El antiguo
refrán “No hay peor sordo que el que no quiere oír” encierra una gran verdad y
es que solo escuchamos y oímos aquello que queremos. Cuando le dicen a uno que
está haciendo algo incorrecto, misteriosas barreras mentales cambian el
significado y sentido de la advertencia.
Hay miles
de ejemplos. El octogenario que cree que la rubia voluptuosa de veinte años lo
quiere por ser él y no por su dinero, el pequeñín que se obstina en creer que
Papa Noel existe, a pesar de haber escuchado a los adultos discutir sobre los
regalos que le van a hacer en Navidad o el adolescente que tercamente tiene un
amor silencioso y apasionado con una chica que a todas luces es atraída por
otro muchacho. Para ellos, no importan frases como estas:
-
Pero
papá, ¿no te das cuenta que le llevas sesenta años y que no hay manera que esta
niña frívola y coqueta esté enamorada de ti?
-
Ya
pues Coquito, es tiempo que te des cuenta que los juguetes te los trae tu papá.
Es más, así puedes lograr que te traigan lo que más te gusta, porque se lo
puedes decir veinte veces en vez de ponerlo en una carta que con las justas
pudiste escribir.
-
Pepe,
ayer vi a Sonia besándose con Carlos. Parece que ya están juntos. ¿No era que
te gustaba a ti?
Aquellos
que reciben este tipo de comentarios son los sordos mentales, que se niegan a
vivir una realidad que no les agrada, y prefieren tamizar el contenido con un
fuerte componente de benevolencia e ingenuidad que torna estas duras y
demoledoras verdades en comentarios triviales e inofensivos y es aquí donde el
refrán de marras mantiene su inmemorial vigencia.
Incluso si
les preguntáramos a los aludidos qué opinan, nos contestarían sin duda que son
tonterías, exageraciones o mentiras de gente que les tiene inquina o guarda
alguna rencilla para con ellos.
Cuando
Descartes en su famoso “Discurso del Método” llegó a la brillante y simplísima
conclusión que lo único que estaba correctamente repartido en el mundo entero
era el sentido común, porque todos estaban contentos con la porción que les había
tocado en suerte, dio en el clavo de la naturaleza humana. Todos tenemos
nuestros propios filtros, nuestros propios juicios, nuestros propios
pensamientos y estamos conformes con estos. Es natural por tanto, asumir que lo
que escuchamos de otros no será necesariamente cierto, sin importar el origen.
Es así que el comentario de un extraño puede tener más valor de verdad que
aquel hecho por un hermano o un íntimo amigo, siempre y cuando los filtros y
juicios mentales favorezcan aquello que queremos creer.
Me veo
obligado a ubicarme en este inmenso grupo de seres humanos que escuchan lo que
les da la gana y no lo que deberían. Tomo conciencia que a pesar de ser un poco
diferente a muchos, y no en el buen sentido de la frase sino todo lo contrario,
creo que me he ganado a pulso el derecho de pertenecer al grueso del género
humano medio, quien sabe un poco fronterizo, pero ahí estamos.
Lo curioso
de mi caso es que poco a poco he ido perdiendo la capacidad de oír. Un poco por
la edad, un poco por descuido y otro poco por exceso, me empecé a dar cuenta
que no oía bien. Quiero recalcar la palabra “oír”, que no es lo mismo que
escuchar. Yo oía bastante bien, pero no escuchaba correctamente y creo que la
diferencia es obvia y me encontré frente a un problema doble. No era ya un
oyente eficiente y nunca fui un escucha atento.
Inicialmente
pensé que el problema era que al llevar una vida bilingüe, pues trabajo, leo,
hablo y a veces hasta pienso en inglés y español, lo atribuí a mi incapacidad
de poder captar algunas sutilezas de los múltiples sonidos de las vocales y
consonantes del inglés, así como la pasión por el uso de acrónimos o
abreviaciones de las palabras y que aborrezco perversamente.
Además,
aquí en Texas tenemos el Tex-Mex, una especie de dialecto espantoso, en el que
se dicen aberraciones como “te llamo p’atrás” por “I’ll call you back” o
“seguranza” (sí, con zeta) en vez de seguros, amén de “pipa” en vez de
“tubería”, “quitear” en vez de “renunciar”, “flipear” en vez de “reconstruir” y
mejor no sigo.
Tanto los
norteamericanos como los latinos de este gran continente que vivimos en los
Estados Unidos, tenemos la tendencia a crear nuestra propias palabras y términos,
y me imagino que es propio de cada etnia. No lo sé, pero la diferencia es
clara: mientras que los “anglos” (otro término usado para definir a los
pobladores de este país que tienen ascendencia europea, fundamentalmente
inglesa) suelen ser prácticos y descriptivos en estas artes, creando o
cercenando palabras como “rep” para representative o “repo” para reposession
por citar un par, nosotros los latinos nos divertimos más y solemos acuñar
palabras como “yarda” (yard) para denominar al jardín o “guachimán” (watchman)
para un vigilante.
