diciembre 22, 2012

A Buen Entendedor...



Cuando yo era joven y el mundo entero era mío, tuve la oportunidad de viajar a Europa. Yo tenía 18 años y mis sueños eran tan grandes como mis locuras. Como me sentía especial, inventé un método para conocer una ciudad desde un punto de vista más original que un Tour y bastante disparatado. 
Apenas llegaba al hotel, arrancaba los mapas de la sección de páginas amarillas de la guía telefónica y salía a caminar sin rumbo fijo por la ciudad. Así conocí un marinero ruso en Lisboa que me quiso vender un reloj como por 3 horas, un mendigo en Barcelona que pensó que me iba a suicidar porque estaba caminado por un puente y terminamos tomando un par de cervezas conversando de su fracasado viaje a Buenos Aires para hacer “La América”, un granadino aburridísimo que tocaba la guitarra como Segovia y que bebía como Baco, unos sevillanos que terminaron llevándome al hospital por intoxicación alcohólica, y otros personajes sumamente interesantes.

Pero la mayoría del tiempo, simplemente caminaba y disfrutaba ávidamente de todas las cosas nuevas y diferentes que veía. Las casas de azulejos y los pavos reales en los parques de Lisboa, los bares y restaurantes de Málaga con sus tapas increíbles, el Alcázar de Sevilla a las 6 de la mañana con una fragancia de azahares que arrancó lágrimas de mis ojos, las discotecas gigantescas de Torremolinos, en fin, muchas, muchas cosas que me hicieron dudar seriamente sobre si el mundo era realmente mío, o ajeno como diría Ciro Alegría.

En las caminatas, solía llevar siempre un libro. Me sentaba a leer para descansar en uno que otro parque, pero la mayoría de veces entraba a cualquier bar, pedía un Cuba Libre de Ginebra, como mi primo Paco me había acostumbrado, y que no es otra cosa que Gin con Coca-Cola. Me tomaba un par o tres leyendo tranquilamente, y luego proseguía con la caminata.

Un día, en Madrid, entré a un bar, que estaba prácticamente vacío. Un ambiente agradable, muy tranquilo, silencioso, antiguo, y con olor a los años 30 o 40. Mucha madera oscura, mesas y paredes llenas de grabados, incluso en la barra, donde me senté. Viene el camarero y me pregunta muy cortésmente ¿Qué le sirvo, señor? Pedí el Cuba Libre de ley, y me puse a leer.

En esa época, estaba obsesionado con Ray Bradbury y no me sorprendería que la novela fuera “El Hombre Ilustrado”. Al rato, y entusiasmado con la lectura, pedí otro Cuba Libre, y después otro más. Con esa cantidad de gin en el cuerpo, la sensación de euforia es estupenda. Una de las cosas que tiene el gin es crear ese estado de semi ilusión que se paga tan caro al día siguiente. Después de todo, no en vano era el licor que les daban a los soldados ingleses momentos antes de entrar en batalla.
El libro estaba extraordinario, y veía a los personajes más vivos, más reales. Sin duda, muy buen momento, muy buen momento.

Notaba sin embargo, algo raro en el bar. Tenía una sensación indefinida de que algo no estaba apropiadamente encajado en esta escena. La cantidad de parroquianos había aumentado considerablemente, y con ello, el ruido en el bar.

Eché una nueva mirada alrededor y todo parecía absolutamente normal. Los camareros y el barman trabajando diligentemente, la parrilla siseaba con anchoas y gambas a la plancha, la cerveza y el vino viajaban a sus destinos con prisa y todo el mundo parecía disfrutar del ambiente. Pero algo no estaba bien. Evidentemente había algo raro. Algo estaba mal. Definitivamente mal.

Consideré que la combinación de leer Ciencia Ficción al mismo tiempo que tomar Gin, fantástica al principio, tenía una mala resaca.

La Ciencia Ficción que escribe Ray Bradbury especula mucho con el impacto social de cambios en la realidad. No cuestiona ni se excita con la llegada de los marcianos, por ejemplo. Cuestiona cuáles serían las consecuencias sociales de la convivencia entre terrícolas y marcianos y las implicancias de leyes y culturas diferentes tratando de convivir en esa nueva realidad. Como un matrimonio mixto, o los diferentes conceptos sobre propiedad privada. Es interesantísimo, y le hace a uno pensar un poco.

Yo soy una persona cuya reacción inicial a casi todo es el temor. Soy un maestro del “Y si…”, del “Y ahora…” o del “¿Qué hago?”.  He aprendido a controlarlo con los años un poco, pero cuando el mundo era todo mío, salían inmediatamente, con muchísima naturalidad. Después de todo, eran amenazas a la propiedad de mi mundo. Una vez que paso esa etapa, me encanta pasarlo bien con la situación.

No cabía duda, algo andaba mal, y cada segundo, esta sobrecogedora sensación iba en aumento. Me pregunté si alguien se percataría  lo alterado que estaba, pero lo más notable era que nadie parecía darse cuenta de mi presencia. Como si fuera un testigo invisible de algo terrible que iba a ocurrir. Por cierto, no era el 21 de Diciembre, y de los mayas en esos años se sabía muy poco, especialmente en España.

Repentinamente, y como una erupción volcánica que nace muy de adentro, supe con certeza total lo que estaba pasando. Es difícil explicar la sensación. Quizás este pequeño ejemplo pueda ayudar. Uno de mis primero trabajos fue realizar unos estudios de transporte para el Ministerio de Transportes en ciudades del Perú, Trujillo entre ellas.

