enero 05, 2014

Las Chicas del Can

Enero. Primer mes oficial de verano en Lima. Mes de tomar cervezas heladitas, salir más temprano del trabajo, ir a la playa y disfrutar la música caliente. 

Ernesto sentía como se renovaba todo, desde las promesas del primero hasta la moda femenina, y le agradaba mucho todo este conjunto de cambios que alborotaban el ambiente placenteramente. Era cuando empezaban a llegar los grupos de música de otros países, casi siempre de salsa y se organizaban fiestas casi todos los fines de semana.

Casualmente, en la oficina le habían dado una invitación a todo el departamento para ir a ver a "Las Chicas del Can", orquesta dominicana conformada solamente por mujeres, que se presentaban con unas minifaldas muy altas, siendo la mayoría mulatas exuberantes, lo cual era suficiente para ir a verlas, pero además tocaban y cantaban bastante bien, en especial las bachatas y esa música dominicana salsera, rítmica y cadenciosa que invitaba a la intimidad de las parejas.

La invitación era con pareja y además había corcho libre, es decir se podía llevar una botella de whisky u otro licor "pesado". Lo de menos era la comida. Ernesto ya sabía que no iba a ser buena, pues atender a la mesa a mil comensales es casi imposible. Siempre llegaba fría y era escasa, pero lo importante era estar ahí.

Los preparativos eran la comidilla de todos los días. ¿Qué vas a llevar? Las mujeres ya se pusieron de acuerdo en los vestidos, si vas a ir en auto o en taxi, hay que llegar temprano para reservar la mesa, no, la mesa ya está reservada, y así durante el día entero.

El departamento donde trabajaba Ernesto era muy unido, y a pesar que había más de un excéntrico y algunos poco sociables, se reunían a menudo en la casa de alguno, o los hombres salían los jueves a tomarse unas cervecitas después del trabajo. La mayoría compartía un ácido sentido del humor y una inteligencia superior al promedio.

Los jueves de "directorio", como se les llamaba, empezaban jugando dados, en especial el dudo. Pero invariablemente se terminaba hablando de la oficina, desde los chismes jugosos hasta todos los cambios que deberían hacerse empezando por la más alta gerencia hasta el último nivel. En más de una ocasión, se creó un rumor que llegaba a los más altos gerentes, y algunos retornaban como iniciativas gerenciales a implementarse.

Los autores intelectuales del rumor se reían a solas y compartían miradas cómplices. Una de las leyes no escritas era guardar silencio perpetuo sobre el origen de estos rumores.

La fiesta con las Chicas del Can prometía ser uno de los eventos del año para todos, pero Ernesto tenía un problema que lo limitaría mucho en esta ocasión: le habían detectado úlceras en el duodeno y no podría tomar licor esta vez. A él le gustaba mucho beber, y en una fiesta como esa sin duda alguna tomaría más de lo usual, que ya era mucho, pero el riesgo era muy alto. No le preocupaban las úlceras en absoluto. Era joven y podría reiniciar el tratamiento después, pero su mujer, su jefe y sus amigos no se lo iban a permitir.

Se pasó días enteros cavilando y planteándose alternativas de cómo tomar sin que nadie le dijera nada, pero fue imposible. Hasta pensó en llevarse una chatita llena de whisky o vodka y levantarse esporádicamente para ir al baño a tomarse un trago, pero la vestimenta veraniega, muy ligera por el calor, no le permitía ponerla en el bolsillo o en otro lugar del cuerpo. Finalmente se resignó y decidió que esta vez iba a hacer un gran sacrificio: sólo bebería agua.

Poco tiempo atrás, había entrado al departamento Luchito, un muchacho de unos 22 o 23 años, y aun estaba en entrenamiento. Usualmente, este podía durar de seis meses a un año, de acuerdo al potencial, actitud y también de las necesidades propias del área.

Luchito era blanco como el papel, sufría de un ligero y persistente acné y tenía el poco tino de dejarse bigote en una cara a todas luces imberbe. El pelo negro, chuto y tieso con cantidades exageradas de algún fijador para mantenerlo en su sitio, pero aun así siempre había un mechón rebelde, agresivo y duro como metal que colgaba hacia delante. Tenía ojos soñadores, como de conejo, pero pardos y que transmitían a distancia un deseo apremiante de ser aceptado. La diferencia de edad con la mayoría de sus compañeros no era mucha. La gran mayoría andaban entre los 23 y los 30, y Luchito fue aceptado inmediatamente como miembro del equipo y fue puesto en observación.

