diciembre 06, 2012

Los Tíos Queridos I

Cuando yo era chico, mas o menos a la edad de 7 u 8 años, vivíamos en la casa de mi mamamita, en el centro de Lima. Mi mama tenia 5 hermanos: Malena, Maruja, Meche, Cucho y Max. Además, la mamamita tenía varias hermanas. Nunca supe si tenía hermanos. Yo conocí a mis tías abuelas Blanquita, Eva, Victoria, Matilde y Mina. La verdad no se si era hermanas, o primas hermanas, pero era tradición familiar reunirse los domingos en la casa. Por lo menos las que vivían en Lima. Porque la tía Blanquita vivía en Pacasmayo y estaba casada con el tío Roberto. Las tías Evita y Victoria era solteras y vivían en Chiclayo, y Matilde y Mina, solteras también, vivían y trabajaban en Lima. 

La tia Blanquita y el tio Roberto parecían personajes del siglo pasado, y de alguna manera lo eran. Venian de Pacasmayo y nos visitaban una vez al año, y todos los días de su visita, se vestían con sus mejores galas y joyas ella, y el con sombrero, terno con chaleco y reloj de cadena en el bolsillo. De oro por si acaso. 10 de la mañana y salian a caminar, elegantísimos, la tia Blanquita del brazo del tio Roberto, y el siempre de azul marino o de negro. La camisa blanca y con gemelos, por supuesto. Caminaban por una hora y regresaban a la casa. Nunca supe a que se dedicaba el tio Roberto 

Las tias Victoria y Evita vivian juntas en Chiclayo. Amabas era solteras y mayores. La tia Victoria era grande y fachosa y la tia Evita era chiquita y arrugadita. Tambien nos visitaban una vez al año y adorábamos a la tia Victoria por que siempre que llegaba, ¡nos daba diez soles! En cambio la tia Evita no nos daba nada. Ella prefería a los hijos de mi tia Malena, Juan, Jose y Malenita. Todos los domingos había almuerzo en la casa de la mamamita. Las que siempre iban eran la tía Maruja con su esposo, el tío Alberto, la tía Matilde y la tía Mina. También iban mis primos Rafo, China y Rocío. Ocasionalmente iban la tía Malena con el tío Enrique, la tía Meche y si alguna de las tías del Norte estaba de visita, se quedaba siempre en la casa, así que también estaban en el almuerzo familiar. La tía Matilde nos llevaba siempre un regalito: un juguetito barato, un carrito, cualquier cosa. Obviamente, la queríamos mucho. La tia Mina no. Era cariñosa, pero regalitos o propinas, nada. 

Para el almuerzo, los chicos teníamos una mesita separada, comíamos rápido e inmediatamente nos poníamos a jugar, desde la Pega, hasta Jaxes, pasando por Escondidas, Matatirutirula, Matagente, o cualquier otro de esos juegos ya extinguidos. Los adultos hacían sobremesa y ante la evidente mayoría femenina, el tío Alberto nos subía a todos a su auto y nos llevaba a pasear. Íbamos a la Punta, al by-pass de la Avenida Arequipa, a la Plaza de Armas, en fin, a cualquier sitio que se nos ocurriera a nosotros o a él. 

En el camino, siempre nos contaba chistes o nos hacía juegos. Uno que siempre recuerdo es ballosoyca. Nos hacía repetir la palabrita varias veces, con el invariable resultado que uno terminaba diciendo “Caballo soy” y todos nos reíamos con esa inocencia infantil que tanto extraño. De regreso, y al momento de despedirnos, la tía Maruja cargaba con nosotros y nos llevaba a su casa en San Antonio, a comer y ver televisión. 

De ahí, el tío Alberto nos regresaba nuevamente al centro. Era bestial. Nosotros no teníamos televisión aun, y además el tío Alberto estaba suscrito a las revistas Visión y Bohemia, venezolana y cubana respectivamente. Yo las devoraba, en especial Bohemia. Fui testigo de excepción de la caída de Batista y la toma de la revista por la revolución y aún recuerdo que las fotos de sociales fueron reemplazadas por fotos de fusilamientos en masa, e interminables juicios de corrupción que siempre terminaban con la muerte de los acusados. Aún recuerdo que solían poner las fotos de las caras de los fusilados. Me parecía de una morbosidad y crueldad increíble. Aunque de joven fui romántico admirador del Che Guevara, estas imágenes dejaron una huella de maldad gratuita que no me parecía correcta en absoluto, sobre todo en el grupo de “Jóvenes Idealistas” liderados por Fidel y Raúl… 

Pero lo mejor de todo era la comida. Siempre comíamos lo mismo y nos encantaba: pallares licuados, con plátano y arroz, y de entrada una sopa de cabello de ángel. La mamamita nos daba una sopa llena de verduras y carnes y nosotros le decíamos sopa de barro, porque era así de espesa, y de segundo, siempre eran guisos. Hasta ahora tengo problemas con algunos guisos. Traumas infantiles parece ser el nombre de estas fobias. Un día la tía Maruja le pregunta a mi hermano: ¿Eduardito, te has llenado? –No, tía, pero no te preocupes, yo nunca me lleno – Mi tía solía contar esto años después, de la gracia que le causó. Pocos años después nos mudamos a San Antonio, a la quinta en cuya entrada estaba la casa de mis tíos. Fue la gloria. 