Cuando era
niño, en el Perú había un diario llamada “Ultima Hora” que solía usar jerga y
argot en sus titulares. Un día, mientras mi abuelo, mi hermano y yo esperábamos
a mi padre salir de la oficina, compré el diario, pues el título me llamó la
atención: “Choborras del Llauca felices: el agua está contaminada”.
Mi abuelo
al ver el titular me arrebató el periódico intrigadísimo y por más que trató de
descifrar la frase, no pudo. Para él, español castizo y purista que pensaba que
España era la octava maravilla del mundo en orden inverso, era incomprensible
que un diario usara jerga en sus titulares. Y sus adorados nietos cruelmente le
negaban la posibilidad de iluminarlo con el significado de aquella frase que
habían entendido al instante.
-
¿Pero
hijos míos, vosotros no sabéis que quiere decir esto? ¿Es el Llauca un lugar
especial? ¿Son los Choborras alguna tribu del Amazonas?
-
No
sabemos abuelito. Nunca hemos escuchado de ese lugar ni de esas personas.
El pobre
abuelo, obsesivo y vehemente, no podía dejar de pensar en este intrincado
titular. No fue sino hasta que llegó mi padre, que entre risas, le explicó que
significaba que los borrachos del Callao, puerto de Lima, estaban felices, pues
se verían obligados a consumir cerveza y otras bebidas espirituosas,
escondiendo su habitual afición tras la contundente verdad del agua contaminada
en el puerto.
Retornando
al tema central, últimamente el tema de mi sordera se había agudizado. Había
perdido, de acuerdo al orejólogo que me tocó en suerte, alrededor del cincuenta
por ciento de audición en las frecuencias altas; léase voces de mujer, y además
una zona de audición que sobre todo en el inglés, con sus palabras
monosilábicas en la que los sonidos empiezan a confundirse peligrosamente, en
especial en el teléfono cuando se trabaja; yo paso muy buena parte de mi tiempo
en llamadas de todo tipo, en inglés y en español. Los médicos la llaman
“salchicha de audición”, pues tiene forma de una salchicha en el grafico que me
mostraron. Escuchar “can” por “can’t”, “bed” por “bet” por “get” por “let” no
es gracioso, sobre todo si de negocios se trata.
Para aquellos
que sufren de miopía, mi sordera era comparable a ver las cosas sin anteojos,
es decir uno sabe que están ahí, pero no sabe bien que son. Y me cansé de
preguntar: ¿Perdón? ¿Cómo? ¿Qué dijo? ¿Qué? hasta que finalmente admití que no oía
como debía y que tenía que hacer algo al respecto.
Para evitar
problemas como el que me ocurrió con los ojos, hice doble consulta y ambos
médicos estuvieron de acuerdo que tenía que usar unos diminutos aparatitos que
se colocan en las orejas. Incluso la medida de audición fue similar. Investigué
y me di con la sorpresa que estos audífonos de marras pueden llegar a costar más
de ocho mil dólares, de acuerdo a la calidad de los sonidos, supongo. Me probé
unos de siete mil dólares y no sentí diferencia alguna con otros que costaban
la tercera parte.
Finalmente,
después de múltiples pruebas, moldes de mis orejas, gotas y múltiples
recomendaciones, llego el día que mis audífonos estuvieron listos, y fui a
estrenar mis nuevas orejas postizas. Ya habían hecho algunas pruebas, pero esta
vez me dejarían ir con los aditamentos puestos y funcionando.
La especialista
que me atendió era una mujer muy eficiente y amable que parecía construida en
madera, flaca, alta y tiesa. Juro que por un momento traté de ver la bisagra
que parecía mover su mandíbula inferior. La visualizaba en alguna película como
Toy Story y concluí que estaba perdiendo dinero con ese trabajo.
Me explicó
muy profesionalmente los pasos a seguir mientras yo me preguntaba como haría para
seguir todos los consejos, recomendaciones y advertencias que debería seguir y
mentalmente estimé que podría cumplir con solo la mitad. Mi mayor temor era
olvidarme de quitármelos para ducharme. Tendría que espaciar los aseos diarios
con las consiguientes protestas de aquellas que me rodean.