Con este simpático grupo ocurría lo mismo que pasaba en general en todos los barrios, colegios, universidades, grupos y organizaciones de Lima. Un individuo nuevo era observado por todos, para detectar debilidades y ver si reunía las condiciones para ser miembro del grupo. Nadie aceptaría que ésta era la realidad, pero era parte intrínseca de la sociedad limeña. En ocasiones Ernesto recordaba haber visto galpones de pollos con miles de ellos y cómo aquel que tenía una herida en la pata o en el pico era atacado metódicamente por todos los que lo rodeaban, hasta que moría o era rescatado para ser parte de un buen caldo esa noche. No podía dejar de relacionar estas dos reglas sociales.

Cuando Luchito y Ernesto intercambiaban miradas, este ultimo entendía su desesperación por agradarle a la gente. Sonreía siempre y los ojos imploraban siempre también. El había pasado por eso hace muchos años y varias veces. Cada vez que de chico tuvo que mudarse con la familia, conocer otro barrio, otro colegio, y luego universidad tras universidad, pero probablemente en los trabajos que había tenido era donde había sido más difícil. Aunque siempre logró integrarse, en su fuero interno existía perennemente esa duda de ser diferente. Aun así, se dio maña para ser socialmente aceptado casi en todas partes.

Pero estas cosas no son posibles de explicar a nadie, y el esperaba que Luchito se soltara poco a poco para ser uno más.

Algunas cosas definitivamente eran difíciles de asimilar por el grupo. Como su reloj Rolex auténtico o el automóvil BMW último modelo con que llegaba a trabajar.

El Pollo, simpático y aparentemente inofensivo miembro del grupo, comentó en el almuerzo "Mi auto acaba de cumplir la mayoría de edad y Luchito ya tiene uno como el que yo quisiera tener cuando me retire". Pocho, otro de los comensales, le dijo: "Yo solo no he soñado tener un carro así, ni siquiera he soñado subirme en uno".

Felizmente Luchito logró no desarrollar anticuerpos serios y de alguna manera, era uno más, con sutiles diferencias. Ernesto esperaba la oportunidad en que aceptara ir a los "directorios", para intimar un poco y pedirle de buena manera que dejara el Rolex en la casa, que se afeitara la mancha que insistía en conservar sobre el labio superior y que no le diera tanto uso al pegamento para mantener el pelo rígidamente en su lugar. Pero Luchito siempre se excusaba cortésmente, con frases como "tengo que ir a jugar tenis", "le voy a hacer mantenimiento a la carcocha" o "he quedado con la familia en ir a comer al Club Nacional". Casi nada, vamos.

Como era de esperar, todos pensaban ir con pareja, ya fuera amiga, novia o esposa y lo mismo las chicas. Luchito parecía un poco preocupado por el tema, así que Roxana, la secretaria, le preguntó si ya tenía pareja, y él, muy elegantemente y en su estilo, le contestó que la chica con la que iba a ir había cancelado porque iba a desfilar como modelo en una exhibición benéfica de modas. A esto, ella le sugirió llevar a Antonella, una chica que estaba haciendo prácticas con ella. Roxana lo hacía más por ella que por él, ya que al no ser empleada, no podría ir, y la verdad, Luchito era un poco disforzado. Roxana no tenia pelos en la lengua y solía decir las cosas en vivo y en directo, sin adornitos ni medias tintas. Cuando Luchito asintió, inmediatamente le dio dirección, teléfono y mapa para llegar, hora de recogerla y de dejarla y algunas indicaciones de vestimenta e incluso de comportamiento. En la última línea le puso "Por favor no fanfarronees y cuidadito con propasarte".

Cuando alguien conversaba con Luchito de algún tema que no fuera estrictamente de trabajo, recibía siempre la impresión de tener al frente a un adolescente de 13 o 14 años, con un infantil y soso sentido del humor. Los comentarios de los demás eran siempre irónicos y punzantes. Quique le decía "Te falta calle, te falta calle, manito", mientras Ricardo le preguntaba si era virgen de cuerpo y alma y Pocho añadía que de buena fuente sabía que había transcurrido los primeros 21 años de su vida en el castillo de Disneylandia, a lo que él se reía tontamente diciendo que no era cierto.

Y finalmente, llegó el día esperado. Era viernes por supuesto, para poder dormir hasta tarde, pues la velada prometía terminar en la madrugada.

Como Ernesto no tomaría, ofreció llevar su auto e inmediatamente el Pollo se apuntó para ir con él, y Diana, una chica que iría sola, también. Todos los autos se fueron llenando. Nadie le pregunto a Luchito si tenía sitio en el BMW, y él no lo ofreció tampoco.

Cuando empezaron a llegar a la Carpa del Hotel Crillón, en el centro de Lima, encontraron la mesa lista y reservada, y todo parecía ir sobre ruedas. Estaban cerca a la orquesta, pero no tanto como para no poder conversar. El ambiente era perfecto y Ernesto maldecía no poder tomar un solo trago. Había llevado su botella de agua mineral de 2 litros, mientras en la mesa se podían ver botellas de Johnny Walker etiqueta negra, Chivas Regal y otras buenas marcas.