Mi primer barrio, mis primeros amigos, mi pampón, parque inmenso al frente, no se podía pedir más. En esos años lo más maravilloso era el verano. La tía Maruja metia en el auto a mi hermano Eduardo y a mi, a Rafo, Rocío y la China, y a los Fernández: María Elena, Nelly, Julio y Cesar, y nos llevaba a todos a la Herradura. 

En esa época, la Herradura todavía tenía carpas, que despedían un olor no diré desagradable, pero raro, una mezcla de guardado con caliente y tela quemada, no sé, raro, raro. Nosotros llevábamos una toallita, cuanto mas chica, mejor, un polo y la ropa da baño. Listo. A la playa. Casi siempre la tía Maruja recogía una amiga, y ahí salíamos, en su carro Chevrolet, grandototote, igualito al de mi tío Alberto, 2 adultos y 9 criaturas de 6 a 11 años. A pesar de nuestra corta edad, los 5 hombres, incluido Cesítar, que tenía 7 añitos, invariablemente iniciábamos el día con un largo baño y la cacería de bikinis. A principios de los 60s, los bikinis eran muy escasos, y cuando encontrabas uno parecía más ropa interior de señora madura que otra cosa. La parte de abajo cubría hasta el ombligo y la de arriba era inmensa, incluso para sostener atributos que no pesarían ni 200 gramos cada uno… Pero parece que desde chicos, todos éramos mañosos. 

Cuando encontrábamos un bikini, acampábamos muy cerca y nos quedábamos ahí como por media hora, y luego a seguir en la búsqueda. Nos metíamos al agua a cada rato, corríamos olas y escuchábamos a Jorge Peláez Rioja en los parlantes, con “la chispa de la vida” de Coca Cola. Tiempos estupendos aquellos. 

En las tardes nos íbamos al Terrazas, y pasábamos todo el tiempo en la piscina. Para poder entrar todos los días, la tía Maruja nos “adoptó”. Nos registró como si fuéramos sus hijos, pues lo éramos en cierto modo, y aprendimos que teníamos que apellidarnos “Cortes” en vez de “Salmerón”. En esos tiempos, cuando nuestra madre estaba enferma, o trabajaba, la tía Maruja era la que se hacía cargo de nosotros en todo sentido. 

Recuerdo que mi padre me compró unas zapatillas francamente horrorosas, y el tema de las zapatillas era muy importante, porque si querías ser “bacán”, tus zapatillas tenían que ser “bacanes”. En primer lugar, tenían que ser de básquet, es decir por encima de los tobillos, y con algún detalle que las hiciera diferentes, buenas marcas o colores, en fin. Mi padre creía en ropa “crecedera” y zapatos y zapatillas “duraderas”. Mis pantalones y hasta las camisas tenían basta. Mis zapatos eran de Neolite y podían durar años, y mis zapatillas eran blancas y con las justas llegaban a mis tobillos. Definitivamente no pasaban el filtro de exigencia que yo esperaba. Pedí, rogué, supliqué, demandé, exigí, ordené, pero nada. Las zapatillas no fueron reemplazadas. Ese año se me había concedido ya el privilegio de usar pantalón largo con el uniforme del colegio, y no era tiempo de engreimientos. 

Pero yo estaba decidido a deshacerme de las zapatillas. Primero empecé a advertir a los abuelos, para que lo transmitieran a mi padre, que se estaban abriendo por los costados, lo cual era cierto, gracias a mis esfuerzos por hacerlo. Cada día los abría un poquito mas, hasta que me di cuenta que había un segundo nivel de sellado imposible de abrir en los bordes. Entonces tuve la brillante idea de cortar el sello con una navaja. Total, los viejos no se iban a dar cuenta. ¡Funcionó! A los pocos días andaba yo con mis zapatillas negras con bordes rojos, super altas, nuevecitas. Todo había salido a pedir de boca. Mi pequeña trama dio el resultado esperado y yo me sentía muy orgulloso. 