El equipo era de seis ingenieros recién egresados y yo, que aunque no lo era, hacía exactamente el mismo trabajo.  Increíblemente, aun conservamos una estupenda amistad. A cada ciudad íbamos y buscábamos un local público adecuado para instalarnos y usarlo como centro de operaciones. En este caso, logramos que las nuevas oficinas de la PIP, siglas para la Policía de Investigaciones del Perú, aun no terminadas, pero operativas, nos fueran cedidas por el mes que duraba el proyecto.

Tenía un letrero gigantesco anunciando la obra como “Nuevo Local de la PIP”, y en Trujillo, todo el mundo sabía de la obra.

Una tarde soleada y hermosa, como las que suele hacer en Trujillo con frecuencia, salía yo de una tienda muy cercana a la que había ido a comprar cigarros, y tropecé con un amigo del colegio de mi hermano. El habría terminado el colegio unos tres años atrás, y yo no lo veía desde entonces, pero éramos bastante amigos. Iba muchas veces a mi casa, y mi hermano mantenía un romance platónico, silencioso y unilateral con su hermana, muy bella, por cierto.

“¿Carlitos, cómo estás? ¿Qué ha sido de tu vida? ¡Que gusto verte!“ Carlitos se veía un poco diferente y con ojo experto (demasiado, diría yo) me di cuenta que había consumido algunos modificadores de conducta, probablemente marihuana, muy popular en nuestra generación.  Me mira y me dice con voz muy baja y tono de cómplice “Me he fumado un par de tronchitos de colombiana, y me he bajado un frasco de Codilusa. ¡Estoy pegadazo al techo, cuñau!” Codilusa era un jarabe para la tos que era prácticamente Codeína pura, buenazo.

Me miraba con esa cara entre divertida, amigable e inofensiva que le da a uno la marihuana y me dice “Y tú, ¿Qué haces por acá?”. La verdad, yo pensé inmediatamente en jugarle una inocente broma, y señalándole el cartel de la obra de la PIP, le dije “Yo, nada, estoy trabajando allá”

Un sonido gutural, largo y desagradable, salió de alguna parte de su cuerpo, y su cara se crispó hasta convertirse en una especie de caricatura que sabe que va a ser pisado por un elefante o un mamut.

En situaciones así, todos los estereotipos que uno tiene en la cabeza se hacen añicos, y uno empieza a recordar detalles que confirman aún más la realidad que uno experimenta. Algo así como pasar de “Fernando era normal, ¿cómo terminó en la PIP?” y “Recuerdo que él leía muchos libros, entonces seguro por eso ha decidido ser detective”, y luego “Sí pues, en realidad el normal en su casa era su hermano”, seguido de “Ya me acordé cuando el cholo Rodríguez se robó el óbolo de la capilla, y Fernando fue quien lo ampayó”, para “Claro, ahora todo tiene sentido, ¿cómo no me di cuenta antes? ¡Mierda, estoy jodido! Ahora voy a ir preso, ¿Qué van a decir mi mamá, mi papá, mis amigos, la familia?”,  “Mi abuelita, esto la mata, ¡seguro!” y finalmente “¡Esto es una desgracia total! ¿Por qué a mí, Dios mío?”.  

Prefiero no seguir, porque ese camino no tiene fin. El pobre estaba en un estado de pánico tal que no atinaba al siguiente paso, que yo siempre doy; A ver: ¿Cómo puedo zafarme de esto? Me di cuenta que me había excedido y lo tranquilicé explicándole la situación. Pero la reacción de alivio en estos casos nunca es inmediata y jamás es total. Pero fue suficiente para que se despidiera apurada y cortésmente. No lo he vuelto a ver desde entonces y dudo que tenga muchas ganas de verme.


Sin los sonidos guturales, y con otra corriente de pensamientos en mi mente, pero con las mismas consecuencias de generación de terror, me acababa de dar cuenta de lo que pasaba: ¡Nadie hablaba! ¡No había un solo sonido emitido por una voz humana, y los únicos sonidos eran de la gente moviéndose, los vasos, los platos, la parrilla! Absolutamente aterrorizado,  me sentí atrapado en una conspiración de alienígenas, o en un experimento de los gringos (los que me han leído, ya saben las bromas que me juega mi karma) para el que había sido cuidadosamente seleccionado. En mi mente, eso significaba que me venían observando ya desde hace tiempo, y todas las cosas que me habían pasado fueron generadas por este maldito, cruel y devastador experimento.

Nunca en mi vida se me habían erizado los pelos de la nuca, pero doy fe, para aquellos que no lo han experimentado, que literalmente uno puede sentir como los pelitos se enderezan violentamente, causando un escalofrío tremendo que llega electrizantemente hasta el coxis.




Reaccioné de inmediato. ¡Ah no, a mí los marcianos no me agarran y menos los gringos! Muy lentamente para que no se dieran cuenta, saqué la billetera de mi bolsillo mientras simulaba leer mi novela de Ray Bradbury, la puse al lado del libro, y casi sin moverme, saqué un billete de cien pesetas, suficiente en aquellos tiempos para pagar ocho Cubas Libres. Deslicé el billete hasta ponerlo debajo del vaso y salí corriendo como alma que lleva el diablo. Ya había, por supuesto, programado mi ruta de escape y en menos de cinco segundos, me encontré nuevamente en el mundo normal, en una calle de Madrid.

La euforia y alivio no impidieron que a toda prisa me alejara del malhadado bar, pero no pude evitar mirar una placa grande de bronce en un edificio aledaño muy antiguo.

La placa simplemente decía: 


INSTITUTO NACIONAL DE PEDAGOGÍA DE SORDOMUDOS – 1947

Volví a caminar lentamente, maldiciendo a Ray Bradbury, La Dimensión Desconocida y Un Paso al Mas Allá.

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