo su chapa.
Mi amigo Armando, extraordinario definidor de
comparaciones, fue quien se la puso. Y es que bastaba verlo unos instantes para
entender.
Nadie sabía la razón de su defecto, ni si era una
enfermedad congénita. Yo me inclino a pensar que fue una víctima de la
Talidomida, esa droga para nauseas que en la década de los cincuentas mal formó
a muchos recién nacidos.
“Gelatina sin Vaso“ era gordo, con un brazo mucho más
chico que el otro y la mano era más un apéndice inútil que otra cosa.
Arrastraba ambos pies, y su cara estaba siempre torcida y con un rictus que
parecía de dolor pero que en realidad era simplemente la posición normal de sus
músculos.
Me imagino lo terrible que debió haber sido su
infancia, y sospecho que por lo menos terminó la secundaria. Siempre con gente
burlándose, abusando y tomando ventaja de él. No debe haber sido fácil.
Obviamente,
en una ciudad como Lima en los setentas, hubiera sido imposible que encontrara
cualquier tipo de trabajo. Era una persona que estaba destinada a vivir con sus
padres y familia hasta que muriera, probablemente de aburrimiento.
Sin embargo, él descubrió una manera honesta no sólo
de ganarse la vida, sino de poder darse algunos gustos, y lo más importante,
algo que muchos hombres completos no consiguen: el respeto de sus semejantes.
“Gelatina sin Vaso“ se dedicó a apostar a los
caballos. No como cualquier aficionado, que se compra una revista de pronósticos
y la hojea tomando decisiones rápidas. Para él era un trabajo, y lo trató como
tal. Visitaba los haras, hablaba con los jockeys y preparadores, y diariamente
leía sus estadísticas y trabajaba sus pronósticos.
Desde la bodega donde parábamos, lo veíamos
religiosamente pasar con el “Estudie su Polla“ y sus apuntes bajo el brazo
inútil, siempre saludándonos. De vez en cuando conversaba con nosotros y nos
invitaba un par de cervezas. Solo algunos pocos le entendían, porque tampoco
hablaba claro.
Para mí era un hombre digno de respeto. Dios sabe que
yo me hubiera abandonado y ni siquiera habría soportado la mitad de lo que “Gelatina
sin Vaso“ había pasado. Mucho menos hubiera podido mantenerme a mí mismo.
Yo tenía veinte o veintiún años, y pasaba
por épocas difíciles en mi vida. Por supuesto, lo sabía todo y
lo podía todo. Nunca me iba a equivocar y todas mis acciones y decisiones
eran correctas.
Cuarenta años después, cuando escucho a alguien hablar
con absoluta seguridad, me aterro al recordar que yo tenía exactamente la misma
seguridad y difícilmente hubiera podido estar más equivocado.
Por eso desconfío de muchos líderes de opinión.
Un sábado por la noche yo venía de verme con
una señora diez años mayor que yo y con la que tenía un
"affaire" (siempre me gustó la palabrita). En esta ocasión, y
sin entrar en detalles, me había regalado un perfume Lancaster.
Eran como las 11 de la noche y
estaba dándome una vuelta por el barrio para ver si encontraba a
alguien con quien tomar una cerveza. Era la rutina de todos, si
no había nadie, siempre podía uno buscar a Pepé y al Pollo,
primos sin oficio ni beneficio siempre dispuestos a tomarse un trago con la
plata de alguien más y con coeficientes intelectuales suficientes para
comunicarse con otros seres humanos, pero hasta ahí nomás.
Felizmente encontré a mi pata Pichón, y
nos fuimos al Ulanova, un barcito en Petit Thouars que recogía todos
los excedentes del Superba, que quedaba a una cuadra.
Nos pedimos una cerveza y de repente, se apareció “Gelatina
sin Vaso“, sentándose con nosotros y pidió dos cervezas. Cuando
alguien pide dos cervezas en una mesa, tiene derecho a sentarse y el así lo
hizo. Para esto, yo había puesto el perfume en la mesa, pues era muy incómodo
para llevarlo en el bolsillo. En el micro, por el contrario, llevarlo en
el bolsillo de adelante era otra cosa. Daba otra impresión y a mí no
me desagradaba.
“Gelatina sin Vaso“ cogió el perfume, y me preguntó el
origen. Le expliqué brevemente el asunto, y ahí quedó la cosa. Pichón y yo
seguíamos conversando, mientras el abría el frasquito.
Los perfumes Lancaster de esa época eran muy
populares, eran agradables, fuertes y un poquito putones. Es decir, lo usabas
si querías llamar la atención agresivamente. Las feromonas y esas cosas no
existían en esos años.
Repentinamente, escuché un gemido espantoso, casi
gutural. Parecía venir del alma, en un abismo sin fondo de angustia y
dolor.
Todo el bar volteó a ver el origen de este terrible
grito, y hubo un silencio general que duró varios segundos; era “Gelatina sin
Vaso“, que olía el perfume y gemía y lloraba sin esperanza y con un sentimiento
incontrolable.
En ese momento, y por unos instantes, se abrió ante mí
la naturaleza escalofriante de lo que pasaba por la mente de este hombre: el
aturdidor entendimiento de una opción negada para él de una
manera cruel y despiadada, el hecho que nunca podría amar ni ser amado; que sin
importar su tremenda lucha para salir adelante, y ganarse con muchísimo merito
el respeto de su semejantes, el amor no podía existir en su vida. Probablemente
habría amado a más de una mujer, pero siempre sin la esperanza de ser
correspondido.
Creo
que todo el bar entendió. Nadie se acercó, nadie hizo un comentario, y poco a
poco, todos volvieron a lo suyo, Pero lo suyo ya no era igual. De alguna
manera, las cosas eran diferentes ahora. Creo que solamente atisbar brevísimamente
esa angustia y ese dolor dejó un recuerdo en todos que ha sido imposible
olvidar.
Después de eso lo único que recuerdo es haberme ido solo,
abrumado, deprimido y sin perfume, completamente derrotado por la miseria de la
condición humana.
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