En eso, y como saliendo de la nada, la tía Maruja se aparece y me llama. Ella nunca me dijo “Nani” como me llamaba todo el mundo, una vez mas gracias a mi hermano, que de chico me decía Fenanito y de Fenanito pasó a Nanito y de ahí a Nani. No me quejo, pero Nani me ha acompañado toda mi vida. No, ella siempre me dijo Fernandito. La última vez que la vi en el hospital, aún recuerdo su “Hola Fernandito, ¿como estás, hijito?” Totalmente desprevenido, me hizo ver que ella sabía perfectamente lo de las zapatillas. Ni negar, ni dar excusas, era evidente que lo sabía todo. Había que atenerse a las consecuencias. Pero ella me dijo: ¿Tú sabes lo que has hecho? – Sí, tía - ¿Y sabes que está muy mal, que lo que has hechos es deshonesto? – Sí, tía - ¿Has pensado en las consecuencias? Tú sabes que va a pasar cuando tu papá se entere, ¿no es cierto? Por supuesto que sabia, pero nunca había pensado que me iban a agarrar… - Sí, tía – Mira Fernandito, me basta saber que estás arrepentido. Esto va a quedar entre tú y yo, pero no lo vuelvas a hacer. – Gracias tía – En ese momento sentí que la puerta de mi celda se había abierto y ahí iba yo camino a la libertad. 

Así era la tía Maruja. Mis regalos de cumpleaños eran llevarme a una librería y pasarse ahí una hora mientras yo escogía libros. Cada vez que venía el patrullero a quitarnos la pelota de futbol, era ella la que salía en nuestra defensa, a comerse vivos a los policías. No podía dejar de sentirme orgulloso que fuera mi tía la defensora del barrio. Hasta le hacíamos barra. 

Indudablemente, nos quiso mucho. Y nosotros a ella. Años después, y a través de otras personas, me enteré que cuando mi madre estuvo en el hospital por 5 meses antes de morir, mi tía Maruja fue todos los días a estar con ella, sin faltar uno. Cuando mi madre murió, fueron mi padre y ella, los que nos dieron la noticia. 

Nosotros emigramos a Trujillo y por varios años dejamos de ver a los tíos queridos. 

La relación con ellos se reanudó cuando empecé a salir con Marita, y fue como si nunca hubiéramos dejado de vernos. Pero algunas cosas habían cambiado. Los almuerzos dominicales eran ahora en la casa de ellos y solo iban mis primos, ya todos casados o comprometidos. Durante el verano, nos íbamos todos a la playa El Silencio los domingos. Los cambios reales fueron otros. 

El tío Alberto se convirtió en un mentor para mí. Sosteníamos largas y sentidas conversaciones sobre los más variados temas, pero especialmente sobre la vida. No se si para los demás era igual, pero conmigo se explayaba en sus opiniones y en algunas historias de su juventud. Descubrí que a pesar de su apariencia de dureza y fortaleza, mi tío era un hombre con una ternura y un concepto del amor extraordinarios. El era alto, moreno de ojos verdes, calvo y el escaso pelo restante blanco. Sin embargo, pretencioso, usaba laca para mantenerlo fijo. 

Su figura reflejaba siempre una sensación de hombre fuerte y de pocos amigos. Tenía cara de serio. Llegamos a tener una amistad y una confianza extraordinarias. Siempre me sorprendía su agudeza mental y lo sólido de sus principios. Gran hombre al que también quise mucho. Lo que es gracioso es que la tía Maruja también tenía cara de seria, y también tenía un corazón inmenso. 

Cuando nos casamos Marita y yo, nos ayudaron de todas las maneras imaginables. Le dieron trabajo a Marita, y nos ayudaron con la compra de nuestro primer departamento. 

A veces íbamos a visitarlos solos los dos, y una noche nos sorprendieron cuando nos dijeron que nos consideraban 2 hijos mas. No se porqué, me emocioné mucho y sentí que en esta carrera de cariño, Marita, con su encanto y dulzura, me había quitado la delantera. 

Ambos ya se fueron. Mi tía Maruja de cáncer, se fue primero, y el tío Alberto, años después. De él no nos enteramos hasta que había pasado algún tiempo, y fue un golpe terrible para todos, incluidas mis hijas. 

Pero en nuestros corazones queda el recuerdo de una pareja que estuvo casada todos los años del mundo, y que para nosotros fueron un ejemplo de matrimonio, de cariño y de calor familiar. 

El mejor regalo que les hemos podido hacer es tratar de ser una pareja tan unida y amante como lo fueron ellos.

1 comentario:

  1. Esto es excelente Fernando! Voy a leer tu blog para que pueda practicar mi español.

    Deb

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