El último en llegar fue Luchito con Antonella y una botella de Johnny Walker etiqueta azul, algo que Ernesto solo había visto en fotos, pues el precio era altísimo. Recordaba vagamente que costaba alrededor de 500 dólares y su lógica era muy sencilla: "con esa plata puedo comprar 10 botellas de un whisky aceptable que voy a disfrutarlo igual". Evidentemente, Ernesto no era un gourmet o un bon vivant y se sentía satisfecho de no serlo.

Entre baile y baile, la gente fue entrando en calor y todos lo estaban pasando en grande. El mal humor de Ernesto se evaporó junto con el sudor de varios cientos de personas bailando merengues y bachatas. Patricia, su esposa, bailaba maravillosamente contrastando con él, que se movía como si fuera un tractor con zapatos, pero la fiesta ya estaba armada y el ambiente era sensacional.

Al regresar a la mesa, entre los que se habían quedado a disfrutar la música solamente, estaba Luchito. El Pollo, muy observador, comentó que Luchito ya había consumido un tercio de la botella y Ernesto le dijo que lo dejaran tranquilo, que si podía comprarse esa botella, podía también administrar su consumo.

Volvieron a salir a bailar, y esta vez animaron a Luchito, quien dubitativo y timidón, tuvo que ceder. No habían pasado 5 minutos y Carlitos y Pocho tuvieron que cargarlo de regreso a la mesa. El pobre se había resbalado y aparentemente, se había torcido un tobillo.

A estas alturas ya era vox populi que Luchito estaba tomando muy rápido. Un poco sus propios defectos de carácter y otro poco su falta de madurez influyeron en que hubiera un tácito acuerdo de dejarlo que hiciera lo que le diera la gana, aunque el resultado era perfectamente predecible.

Ernesto lo observaba entre divertido y apesadumbrado. Pero había que ser retrasado mental o no haber tomado jamás para tomarse una botella de whisky en menos de una hora. Repentinamente, asimiló la realidad: ¡Luchito no había tomado una gota de licor en su vida!
Era la única explicación plausible. Pero ya era tarde. Luchito estaba atragantándose con el ultimo vaso de whisky.

Meritoriamente, logró mantenerse erguido más de una hora. Antonella se había cambiado de lugar y Luchito había viajado a un rincón mental inalcanzable e inexpugnable. Los ojos, sin vida y ligeramente desviados y el pelo, medianamente alborotado después de una lucha sin cuartel contra el pegamento líquido que usaba, contribuían a ofrecer una imagen tragicómica de Luchito.

No fue sino hasta que empezó a babear que algunos decidieron ayudarlo. El Pollo y Ricardo lo llevaron al baño para que se lavara la cara y se despejara un poco. Al llegar al baño, la escasa parte del cerebro que aun funcionaba, le ordenó a Luchito echarse en el piso cuan largo era, entre los charcos de líquidos de dudosa procedencia. A pesar de todos sus esfuerzos, no hubo manera de ponerlo de pie, por lo que decidieron arrimarlo contra una de las paredes para que la gente no lo pisara y allí lo dejaron.

Curiosamente todos olvidaron el incidente y continuaron la fiesta por un largo rato, hasta que la orquesta dejó de tocar y todos empezaron a despedirse. Con su calma y naturalidad acostumbradas, el Pollo preguntó si dejaban a Luchito en el baño o lo recogían. Fueron todos al baño y ahí lo encontraron, totalmente inconsciente y mojado de pies a cabeza. Nadie quería recogerlo hasta que Ernesto se ofreció a manejar el auto de Luchito. Patricia manejaría el suyo. De esa manera evitó tener que lidiar con tan pesada y maloliente carga.

Al recoger el auto del estacionamiento, Ernesto recordaba haber protagonizado algunas situaciones similares, quizás no tan embarazosas y no pudo dejar de compadecer a Luchito. Obviamente había crecido en un ambiente químicamente puro, protegido de cualquier influencia externa. Se imaginaba que lo habían recogido en el auto de la familia incluso en la Universidad.

Nunca supo de broncas, pendejadas, fútbol, yo-yo, trompo, ni de ensuciarse las rodillas con tierra. Mucho menos de los cursis e inolvidables romances de los 13 y 14 años. las primeras aventuras de adolescente al Trocadero o las primeras borracheras en los parques.

Le vino a la mente una novela que le había gustado mucho: "Desde el Jardín" de Jerzy Kosinski, donde el personaje principal, Chauncey Gardener ha crecido en una casa sin salir jamás de ella. Cuando sale, debido a la muerte del anciano propietario, es incapaz de conectarse a la realidad, pues su contacto es sólo con el jardín y la televisión.