Al ponerme
los aparatitos, sentí como que un mundo nuevo se me presentaba. Podía escuchar
mi respiración, cientos de sonidos que ignoraba que estuvieran allí, el girar
de la silla, el roce de la ropa y cien sonidos más. A mí me gusta todo lo nuevo
y novedoso, pero esto era inimaginable y no estaba seguro que esta experiencia
seria agradable después de todo. Eso sí, escuchaba con claridad absoluta,
incluso conversaciones que no quería escuchar. Pero decidí enfrentar al mundo
con esta nueva experiencia de la mejor manera que conozco: asustado y
pesimista.
Cuando
pusieron la cajita, las baterías, filtros, folletos y demás parafernalia en una
bolsa de papel, casi me vuelvo loco. Un papel arrugado sonaba como que se
avecinara una tormenta de rayos y truenos. Ya me habían advertido que tomaría unos
días acostumbrarme, pero yo ya sabía que no era cierto.
Salí a la
calle y mientras me dirigía a mi auto, los sonidos que no reconocía parecían perseguirme
con cólera y agresividad. Era impresionante. No podía distinguir que cosas
causaban esos sonidos tan variados y abundantes. Clic, tock, bommm, picpicpic,
fiufiu, brrrrrr, eeeennnnn, salían de todas partes. Estaba en estado casi catatónico
al llegar al auto y cerrar la puerta. Me di cuenta que podía escuchar mi respiración,
mi ronquera y mi rechinar de dientes. El auto, por su parte, cargaba su propia batería
de sonidos. El asiento, las llaves al chocar contra la consola, los chirridos,
las fugas de aire, el aire acondicionado, y muchos más. Me sentí mucho más
viejo, manejando un auto más viejo y con más achaques que yo.
El viaje a
la oficina fue una jornada memorable, y mi primer día trabajando con mis audífonos,
también. Por momentos sentía que era demasiado y que en cualquier instante saldría
disparado sin rumbo a perderme en parajes silenciosos, pero me percaté que en
aquellos se escucharía ya no el susurro, sino el rugido del viento, los trinos
de los pájaros se habrían convertido en acordes terribles y dolorosos. Pensé en
que escuchaba tan bien como los perros, que como se sabe, tienen los sentidos
del oído y del olfato muy aguzados y me di cuenta que aquel que invento el
dicho “Vida de perros” había sido perro o había usado estos aparatitos minúsculos.
Cincuenta
veces pensé en quitármelos y darme por vencido, pero soy una curiosa combinación
de tozudo con pusilánime con cierto matiz masoquista, así que seguí sufriendo
por unas horas, hasta que llegó el momento en que la naturaleza me hizo un
llamado para desahogar mis tuberías renales, por lo que me dirigí al baño con
un ligero sentido de urgencia, porque a estas alturas de la vida, la próstata se
ha convertido en un órgano de poca confianza.
Después de
ubicarme convenientemente y ya con algunas gotas a punto de salir me relajé y empecé
a orinar con el placer que a estas alturas representa. Un amigo me decía que
con la frecuencia de estas visitas al baño y la escasez de orgasmos, había perdido
la diferencia entre ambos. No llego a tanto, pero algo de razón tiene mi
querido y coetáneo amigo. Desde luego, su próstata debe pesar por lo menos un
par de kilos.
Sumido en
esos pensamientos, de súbito escuché el sonido de un furioso chorro de agua
saliendo a borbotones. Pensé que alguien había abierto un caño al máximo de su
potencia, pero pronto me percaté que venía de mi propio y débil chorrito. ¡Dios
mío, este soy yo! ¿Es que vuelvo a tener quince años cuando podía dirigir el
chorro a discreción y mansalva a distancias prodigiosas, lleno de furor
adolescente? ¡Oh milagro de la Naturaleza!
Desde que
uso mis audífonos he dejado de tomar antidepresivos. Solo me aseguro de llevar
una abundante cantidad de botellas de agua a donde vaya. ¡Qué bien me siento!
Sin duda,
la tecnología hace maravillas…
Que el sentido común haya sido repartido con ecuanimidad es una opinión de Descartes, pero también hay quien asevera que el sentido común es el menos común de los sentidos; ya lo dejó entrever el inefable Erasmo hace cinco centurias. Volviendo al tema principal del relato afirmo que toda "muleta" mecánica o electrónica tiene sus inconvenientes y efectos secundarios. Mis anteojos, por ejemplo, serían la solución perfecta a mi presbicia, si no fuera por el inconveniente de que nunca los puedo encontrar cuando los necesito. Me alegra saber que tus audífonos te hayan hecho regresar a la adolescencia. Muy divertido el relato. Mis felicitaciones.
ResponderBorrarEncantador, me he divertido mucho con ese relato, el parecido de la flaca con Pinocho, me dió un ataque de risa, muy cómico tu relato, y entretenido, sabes??? Me tienes como en las películas de suspenso, no imagino lo que viene detrás, que ocurrente!!!😁😁😁
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