Sin embargo, este estado de total aislamiento es interpretado por los demás como un nivel superior de visión del mundo, lo que en cierto modo, es lo único real del libro.

Salvando las distancias, Luchito era un personaje similar, pero limeñísimo y más joven. Ernesto se distraía con estos pensamientos mientras manejaba para recogerlo y comprendió también que había tomado más de la cuenta para darse valor con Antonella y que la torcida de tobillo fue solo un pretexto para no bailar pues no sabía cómo. Se preguntó que hubiera sido peor en su caso, si el exceso que rigió toda su vida o la pureza y aridez de la de Luchito.

Finalmente llegó a la entrada, manejando con dificultad un auto que tenía demasiados botones y funciones. Entre Carlitos y Ricardo lo mantenían de pie y Pocho le sujetaba los pies. Luchito seguía sin reaccionar. Lograron sentarlo adelante y Pocho le dijo "Le hemos echado agua en la cara y la cabeza pero ha sido inútil. No reacciona. Mas bien ten cuidado porque ha empezado a vomitar"

Casi nada. Una vez sentado, le entregaron una bolsita con su billetera, el Rolex, una esclava maciza de oro y algunos billetes. El Pollo le dio su botella de agua mineral diciéndole que la iba a necesitar.

El camino a la casa de Luchito fue tortuoso por decir lo menos. La pestilencia era espantosa y el vomito fluía sin control. El aspecto era patético y hasta surrealista.

Ernesto ya sólo pensaba en llegar y tirar el bulto cuanto antes. Cuando llegó, ya tenía varios minutos con la cabeza fuera de la ventana para poder respirar.
Cuadró el auto en la puerta del garaje y tocó el timbre con la mayor educación posible. Después de todo, no era fácil presentarse a una familia con uno de los miembros inconsciente por intoxicación alcohólica y en el aspecto que Luchito presentaba.

Frente a la puerta, Ernesto tenia la bolsita con las pertenencias de Luchito en una mano y su botella de agua, ya casi vacía, en la otra. A través del intercomunicador, una voz de mujer lo atendió, y se identificó como uno de los compañeros de trabajo de Luchito, que como había tomado un poco más de lo debido, no podía manejar el auto. Hubo un largo silencio y finalmente la voz dijo "Un momento por favor".

En unos minutos, salió una señora en bata con cara de muy pocos amigos. Se veía que era del tipo autoritario. Miró a Ernesto, recibió la bolsita y fue a ver a Luchito. De un solo grito, Luchito se despertó y entró a su casa como centella.

La mujer se volvió hacia Ernesto y le espetó en la cara:
- ¿Cómo es posible que lo dejen tomar así? ¿No tienen ustedes verguenza? ¡Es un niño, por Dios! ¡Y usted tiene el desparpajo de presentarse en mi casa con una botella en la mano!

Mientras tanto, el auto de Ernesto ya había llegado, y el Pollo, que estaba de un estado de ánimo estupendo, se había bajado del auto y miraba la escena desde lejos, con sus bracitos cruzados, sonriendo y muy compuestito. Pero la señora seguía con su diatriba sin descanso. No le daba a Ernesto ni un segundo para dar explicaciones que por otro lado, no quería escuchar. La culpa era de todos, menos de su hijito.

Finalmente, Ernesto pudo decirle a la señora con toda la dignidad que le fue posible:
- ¡Señora, yo no he tomado una gota de licor y esta es una botella de agua mineral! Le estoy haciendo el favor de traer a su hijo y nada más.
- ¡Degenerado, viejo maltón! Usted es el responsable, sobre todo si no ha tomado. ¡Mi hijo es un niño! ¿Cómo es posible que lo deje tomar así, pervertido?

Ernesto se dio por vencido y con esa indignación divina que se tiene cuando se sabe estar haciendo lo correcto, se dirigió a su auto, mientras la madre de Luchito le seguía gritando improperios. La solemnidad de la escena se perdió cuando el Pollo se tropezó con el sardinel y casi se va al suelo.

El lunes en la oficina, todos esperaban ansiosos la llegada de Luchito para escuchar su versión o sus disculpas, pero él llegó como todos los días, con la sonrisa boba y la mirada implorante, saludando a todos como si nada hubiera pasado.

Ricardo resumió en una frase el sentir de todos: "Me siento como culo en bidet; totalmente anonadado. No puedo creer que ni siquiera se sienta avergonzado, por lo menos un poquito"

Nadie volvió a hablar del incidente, pero nunca más se le invitó a reuniones o a directorios. Solo Ernesto comprendió lo que pasaba por la cabeza de Luchito y el suplicio que debió haber sido para él crecer en una dictadura materna que lidiaba con el abuso infantil. La excesiva protección había castrado a Luchito de por vida. Y ya era tarde.



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